La transformación de Pedro
Tesoros
[Peter’s Transformation]
Uno de los más ilustres protagonistas de la Biblia es Simón, hijo de Jonás, más conocido como el apóstol Pedro, un personaje muy pintoresco, un pescador tosco y rudo, rebosante de energía y dinamismo. Durante sus primeros años bajo la dirección y enseñanza personal de Cristo, Pedro siempre decía lo que creía que estaba bien o debía hacerse y era de lejos el más espontáneo de los apóstoles.
Luego de seguir a Jesus durante tres años enteros, experimentó una impresionante transformación. Para explorar esta transformación, empezamos por las horas finales del ministerio de Jesús en la tierra durante la última cena que celebró con Sus discípulos, escasas horas antes de Su arresto y consiguiente crucifixión.
Sabiendo que pronto sería crucificado y sufriría la muerte por los pecados del mundo, Jesús miró a cada uno de Sus discípulos y dijo triste pero firmemente: «Todos ustedes se escandalizarán de Mí esta noche; porque escrito está: heriré al pastor y las ovejas serán dispersadas» (Mateo 26:31).
Al oír esto y sobreestimando sus propias fe y fortaleza, Pedro proclamó resueltamente: «Aunque todos te abandonen, yo jamás lo haré». Jesús en cambio, sabiendo lo que habría de suceder, le respondió serenamente: «Te aseguro que antes de que cante el gallo, me negarás tres veces» (Mateo 26:33-35). Pedro quedó estupefacto ante semejante predicción e insistió: «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (Lucas 22:31-33).
Pero la profecía de Jesús no tardó en cumplirse. Esa misma noche mientras se encontraba orando con Sus discípulos en el Huerto de Getsemaní, una patrulla de soldados enviado por los sumos sacerdotes y ancianos se presentó en el lugar acompañados de una muchedumbre que llevaba espadas, garrotes y antorchas. Aprehendieron a Jesús y todos Sus discípulos presos del temor huyeron a la desbandada perdiéndose en la oscuridad.
Cuando Jesús era llevado al palacio del sumo sacerdote, Pedro, tratando de armarse de valor «le siguió de lejos» (Marcos 14:54). Al llegar al palacio, Pedro se detuvo al lado de la puerta con la esperanza de observar a la distancia el desarrollo del proceso. Una mujer que hacía las veces de portera del palacio se percató de la presencia de aquella figura nerviosa y sumamente turbada, y mirándole sospechosamente, le preguntó: «¿No eres tú uno de los seguidores de este hombre?» «No, no lo soy», exclamó Pedro.
Momentos después, mientras se calentaba al calor de la fogata que habían encendido los guardias, otra mujer comentó a un grupo de hombres allí reunidos: «También este estaba con Jesús el nazareno. Este es uno de ellos.» Pedro, sin embargo, juró delante de todos: «No conozco a ese hombre».
Conforme se fue tornando más tensa la situación, un hombre que había estado presente durante la captura de Jesús, señaló a Pedro interrogándole en voz alta: «¿Acaso no te vi yo con Él en el Huerto de Getsemaní?» Otros de los presentes también lo acusaron diciendo: «Sin duda alguna tú eres uno de ellos. Por tu acento se nota que eres galileo.» Desesperado, Pedro empezó a invocar una maldición sobre sí mismo y a jurar, insistiendo con vehemencia: «No sé de qué me hablan. ¡Yo no tengo nada que ver con este hombre!» (Marcos 14:70-71).
Nada más terminada su negación, el gallo comenzó a cantar. Y el Señor, mientras era llevado por sus captores a otra parte del palacio, se dio vuelta y miró fijamente a Pedro, que enseguida recordó las palabras de Jesús: «Antes que cante el gallo, me negarás tres veces». Al darse cuenta de lo que había hecho, Pedro apenas podía contener su dolor. Se le llenaron los ojos de lágrimas y dando traspiés se dirigió a la puerta donde empezó a correr a ciegas hasta ocultarse en la noche. Finalmente, en un callejón desierto al pie de los muros de Jerusalén, se dejó caer al suelo y lloró amargamente (Lucas 22:59-62).
Tres días después de Su juicio y brutal crucifixión, Jesús resucitó victoriosamente de entre los muertos. Sus discípulos se hallaban apiñados en un pequeño cuarto, ocultos «por temor a los judíos». Pero Jesús, conociendo su escondite, se les apareció con denuedo. Fue entonces cuando empezó la transformación de sus vidas.
Durante los 40 días posteriores a Su resurrección de los muertos, Jesús anduvo entre Sus discípulos levantándoles el ánimo y explicándoles detalles de la misión que habrían de realizar una vez que Él se marchase. En el día cuarenta, momentos antes de ascender al cielo, dijo a Sus discípulos que retornasen a Jerusalén: «Aguarden la promesa del Padre hasta que sean investidos de poder desde lo alto. Porque recibirán poder cuando haya venido sobre ustedes el Espíritu Santo y me serán testigos» (Lucas 24:49; Hechos 1:8).
Los apóstoles regresaron a Jerusalén y, en compañía de más de 120 condiscípulos, así como de sus mujeres e hijos, se hospedaron en un aposento alto, orando y aguardando, para obedecer el último mandato que les dio Jesús antes de Su ascensión. Al cabo de diez días se produjo una impresionante manifestación del poder de Dios: «Un estruendo como de un viento recio que soplaba llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron muchas lenguas de fuego que se colocaron sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen» (Hechos 2:2-4).
