Lidiar con la pérdida
George Sosich
Hace veinte años pasé una etapa de mi vida sumamente difícil. A los 37 años tuve insuficiencia renal y me vi obligado a empezar un tratamiento de diálisis para preservar mi vida. Mi esposa y yo teníamos cinco hijos y temíamos por mi vida y nuestro futuro. Mi familia y amigos se unieron para ayudarnos durante esta prueba de fuego y, tras cuatro años de mala salud y tratamiento con diálisis, Dios intervino milagrosamente enviando a mi querida hermana que me donó uno de sus riñones. La operación fue exitosa y si bien cuidar del nuevo riñón presentó algunos retos, salvó mi vida, y tanto mi esposa y mis hijos como yo sentimos mucho alivio y gratitud.
Sin embargo, el alivio no duró mucho, pues al poco tiempo de haberme recuperado de la operación y la vida parecía volver a cierto tipo de normalidad, mi bella esposa murió repentinamente a raíz de un aneurisma cerebral. Solo tenía 34 años. Fue una pérdida devastadora y no parecía tener sentido alguno, pues ocurrió rápidamente tras la maravillosa victoria del trasplante y mejora de mi salud. Mis cinco hijos y yo lloramos, y nuestros familiares y amigos se nos unieron en nuestro lamento.
Pasar por la insuficiencia renal, diálisis y el subsiguiente trasplante parecía una batalla monumental que requirió toda mi fe y fortaleza. Pero lidiar con la inesperada muerte de mi querida esposa y madre de nuestros hijos poco tiempo después fue una batalla totalmente distinta, una para la que no estaba preparado en lo más mínimo. En pocas palabras, me derrumbé emocionalmente. No tenía la posibilidad de seguir adelante. Estaba destruido por dentro y me llevó mucho tiempo recuperarme. ¿Cómo lo logré?
Gracias a Dios, nuevamente familiares y amigos se unieron para apoyarnos e hicieron todo lo posible por ayudar a los niños y a mí. Fue de gran bendición contar con el apoyo de una comunidad tan amorosa. Ellos sabían que estábamos sufriendo y corrieron al rescate sin vacilar. Que Dios los bendiga.
Durante unos seis meses después de la muerte de mi esposa, me quedé quieto, aceptando el consuelo y la ayuda de familia y amigos, adaptándome al nuevo riñón y cuidando de mis hijos. A pesar de seguir batallando por dentro, sentí que era hora de seguir adelante con mi vida y regresar a Japón a mi trabajo y campo de misión. (Habíamos ido a Australia, mi país de origen, para el trasplante de riñón.) Ocuparme en esas actividades fue de gran ayuda en mi proceso de curación. Pero aunque ponía cara de valiente, por dentro seguía emocionalmente destrozado. Todavía no había pasado la tormenta.
También seguía con problemas de salud pues mi cuerpo aún no se había adaptado al nuevo riñón y tenía que tomar medicamentos inmunosupresores cada doce horas para impedir el rechazo. Estuve varias veces hospitalizado por diversas enfermedades y otras dolencias que adquirí porque mi sistema inmunológico era débil. En cada ocasión corría peligro de perder mi nuevo riñón. Batallaba con el temor de qué pasaría con mis hijos si perdía el riñón y mi salud se volvía a deteriorar o, peor aún, si moría también. Y, claro, también tenía que realizar mi labor de padre con mis pequeños y guiarlos en su dolor y miedos. Todo aquello era demasiado para mí y cada día tenía que depender de la misericordia de Dios.
Continué recibiendo gran solidaridad y ayuda de otros, pero había un límite a lo que ellos podían hacer. No podían remendar mi corazón quebrantado. En realidad, tenía la impresión de que nadie entendía realmente por lo que estaba pasando. ¿Cómo iban a poder? Ninguna de mis amistades de cuarenta y tantos años había sufrido la pérdida de su pareja y al mismo tiempo tenía una enfermedad crónica que podía acabar con su vida. Esa era la parte de la batalla que tenía que pelear yo solo en lo recóndito de mi ser. Me sumergí en la Palabra de Dios. Leía pasajes reconfortantes y fortalecedores de la Biblia y de escritores cristianos. De ello me consolaba saber que mi esposa estaba feliz y saludable en el cielo con nuestro amado Señor y que un día todos nos volveríamos a ver. También hallé seguridad en que si ponía mi confianza en Él, la tormenta que había en mi interior con el tiempo pasaría.
Mientras la tormenta seguía su curso, hubo varias ocasiones en que me derrumbé emocionalmente y lo único que podía hacer era recostarme y sollozar incontrolablemente durante horas. Fueron las horas más oscuras de mi vida. Pero fue allí donde Dios se encontró conmigo de un modo milagroso. Cada vez que esto ocurría, veía, en una visión mental, la escena de una cama de hospital. El paciente en la cama era yo y me encontraba en un estado muy crítico. Estaba rodeado de un personal médico que me miraba comprensivamente. Tenía la clara impresión de que representaban al Señor, que era el doctor, y Sus ángeles, conformado por el personal de enfermería. Presentí que hacían todo lo posible por ayudarme, pero que mis heridas se encontraban en tan mal estado que tardaría mucho tiempo en curarme y rehabilitarme. Sin embargo, no parecían estar preocupados por mí y tenían la certeza de que me recuperaría por completo. Es increíble el consuelo y las fuerzas que recibía de esa visión recurrente. Cada vez, tras horas de sollozar desde las profundidades de mi alma, podía levantarme y encarar nuevamente la vida. De algún modo, en cada ocasión, nuestro maravilloso Señor me sacaba adelante.
Ese período duró alrededor de dos años y entonces, tras un total de siete largos años de lucha, el sol por fin salió. Mis hijos y yo nos recuperamos emocionalmente, mi cuerpo aceptó bien el nuevo riñón, y conocí a mi nueva esposa, que me ayudó a salir del pozo. Estamos felizmente casados y tenemos dos hermosos niños pequeños.
No importa la profundidad del dolor, nuestro Señor se agacha misericordiosamente a consolarnos y fortalecernos en nuestro momento de más acuciante necesidad. Lo sé porque lo viví en carne propia.
Les paso algunos versículos bíblicos que me dieron mucha confianza:
Por la noche durará el lloro y a la mañana vendrá la alegría. Salmo 30:5
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. 2 Corintios 1:3,4
Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu. Salmo 34:18
El sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas. Salmo 147:3
Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación. Mateo 5:4
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