Un corazón devoto a la adoración
Peter Amsterdam
«Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, la honra y el poder, porque Tú creaste todas las cosas; por Tu voluntad existen y fueron creadas». Apocalipsis 4:11[1]
Hablando con la samaritana junto al pozo de Sicar, Jesús dijo: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que lo adoren»[2].
Dios busca a quienes lo adoren en espíritu y en verdad. Nosotros, los que amamos y queremos complacer a Dios, debemos esmerarnos por adorarlo —en espíritu y en verdad— por el hecho de que Él lo desea. Pero, ¿cómo adoramos debidamente, en espíritu y en verdad?
La palabra adorar proviene del latín adorāre, y significa reverenciar con sumo honor o respeto a un ser, considerándolo como cosa divina. Es reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido y también amar con extremo. Adorar a Dios es atribuirle la estimación que le corresponde; reconocer, expresar y honrar Su valía, Su mérito. Donald Whitney lo expresa así: «El Santo y Todopoderoso Dios, el Creador y Sustentador del Universo, el Juez Soberano a quien debemos dar cuenta de nuestras acciones, es digno de todo el reconocimiento y honra que podamos tributarle y de infinitamente más».
La base del mérito de Dios y por tanto de nuestra adoración reside en Su naturaleza y carácter, en Sus atributos y Su esencia. Es el Creador de todo lo visible y lo invisible. Es todopoderoso, omnisciente, inmutable, infinito, eterno, omnipresente. Entre otras virtudes, encarna sabiduría, verdad, fidelidad, bondad, amor, misericordia, gracia, paciencia, santidad, rectitud y justicia. Si bien nosotros, seres creados a imagen y semejanza de Dios, poseemos algunos de estos atributos en pequeñas proporciones, Dios encarna esos atributos. Siendo Él quien creó de la nada todo lo que existe, es infinitamente mayor que nosotros y por tanto digno de ser adorado.
Amén de ser nuestro Creador, Él también es nuestro Redentor. Posibilitó que nosotros, siendo pecadores, nos reconciliáramos con Él. Actuó por medio del sacrificio de Jesús para traer salvación a todos los que creen en Él y aceptan Su redención. Nos redimió del pecado y de la muerte, y por ende es digno de nuestra alabanza. «Si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por Su vida. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación»[3].
Adoramos a Dios, porque es digno de nuestra adoración, toda vez que es mucho mayor que todo ser o cosa que exista. En la medida en que lo vamos conociendo mejor y adquiriendo un mayor entendimiento de Su amor y poder, de todo lo que ha hecho y hace constantemente por nosotros, entendemos con mayor claridad que debemos tributarle nuestra veneración. Su Palabra nos enseña que Él nos creó para Su gloria[4]. Por tanto, debemos hacer todas las cosas para la gloria de Dios[5]. Nuestra razón de ser en la vida es cumplir el propósito para el que fuimos creados: glorificar a Dios.
La palabra del Antiguo Testamento hebreo que se suele traducir por «adorar» es shajá, que quiere decir postrarse delante de alguien, inclinarse con una reverencia, respeto y homenaje humildes. El vocablo griego empleado en el Nuevo Testamento es proskuneo, que significa besar la mano, postrarse, inclinarse, mostrar reverencia, adorar, el acto de tributar homenaje. Representa nuestra actitud interior de veneración y respeto hacia Dios[6]. Expresa nuestra rendición y sumisión a Él y nuestro reconocimiento de Su majestad, santidad y de que Él es quien gobierna nuestra vida.
Rendir culto a Dios es el tributo que legítimamente debemos al que se nos ha revelado como Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo; que nos ha enseñado Su voluntad y Su propósito por medio de Su Palabra. Es el modo en que le retribuimos por haber entablado relación con nosotros por medio de Cristo y por el don de salvación que hemos recibido gracias a Su amor y sacrificio.
En tiempos del Antiguo Testamento el culto a Dios se centraba primordialmente en los ritos sacrificiales, la ofrenda de animales como medio de obtener el perdón de los pecados y a la vez como manifestación de gratitud y alabanza a Dios. A partir de la época de Moisés dichos sacrificios se celebraban en el tabernáculo y posteriormente en el templo de Jerusalén, el lugar en que Dios habitaba con Su pueblo. La mayoría de la gente solo tenía acceso al patio del templo; los sacerdotes, en cambio, sí podían entrar al atrio exterior, denominado el Lugar Santo. No obstante, el único que tenía acceso al Santo de los Santos —la cámara más recóndita del templo donde moraba la presencia de Dios— era el sumo sacerdote, al que en todo caso solo se le permitía entrar una vez al año.
El Nuevo Testamento nos enseña que el rito sacrificial perdió su vigencia una vez que Jesús ofrendó Su vida por nosotros en un solo sacrificio válido para todos los tiempos[7] y que por lo tanto ya no es necesario realizar ningún otro sacrificio en aras del perdón de los pecados y la reconciliación con Dios. Gracias a Su muerte sacrificial, ahora tenemos acceso directo a la presencia de Dios por medio de la oración, la alabanza y la adoración. Los creyentes somos «linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclame[mos] las obras maravillosas de aquel que [nos] llamó de las tinieblas a Su luz admirable»[8].
Como Jesús le explicó a la samaritana, la adoración no está ya vinculada a un lugar determinado como lo estuvo en otros tiempos; ahora se basa en la relación entre el adorador y Dios, una relación hecha posible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Ya no hace falta acudir a la morada de Dios —el templo— a fin de adorar. Llegó la hora en que Jesús hizo de enlace entre Dios y la humanidad, mediante la salvación propiciada por Su muerte y resurrección.
Al afirmar que Dios busca adoradores que le rindan culto en espíritu y en verdad, Jesús expresaba que el verdadero culto trasciende las palabras que brotan de nuestros labios. Consiste en que nuestro espíritu se conecte con el Suyo en los momentos en que comulgamos con Él y en adorar a Dios por lo que es, tal y como nos ha revelado en Su Palabra.
Cuando adoramos al Señor, lo hacemos con respeto, reverencia y sobrecogimiento. «Adoremos a Dios con la devoción y reverencia que le agradan»[9].
Muchos versículos de la Biblia hacen referencia al temor del Señor. La palabra hebrea que traducida por temor conlleva el sentido de reverencia, sobrecogimiento o veneración. Cuando entendemos temer al Señor en esos términos logramos dimensionar las bendiciones que se les prometen a quienes reverencian al Señor y se estremecen en Su presencia. Él se complace en ellos[10], se compadece de ellos[11], los bendice[12] y les brinda Su amistad[13]. Además, Su amor estará siempre con ellos.
«El amor del Señor es eterno y siempre está con los que le temen; Su justicia está con los hijos de sus hijos»[14].
Publicado por primera vez en mayo de 2014. Texto adaptado y publicado de nuevo en junio de 2018.
[1] NVI.
[2] Juan 4:23.
[3] Romanos 5:10,11.
[4] Isaías 43:6,7 (DHH).
[5] 1 Corintios 10:31 (NVI).
[6] Alexander, T. D. y Rosner, B. S., eds., en New Dictionary of Biblical Theology (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2000).
[7] Hebreos 10:12.
[8] 1 Pedro 2:9 (NVI).
[9] Hebreos 12:28 (DHH).
[10] Salmo 147:11 (NVI).
[11] Salmo 103:13 (NBLH).
[12] Salmo 115:13 (BLPH).
[13] Salmo 25:14 (NVI).
[14] Salmo 103:17 (NVI).
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