Eso era lo que habían estado aguardando, la fuerza sobrenatural del Señor que los facultara para continuar Su obra ahora que Él ya no estaba con ellos. Entonces, el Espíritu Santo de Dios también transformó la vida y el corazón de Pedro y recibió poder para encabezar a los discípulos en una de las aventuras de testificación más fenomenales de todos los tiempos.
Por aquellos días se celebraba en las calles de Jerusalén una importante fiesta religiosa para la que habían venido visitantes de muchos países para la festividad anual judía de la cosecha. Cuando Pedro y los 120 discípulos ahora rebosantes del Espíritu Santo pusieron pie en las calles de la ciudad, sobrenaturalmente todos empezaron a hablar en los idiomas de las multitudes que ese día visitaban Jerusalén, pese a que ninguno de ellos había aprendido a hablar esas lenguas. Y con gran valor dieron testimonio ante la multitud de las maravillosas nuevas del amor de Dios manifestado en Jesús y Su mensaje de salvación eterna.
Acto seguido, Pedro, de un salto, se colocó en los peldaños de una casa cercana, levantó los brazos y alzó la voz para hacer callar a la enorme multitud. Empezó a hablar con la autoridad y convicción del Espíritu Santo, y la asombrosa cantidad de 3.000 personas no solo se salvaron, sino que se comprometieron ese mismo día a servir al Señor como discípulos.
Pedro era otro hombre, ya no era el que, tras el arresto de Jesús, lo había negado tres veces. Ahora se encontraba antes miles de personas, en la misma ciudad donde habían crucificado a Jesús, proclamando con resolución el mensaje de Dios. Tal como el Señor les había prometido recibieron poder cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo.
Escasas semanas antes, Pedro había pasado por las pruebas y dificultades más duras de su vida, pero ya no había tiempo para remordimientos. Se hallaban en medio mismo de una tremenda explosión de testificación y guiando a otros al reino de Dios, y el Señor estaba obrando por medio de él de formas que Pedro jamás había creído posibles. Había asumido su papel de «fortalecer a sus hermanos», tal como el Señor había orado (Lucas 22:32).
No solo Pedro había recobrado el ánimo, sino que los discípulos estaban felices al ver al Espíritu de Dios obrar y llevar a la gente a la fe en Cristo. Jesús les había encomendado la Gran Misión y les había dado el poder para llevarla a cabo: «Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mateo 28:19-20).
Cuando el Espíritu Santo vino sobre ellos, su fe se fortaleció tanto que superaba a la que tenían cuando Jesús caminaba junto a ellos. Si bien Jesús ya no estaba con ellos físicamente, estaba más cerca que nunca. Recordaron las palabras que Él les había dicho: «Os conviene que Yo me vaya, porque si no me fuera, el Consolador, que es el Espíritu Santo, no vendría a vosotros. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. El que en Mí cree, las obras que Yo hago, él las hará también; y aún mayores hará, porque Yo voy al Padre» (Juan 16:7; 14:12, 16-17).
Poco después de conseguir más de 3.000 nuevos conversos para el movimiento en un solo día, sucedió en otro día que un hombre que era cojo de nacimiento fue sanado instantáneamente por Pedro y Juan ante el asombro de la multitud que presenció el milagro. Cuando Pedro se dirigió a la gran cantidad de gente que vio ese milagro, otros 5.000 se unieron a las filas de los apóstoles, con lo que sumaban ya 8.000 hombres, sin contar mujeres y niños. Sin duda, aquellas eran las «obras mayores» de las que Jesús les había hablado. Jesús no solamente estaba con ellos, sino dentro de ellos por medio del Espíritu Santo.
En los días que siguieron, Pedro y Juan tuvieron que hacer frente a una oleada de persecución promovida por los mismos dirigentes religiosos que habían crucificado a su Salvador. Pero esta vez no hubo miedo o negación. Pedro compareció ante los concilios, dando testimonio con tanto valor y autoridad del Espíritu, que la Biblia dice: «Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús» (Hechos 4:13). ¿Por qué se maravillaron? Porque vieron en ellos el mismo poder que Jesús había manifestado cuando anduvo por la tierra.
Y lo más extraordinario de este relato es que el poder del Espíritu Santo para ser Sus testigos está a disposición de cualquiera que lo reciba. «Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos» (Hechos 1:8). «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lucas 11:13).
Lo que lograron los discípulos luego de la ascensión de Jesús fue resultado de que Cristo viviera primero con ellos y luego en ellos. «Porque tenemos este tesoro en vasijas de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros» (2 Corintios 4:7). Desde luego, a todos nos hace falta ser investidos o bautizados con el amor de Dios y Su precioso Espíritu Santo para tener la fortaleza para ser Sus seguidores.
El Espíritu Santo se recibe primordialmente para darle a uno el poder para ser un testigo. Pero el bautismo del Espíritu Santo también contribuye enormemente a mejorar nuestra relación con el Señor. Nos ayuda a comunicarnos con Dios a través de la oración y nos proporciona mucha mayor comprensión a la hora de leer la Palabra de Dios (Juan 16:13).
«¿Recibiste el Espíritu Santo cuando creíste?» (Hechos 19:2). ¿Has recibido en tu corazón el rebosante poder del Espíritu de Dios desde que recibiste a Jesús y te salvaste? Puedes pedirle a Dios que te llene con el Espíritu Santo haciendo una sencilla oración como esta:
Querido Jesús, te doy las gracias por Tu precioso don del Espíritu Santo. Te pido que me llenes de Tu Espíritu a fin de amarte más, seguirte más de cerca y recibir mayor poder para hablarles a los demás de Tu amor y salvación. Lo pido en Tu nombre. Amén.
Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por la Familia Internacional en 1987. Texto adaptado y publicado de nuevo en abril de 2023.
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