La bondad se ofrece libremente y recibirla tiene un valor inestimable
Mila Nataliya A. Govorukha (desde Járkov, Ucrania)
Entro. A mi alrededor escucho un idioma melódico, pero no entiendo nada.
¿Cuántas veces he estado en un lugar parecido? Una organización sin fines de lucro que ayuda a los necesitados: personas con diversas discapacidades, a veces es difícil incluso solo mirarlas; niños con necesidades especiales, con ceguera, sordera, síndrome de Down; madres solteras con su bebé en un cochecito, un niñito de la mano y una gran mochila que cargan sobre un hombro; huérfanos con los ojos muy abiertos y mirada inquisitiva; ancianos agotados, tristes o muy conversadores; y claro, los refugiados que vienen de cada rincón imaginable del mundo.
En esos lugares hay un ambiente especial. No es fácil describirlo. Con nuestros propios ojos vemos de cerca vidas quebrantadas y el sufrimiento en su realidad más dura, silenciosa, cotidiana. Se libra una intensa batalla en el suelo de una mente empañada, un alma atormentada y un corazón con mucho pesar. Y también se pueden notar fácilmente la desesperación que se encuentra con la esperanza, la indiferencia que se enfrenta con la acción, la depresión que se encuentra frente a las buenas obras de quienes se interesan.
¿Por qué los que se interesan prestan ayuda? Podría haber muchas razones: transformar el mundo, tratar de mejorar la situación, arreglar por lo menos algunos problemas, tal vez incluso salvar una vida, ayudar a personas reales, devolver algo a la sociedad, vivir con sentido. Por años participé en muchas labores voluntarias en diversas partes del mundo. ¿Qué me motivó? ¿Empatía? ¿Fe en Dios? ¿La habilidad de poder hacer algo bueno? ¿Un deseo de ser útil? Tal vez un poco de todo.
¿Alguna vez han estado en un lugar así?
Imaginen un par de cuartos que se utilizan para todo, con mesas y sillas combinados de manera extraña. Estanterías llenas de ropa de todos los estilos, tamaños y colores posibles. Cochecitos y artículos para bebé cuidadosamente guardados en un rincón. Todas las paredes del edificio con montones de paquetes de alimentos enlatados. Quizá un montón de cajas de artículos de higiene y medicinas. Tal vez una zona con pequeñas mesas y sillas con unas cuantas cajas de juguetes, libros de portadas brillantes y artículos de papelería en colores: un pequeño reino de actividades para niños. Y claro, lo más importante, el motor de un espacio como ese: las personas. Algunas llevan camisetas idénticas de colores vivos o con alguna insignia para que se las pueda reconocer fácilmente. Podrían ser estudiantes universitarios, amas de casa de edad mediana, jubilados llenos de energía; son personas comunes que marcan una diferencia.
Sonríe; El corazón de un niño; Amemos; Manos que ayudan; Interés en acción; Un corazón lleno de sonrisas; Ayudemos; Ven antes del invierno; Rayo de esperanza; Misión de la familia; Doctor payaso. Esos son nombres verdaderos de organizaciones humanitarias o grupos de voluntarios. He sido miembro de algunos de ellos y he participado en labores voluntarias durante más de la mitad de mi vida, en Rusia, Bosnia y Herzegovina, Croacia, Alemania, Rumania, las Filipinas, Moldavia, Irak, y claro, en Ucrania, porque soy ucraniana.
Participé en muchas labores en Ucrania. Cinco años en la región de Járkov. Visitamos orfanatos, dimos funciones de títeres, llevamos regalos y a mediados de los años noventa contamos con la participación de alumnos en la labor voluntaria. A principios de la década de 2000 me trasladé a la parte occidental del país, distribuyendo ayuda humanitaria a zonas remotas de los montes Cárpatos. Dediqué dos años, entre 2015 y 2017, a participar y dirigir campamentos para niños de familias desplazadas de la región de Donetsk. Más recientemente, antes del COVID, desempeñé labores voluntarias con un grupo que creó murales en instituciones para niños, con la participación de adolescentes de enseñanza media.
