Tres historias acerca del amor
Entre la espada y el amor de Dios
Cierta mañana, antes de salir a trabajar, Andrew le anunció a su esposa que por fin se había decidido a pedirle a su jefe un aumento de sueldo. Andrew se pasó el día muerto de nervios y preocupado de cómo le iría. ¿Y si el Sr. Larchmont se negaba a concederle el aumento? Andrew había trabajado durísimo los últimos dieciocho meses y había asegurado varios clientes importantes para la agencia de publicidad Braer & Hopkins. Claro que se merecía el aumento de sueldo.
La sola idea de entrar al despacho del Sr. Larchmont hacía que Andrew sintiera mariposas en el estómago. Hacia el final de la tarde juntó el valor para acercarse a su superior. Para su sorpresa, el Sr. Larchmont accedió sin problema a subirle el sueldo.
Esa noche al llegar a su casa —excediendo todos los límites de velocidad habidos y por haber— encontró la mesa hermosamente puesta con la vajilla fina y velas encendidas. Su esposa Tina había preparado una cena exquisita que incluía sus platos favoritos. De inmediato se dio cuenta de que alguien de la oficina le había adelantado la noticia.
Junto a su plato Andrew encontró una notita escrita con prolija caligrafía. Decía: «Felicitaciones, mi amor. ¡Sabía que te darían el aumento! Te preparé esta cena para demostrarte lo mucho que te quiero. ¡Me siento orgullosísima de tus logros!» La leyó y se quedó pensando en lo sensible y cariñosa que era Tina.
Después de la cena, cuando Andrew se disponía a servirse el postre en la cocina, observó que a Tina se le había caído del bolsillo otra notita. Se agachó para recogerla del suelo de cerámica y la leyó. «No te preocupes por no haber obtenido el aumento. ¡De todos modos te lo mereces! Eres un excelente proveedor y te preparé esta cena para demostrarte lo mucho que te quiero, aunque no te hayan subido el sueldo».
De pronto a Andrew se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Aceptación total! Tina lo apoyaba de manera incondicional; no lo medía por su éxito laboral.
A menudo el temor al rechazo disminuye cuando sabemos que alguien nos ama independientemente de si somos exitosos o no. En mi experiencia como pastor, de donde más ánimo derivo es del amor de nuestro Padre celestial. Siempre y cuando me esfuerce y trabaje con tesón, Dios me respalda pase lo que pase. No me reprocha los errores que cometo ni mis fracasos.
¡Todo lo contrario! Sana mis heridas y me da la oportunidad de volver a intentar justo en aquello en lo que me va mal. Otra manera en la que el Señor me manifiesta Su aceptación es por medio del refuerzo positivo que me brinda mi esposa.
Podemos superar prácticamente cualquier circunstancia adversa o rechazo cuando sabemos que otra persona nos ama. ¿Por dónde empezar? Descubriendo la misericordia y la compasión incondicionales de nuestro Padre celestial, manifestada en el regalo que nos hizo al dar a Su hijo, Jesús. «Nosotros lo amamos a Él, porque Él nos amó primero» (1 Juan 4:19 RV60). Adaptado por Louis Lapides
El amor es acción
Llevé de compras a mi hija Helen (de ocho años), y a mi hijo Brandon (de cinco) a la plaza comercial Cloverleaf, en Hattiesburg. Cuando nos acercábamos a la plaza, de pronto vimos un inmenso camión tipo tráiler —de esos de dieciocho ruedas— con un enorme letrero que decía «zoológico interactivo», estacionado en la entrada. De inmediato los niños, emocionados, empezaron a preguntarme:
—Papá, papá, ¿podemos ir? ¡Por favor! ¡Déjanos ir!
—Claro —les respondí. Y enseguida les di unas monedas y seguí camino hacia la tienda departamental. Salieron disparados, cosa que me dio el tiempo justo que necesitaba para ponerme a buscar una caladora —una sierra especial para contornos— que quería comprar. Los zoológicos interactivos se montan colocando una cerca portátil en un centro comercial para cerrar un espacio y echando unos quince centímetros de aserrín donde ponen varios animalitos de todo tipo. Pagando unas monedas, a los niños les dan acceso al área cercada donde pueden acariciar, felices, a las criaturitas mientras sus padres se dedican a hacer compras.
Unos minutos más tarde, me volví y vi que Helen caminaba detrás de mí. Me sorprendió que hubiese preferido venir a la ferretería conmigo en vez de ir a ver los animales del zoológico interactivo. Además, pensaba que los niños tenían que esperar a que sus padres pasaran a recogerlos para poder salir. Me incliné a preguntarle qué había pasado.
Me miró con sus enormes ojos marrones y me dijo con tristeza:
—Lo que pasa, papi, es que cuesta cincuenta centavos. Y como nos diste veinticinco a cada uno, yo le regalé mi parte a Brandon para que le alcanzara para entrar—. Tras lo cual dijo la frase más hermosa que haya escuchado jamás. Repitió el lema de nuestra familia: «¡El amor es acción!»
Le había dado su parte a Brandon, cuando no hay ser humano en esta tierra que tenga la fascinación por los animalitos que tiene Helen. Nos había visto a mí y a mi esposa practicar y decir «el amor es acción» por años en casa. Lo había escuchado y ahora lo había incorporado a su joven vida. Se había vuelto parte de ella.
¿Qué creen que hice? Pues bien, seguramente no lo que imaginan. Primero, nos dirigimos hacia el zoológico, ya que Brandon se había quedado solo. Nos situamos junto a la cerca y miramos cómo Brandon acariciaba a los animales, fascinado. Con las manos y la barbilla apoyadas sobre la cerca, Helen se quedó mirando a Brandon. Mientras tanto, los cincuenta centavos que yo tenía en el bolsillo por poco me quemaban, pero en ningún momento se los ofrecí a Helen, ni ella me los pidió.
