La grandeza que pasa desapercibida
Stephen Altrogge
El domingo por la noche tuve el enorme privilegio de ver a mi abuelo cruzar la línea de meta. Al igual que muchos otros peregrinos, cruzó el río de la muerte y se reencontró con su Salvador en la otra orilla. Un momento respiraba el aire viciado de una máscara de oxígeno y al siguiente inhalaba las glorias del Cielo.
Según la perspectiva del mundo, mi abuelo no fue un gran hombre. Nunca tuvo amigos en Facebook ni seguidores en Twitter. Jamás escribió un libro. No habló en conferencias ni editó videos populares en las redes sociales. Nunca escribió un blog. Jamás cantó en un evento deportivo. No participó de las Olimpiadas ni fue inspiración para un segmento motivacional del canal ESPN.
En el transcurso de su vida salió en televisión dos veces. La primera, en un programa llamado Bolos por dólares (Bowling For Dollars), en la que los participantes intentaban ganar dinero jugando a los bolos. Me parece que ganó unos 100 dólares. La segunda vez transmitió parte de un juego de los Mets de Nueva York junto a los comentaristas de turno. Cometió el error de confundir en repetidas ocasiones a los Mets con los Gigantes. Debo admitir que no fue su mejor momento.
A pesar de nunca gozar de fama, fue muy importante a los ojos de Dios. Es lo interesante de la grandeza en el sentido bíblico. En la Biblia, la verdadera grandeza casi nunca se da a conocer, porque suele incluir la realización de tareas que nadie más ve.
Nadie vio a mi abuelo ayudar a su vecino ciego, Homero, a pagar las cuentas.
Nadie presenció las clases semanales de la Biblia que mi abuelo dictaba en la casa de retiro Saint Andrew.
Nadie vio a mi abuelo transportar sangre regularmente desde el banco de sangre de Indiana a Johnstown, un viaje de ida y vuelta de dos horas y media.
Nadie vio a mi abuelo llevar a Tom y Tony —dos ancianos pensionistas— a hacer la compra todas las semanas.
Todos los meses pintaba y enviaba alrededor de treinta tarjetas de cumpleaños a amigos y feligreses de la iglesia que frecuentaba. En el curso de su vida pintó alrededor de 6.000 tarjetas. El mayor reconocimiento que recibió por esa enorme tarea fue un artículo en el periódico de la localidad.
Mi abuelo era la antítesis de las celebridades con las que se obsesiona nuestra cultura. Compraba en Wal-Mart. Una vez se sacó una muela podrida con un par de alicates. Hacía las veces de árbitro en los juegos de softball de la iglesia. Era veterano de la Segunda Guerra Mundial y ciertamente no guardaba un concepto elevado de sí mismo.
Pero era muy importante a los ojos de Dios. Poco antes de su último aliento, le leí Mateo 25:20-21:
Se acercó el que había recibido cinco talentos y trajo otros cinco talentos, diciendo: Señor, cinco talentos me entregaste; aquí tienes, he ganado otros cinco talentos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Entra en el gozo de tu señor.
Me encantaría haber escuchado el júbilo de los presentes cuando Jesús le repitió a mi abuelo esas palabras al recibirlo en su morada celestial.
Publicado en http://www.theblazingcenter.com/2014/02/true-greatness-never-goes-viral.html. Traducción: Sam de la Vega y Antonia López.
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