Todo eso, incluso el último mural pintado en diciembre de 2021, parece como un pasado lejano. Una vida anterior. Antes de la guerra.
Mi tierra amada, asombrosa, torturada, y ahora la mitad del país ha sido devastado. ¿Podré volver algún día? ¿Alguna vez pensé que estaría huyendo para salvar la vida? Reuní toda la información disponible para la condición de refugiada, derechos, posibilidades y las limitaciones del estatuto de protección temporal. Traté de por lo menos tener algo parecido a un plan. Me preguntaba cuánto tiempo duraría la guerra. Superando el sinfín de imágenes negativas con lo que a veces parecen plegarias débiles e imprecisas.
Así pues, entro.
Me dijeron que puedo pedir información en esa asociación, enclavada en una calle sencilla de un pequeño pueblo de Europa Occidental, a donde llegué en mi huida. Una persona muy amable me saluda en la puerta (¡gracias a Dios, en inglés!) y me ofrece un té o café (de hecho se puede elegir, y si se prefiere, con azúcar y leche). Me extiende una galleta envuelta en plástico transparente.
Estoy en un pequeño patio con bancas sencillas llenas de personas de por lo menos 15 nacionalidades, que esperan su turno. Hay varios ancianos sin hogar, dos señoras europeas, mayores de 60 años y pobremente vestidas, varias madres jóvenes africanas con un montón de niños sonrientes e inquietos, un hombre de treinta y tantos años en silla de ruedas acompañado de una mujer, un grupo de tímidos adolescentes árabes.
Otra persona con una insignia me lleva al interior, por un corredor, a una pequeña oficina donde apenas caben dos mesas y seis sillas. Una señora sonriente de mediana edad escucha con atención a la intérprete, una muchacha tímida y de poca estatura.
Ofrecen todo lo que tienen. ¿Qué necesito? ¿Comida? ¿Vegetariana? ¿Zapatos? ¿Qué número? ¿Champú, cepillo de dientes? ¿Quiero asistir a clases de idiomas? ¿Quiero un corte de pelo gratuito?
Valery, la peluquera de habla inglesa de 52 años, llena de vida, me lleva al cuarto contiguo, que es del tamaño de un guardarropa grande. Me abraza cuando le digo que soy ucraniana. Me ofrece una silla sencilla para sentarme, me cubre con una capa negra para cortar el pelo, con una cinta adherente alrededor del cuello y me pregunta qué corte de pelo quiero.
En ese momento lloro. ¿Por qué? Ya no estoy segura. Una lágrima corre lenta y silenciosamente por mi mejilla. Mi vida nunca será la misma.
Mantiene una conversación animada. Me cuenta un poco de su vida (¡una vida normal!). Prefiere el café solo, sin azúcar ni leche. Tiene un hijo adulto que vive en Italia. Y me pregunta varias veces el largo que prefiero en el pelo por atrás o en el flequillo. Es contadora, trabaja en una ciudad vecina. Una vez al mes lleva a cabo aquí una labor voluntaria.
Me siento atendida, bienvenida, descansada y comprendida. Al final, me da una pequeña tarjeta color azul claro con sus datos de contacto y me dice: «Escríbame. Lo que sea que necesite. Cualquier pregunta. O simplemente podemos encontrarnos para tomar café y conversar».
Agradezco profundamente a Valery, la señora que me registró y que me explicó cómo me pueden ayudar aquí, a los voluntarios en el corredor, a los hombres en la entrada.
Camino lentamente por las calles de este pueblo que es nuevo para mí. Un versículo de la Biblia que aprendí de memoria cuando tenía poco más de veinte años adquirió un nuevo significado: «De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hicisteis» (Mateo 25:40, RVR1995).
Con la atención de personas bondadosas como esas, y con el amor y la protección de Dios, estaré bien.
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