Porque ella sabía bien que el lema familiar no rezaba en realidad «el amor es acción», sino «el amor es una acción que conlleva SACRIFICIO». Al amar siempre se paga un precio. Amar cuesta. Amar sale caro. Cuando uno ama, los beneficios se acumulan en cuenta ajena. El amor es para el otro, no para uno mismo. El amor da, no toma. Helen le dio su moneda a Brandon y quiso llevar las cosas hasta el extremo, hasta haber aprendido la lección. Quiso experimentar ese lema familiar. El amor es una acción que conlleva sacrificio. Dave Simmons, «Papá, el coach de la familia».
¡Hazlo ya!
En una clase para adultos que imparto, hace poco hice «lo imperdonable». ¡Les dejé tarea a mis alumnos! La tarea consistía en «acercarse a un ser querido en el transcurso de la siguiente semana y decirle que lo aman. Tiene que ser para alguien a quien jamás le hayas dicho esas palabras, o al menos no se las hayas dicho en mucho tiempo».
Sé que no suena muy difícil una tarea así, hasta que uno se detiene a pensar que la mayoría de los hombres del grupo tenía más de 35 años y se habían criado en esa generación de hombres a los que se les enseñó que expresar emociones no es de machos. Revelar los sentimientos o llorar (¡Dios nos libre!) sencillamente no se hacía. De modo que la tarea fue todo un reto para algunos.
Al inicio de la siguiente clase, pregunté si alguien quería contarnos lo que le había sucedido cuando le expresaron a alguien su amor de manera explícita. Me esperaba que una de las mujeres tomara la palabra, como solía pasar, sin embargo en esa oportunidad uno de los hombres levantó la mano. Se lo veía bastante conmovido y un poco nervioso.
Se levantó lentamente de su silla hasta poner de pie su enorme humanidad (medía como un metro noventa), y comenzó diciendo: «Dennis, la semana pasada me sentí bastante molesto contigo cuando nos dejaste esa tarea. Pensaba que no tenía a nadie a quien pudiera decirle esas palabras, y además, ¿quién eras tú para decirme que hiciera algo tan personal como eso? No obstante, cuando comencé a conducir rumbo a casa, empecé a sentir una punzada en la conciencia. La voz de la conciencia me dijo exactamente a quién debía decirle te amo. Sucede que hace cinco años mi padre y yo tuvimos un tremendo desacuerdo que nunca llegamos a resolver. Evitábamos vernos a menos que no nos quedara más remedio, como en las navidades u otras reuniones familiares. Pero aun en esas ocasiones prácticamente no nos dirigíamos la palabra. Así que, el martes pasado cuando llegué a casa ya estaba totalmente convencido de que le diría a mi padre que lo amaba.
»Puede que suene extraño, pero el solo hecho de haber tomado esa decisión pareció quitarme un enorme peso de encima.
»Al llegar a casa, fui directamente a decirle a mi esposa lo que estaba a punto de hacer. La encontré ya en cama, pero igual la desperté. Cuando se lo conté, no solo se levantó de la cama sino que dio un salto y me abrazó del cuello, y por primera vez en nuestra vida de casados me vio llorar. Nos quedamos despiertos por horas tomando café y conversando. ¡Fue genial!
»A la mañana siguiente me levanté muy temprano. Me sentía tan emocionado que casi no pude dormir. Llegué temprano a la oficina y logré más en dos horas de lo que había hecho en todo el día anterior.
»A las 9:00 llamé a mi padre para preguntarle si podía ir a verlo después del trabajo. Cuando contestó el teléfono, simplemente le dije: “Papá, ¿puedo pasar por tu casa hoy después del trabajo? Quiero decirte algo.” Mi papá respondió en tono gruñón: “¿Y ahora qué? Le aseguré que no tomaría mucho tiempo, así que por fin accedió.
»A las cinco y media de la tarde estaba en casa de mis padres tocando el timbre y rogando que papá abriera la puerta. Temía que si contestaba mi madre, me arrepentiría y acabaría diciéndoselo a ella. Por suerte, contestó mi padre.
»No perdí ni un segundo: di un paso hacia adentro y dije: “Papá, simplemente vine para decirte que te quiero”.
»Fue como si de pronto mi padre hubiera sufrido una transformación. La expresión se le suavizó, las arrugas parecieron desaparecer de su rostro, y rompió en llanto. Se me acercó, me dio un abrazo y me dijo: “Yo también te quiero, hijo, solo que jamás he sido capaz de decírtelo”.
»Fue un momento tan sagrado que no quise ni moverme. Mamá se nos acercó con los ojos llenos de lágrimas. La saludé con la mano desde donde estaba y le mandé un beso volado. Papá y yo nos abrazamos un rato más y luego me fui. No me había sentido así de bien en mucho tiempo.
»Pero ahí no acaba la cosa. Dos días después de mi visita a mi padre, que tenía problemas cardiacos (solo que no me lo había contado) le dio un paro y acabó en el hospital, inconsciente. No sé si saldrá adelante.
»Por eso, mi mensaje para todos ustedes es: No esperen para hacer lo que saben que tienen que hacer. ¿Qué habría sucedido si hubiese esperado a decirle a mi padre que lo amaba? Tal vez no habría vuelto a tener la oportunidad. ¡Tómense el tiempo para hacer lo que tienen que hacer y háganlo ya!» Dennis E. Mannering
Traducción: Irene Quiti Vera y Antonia López.
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