Áncora
Esperanza del alma

¿Buscas una nueva vida?

Vino a la Tierra como un bebé indefenso. Su madre fue una jovencita humilde que lo concibió milagrosamente, ¡sin haber estado nunca con un hombre! Es más, la noticia de su embarazo fue tan escandalosa que, cuando llegó a oídos de su prometido, este de inmediato decidió romper el compromiso. Intervino entonces un poderoso ser celestial que le encargó que se quedara con ella y que protegiera y cuidara a la singular criatura que ella llevaba en su vientre.

Si bien estaba llamado y predestinado a ser Rey de reyes, no nació en un palacio, rodeado de honores y alabanzas de la clase dirigente, sino que vio la luz en el suelo sucio de un establo, entre vacas y burros, y lo envolvieron en trapos para acostarlo en el comedero de los animales.

Su nacimiento no se celebró a bombo y platillos. Tampoco recibió el reconocimiento de las instituciones humanas. Sin embargo, aquella noche, en un monte cercano, unos pastores se sobrecogieron al ver en el cielo estrellado una luz brillante y una multitud de mensajeros angélicos que llenó la noche con su alegre anuncio: «¡Gloria a Dios en las alturas! ¡Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad! Porque ha nacido hoy un Salvador, Cristo el Señor».

Su padre terrenal era carpintero, un modesto artesano con el que trabajó. Adoptó nuestros usos, costumbres y lenguaje a fin de comprendernos y comunicarse con nosotros en el plano de nuestro limitado entendimiento humano. Al ver el sufrimiento de la gente, se llenaba de compasión.

Cuando emprendió la obra de Su vida, fue por todas partes haciendo el bien. No se conformó con predicar Su mensaje; lo vivió. Aparte de atender espiritualmente a la gente, se preocupaba de sus necesidades físicas y materiales. Hizo milagros para curar a enfermos y alimentar a hambrientos, y compartió con ellos Su vida y Su amor. En el curso de Su misión, dio vista a los ciegos, hizo oír a los sordos, sanó leprosos y resucitó muertos.

No le importó adquirir mala fama. Lo acusaron de relacionarse con borrachos, prostitutas y pecadores, los parias y oprimidos de la sociedad. Llegó a decirles que ellos entrarían al reino de los Cielos antes que los dirigentes religiosos que lo rechazaron y repudiaron Su verdad y Su amor.

A medida que Su mensaje de amor se extendía y se multiplicaban Sus seguidores, la jerarquía religiosa se dio cuenta de que aquel hombre constituía una gran amenaza. Por último, acusándolo falsamente de sedición y subversión, lo mandaron detener y procesar. El gobernador romano lo declaró inocente; pero ante las presiones de aquellos beatos, se dejó convencer y decidió ejecutarlo.

En el momento de Su arresto había declarado: «No podrían ni tocarme sin permiso de Mi Padre. ¡Bastaría con que Yo levantara Mi dedo meñique para que Él enviara legiones de ángeles a rescatarme!» Pero Él escogió morir para salvarnos. Nadie le quitó la vida: Él la entregó. Dio Su vida por Su propia voluntad e iniciativa.

De todos modos, ni Su muerte dejó satisfechos a Sus adversarios. Estos, para asegurarse de que Sus seguidores no robaran el cadáver y dijeran luego que había revivido, colocaron una enorme piedra a la entrada de la tumba y dejaron allí apostado, en misión de vigilancia, un destacamento de soldados romanos. Tal maniobra resultó inútil, toda vez que esos centinelas fueron testigos presenciales del mayor de los milagros: en efecto, a los tres días de que colocaran Su cuerpo sin vida en aquel frío sepulcro, resucitó, ¡venciendo para siempre a la muerte y el infierno!

En los más de 2.000 años transcurridos desde aquel día prodigioso, Jesucristo ha influido más en el devenir de la Historia y la civilización y ha hecho más por mejorar la condición humana que ningún dirigente, organización, gobierno o imperio. Ha librado a miles de millones de personas del temor y la incertidumbre de una tumba sin esperanza, y ha concedido vida eterna y comunicado el amor de Dios a cuantos han invocado Su nombre.

Jesucristo no es un simple filósofo, maestro, rabino o gurú. Ni siquiera es un profeta más. Es el Hijo de Dios. Dios, el gran Creador, es omnipotente, omnisciente, está en todas partes y en todo. Con nuestra limitada mente humana jamás podríamos llegar a entenderlo. La Biblia dice que Él es amor (1 Juan 4:8), y ama tanto al mundo que envió a Jesús en forma de hombre para mostrarnos cómo es Él y acercarnos a Él.

Jesús es amor y es Dios. Nadie más ha muerto por los pecados del mundo y resucitado. Es el único Salvador. Dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por ».

¿Cómo puedes saber sin asomo de duda que Jesucristo es realmente el Hijo de Dios, el camino que conduce a la salvación? Pues pidiéndole sinceramente que se te manifieste. Él existe de verdad, y te ama tanto que murió en tu lugar y sufrió por tus pecados para ahorrarte a ti esa experiencia, si tan solo te abres a Él y aceptas la vida eterna que te ofrece.

Invítalo. Se convertirá en tu amigo y compañero más querido, y estará siempre a tu lado. No hay mejor amante que Él, que vino por amor, vivió con amor y murió por amor a fin de que nosotros vivamos y amemos eternamente.

Si deseas aceptar a Jesús en tu corazón y en tu vida, haz sinceramente esta oración:

Querido Jesús, perdóname todos mis pecados. Creo en Ti, creo que moriste por mí y que eres el Hijo de Dios. Te ruego que entres en mi vida. Te abro la puerta de mi corazón y te invito a vivir en mí. Ayúdame a hablar de Ti a los demás para que ellos también lleguen a conocerte. Amén.