La asombrosa gracia de Dios
Tesoros
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[God’s Amazing Grace]
Dios creó a los seres humanos a Su imagen. Los dotó de libre albedrío y de la soberana capacidad de decidir para que como hijos agradecidos eligieran amarlo y obedecerle. Lamentablemente los primeros humanos cayeron en pecado cuando optaron por desobedecer a Dios (Génesis 3:1–19). Luego que el pecado penetrara así en el mundo, toda la gente terminó siendo pecadora y separada de Dios (Romanos 5:12–14). Él, sin embargo, movido por Su infinito amor y misericordia, reconcilió a la humanidad consigo mismo entregando a Su propio Hijo al mundo, «para que todo aquel que en Él cree no se pierda [no perezca] mas tenga vida eterna» (Juan 3:16). Cualquiera que acepte el perdón divino por medio de Jesucristo, no solo es perdonado y redimido, sino que además vivirá eternamente en presencia de Dios.
La salvación es un don del amor, misericordia y perdón divinos que no se puede conseguir de otra manera que creyendo en Jesús. Una vez que aceptamos el regalo divino de salvación tenemos la plena certeza de que después de la muerte viviremos para siempre en el Cielo. «Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de Mi mano» (Juan 10:28). Seguimos siendo personas falibles, necesitadas de perdón; aun así, a pesar de nuestras falencias y pecados, nunca perderemos la salvación.
Según la ley mosaica (revelada por Dios a Moisés), todos sin excepción somos pecadores, ya que nadie es capaz de cumplirla. «Por las obras de la Ley ningún ser humano será justificado delante de Él, ya que por medio de la Ley es el conocimiento del pecado» (Romanos 3:20). La verdad es que es imposible que una persona pueda vivir con arreglo a las exigencias y normas establecidas por Dios en el Antiguo Testamento.
La ley fue nuestro ayo, nuestro instructor o guía, para mostrarnos que somos pecadores, para hacernos acudir a Dios en busca de misericordia y enseñarnos Su absoluta perfección e impecable rectitud, imposibles de alcanzar para nosotros: «De manera que la ley ha sido nuestro tutor para llevarnos a Cristo, para que seamos justificados por la fe» (Gálatas 3:24).
La ley fue un obsequio que Dios hizo a Su pueblo con el objeto de ayudarlo a andar conforme a la verdad y santidad divinas y resguardarlo de la destrucción provocada por el pecado. En los Salmos leemos que «La ley del Señor es perfecta; restaura el alma. Los preceptos del Señor son rectos; alegran el corazón. El mandamiento del Señor es puro; alumbra los ojos. Los juicios del Señor son verdad; son todos justos» (Salmo 19:7–9). Mediante la antigua ley, Dios nos enseñó que jamás podríamos estar a la altura de Su santidad y perfección. El Antiguo Pacto cumplió su propósito para su época; pero desde entonces ha sido sustituido por «un pacto superior» (Hebreos 7:22).
Cuando Jesús vino a la Tierra se hizo mediador de un nuevo pacto o alianza basado en la gracia, misericordia, perdón, amor y verdad de Dios, que constituye nuestra salvación por la fe en Jesús: «La ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo» (Juan 1:17). Jesús vino y ofrendó Su vida en la cruz para nosotros, por lo que a partir de ahora la salvación no se obtiene por «obras de justicia que nosotros» hayamos hecho, sino por Su gracia y misericordia (Tito 3:5).
La gracia de Dios y Su salvación por medio de la fe marcan el fin del Antiguo Pacto para todos los que reconocen en Jesús a su Señor y Salvador. Pablo predicó un sermón tras otro en los que dio a conocer que la antigua ley no rige ya para el cristiano que vive bajo la gracia. «Pero ahora, habiendo muerto a lo que nos tenía sujetos, hemos sido liberados de la ley para que sirvamos en lo nuevo del Espíritu y no en lo antiguo de la letra» (Romanos 7:6).
Eso generó una acalorada controversia en la iglesia primitiva, puesto que los judíos conversos, los «mutiladores del cuerpo», decían: «Sí, ahora creemos en Jesús, pero todavía tenemos que cumplir toda la ley antigua, todavía tenemos que observar la ley mosaica y los ritos decretados en el pacto del Antiguo Testamento». (Véase Gálatas 3). No obstante, según el Nuevo Testamento, los actuales hijos de Dios no están ya subyugados a la antigua alianza veterotestamentaria con todo su ritual y leyes religiosas.
Como proclamó Pablo: «Antes de venir esta fe, la Ley nos tenía presos, encerrados hasta que la fe se revelara. Así que la Ley vino a ser nuestro guía encargado de conducirnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe. Pero ahora que ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al guía. Todos ustedes son hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús» (Gálatas 3:23–26).
La ley divina del amor
Cuando los dirigentes religiosos cuestionaron a Jesús: —Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley? Jesús le dijo: —Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu almay con toda tu mente. Este es el grande y el primer mandamiento. Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mateo 22:36–39).
Seguidamente los escandalizó añadiendo: «De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mateo 22:40). Aunque ellos tenían miles de leyes religiosas, Jesús dijo que de esa única y sencilla ley, el amor, dependían toda la Ley y todo lo que habían dicho los profetas. En resumen: amar a Dios y amar al prójimo. Dicho de otro modo, si amas a Dios de todo corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, y amas al prójimo como a ti mismo, cumplirás la ley de Dios.
Jesús dijo: «No piensen que he venido para abrogar la Ley o los Profetas. No he venido para abrogar, sino para cumplir» (Mateo 5:17). Siendo Jesús el hijo de Dios puro y libre de pecado, cumplió los mandamientos y exigencias de la ley. Al cumplir la Ley, la clausuró para todos los que creen en Él y aceptan el sacrificio que hizo en la cruz a fin de dispensarlos de sus pecados. De modo que todos los que reciben a Jesús como su Señor y Salvador no están ya obligados a guardar las leyes del Antiguo Testamento. «Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree» (Romanos 10:4).
Cuando los dirigentes religiosos de los tiempos de Jesús le preguntaron por qué comía con pecadores, Él les respondió: «Vayan, pues, y aprendan qué significa: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque Yo no he venido para llamar a justos, sino a pecadores» (Mateo 9:13). Es decir, que el concepto divino de rectitud no consiste en hacer méritos delante de Dios mediante una observancia formalista de la ley. «Por gracia son salvos por medio de la fe; y esto no de ustedes pues es don de Dios. No es por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8,9). Como consecuencia de la muerte de Jesús en la cruz y Su resurrección, somos libres de la esclavitud del pecado. «Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte» (Romanos 8:1,2).
Jesús les dijo a Sus discípulos en Juan 13: «Un mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Como los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros» (Juan 13:34). En su famosa regla de oro, enseñó: «En todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes. De hecho, esto es la Ley y los Profetas» (Mateo 7:12). El apóstol Pablo hizo eco de este principio cuando escribió: «Toda la ley se ha resumido en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gálatas 5:14).
¿Qué papel tienen entonces los Diez Mandamientos?
En los Evangelios Jesús reafirmó muchos de los Diez Mandamientos consignados en Éxodo 20:1–17 y que contenían el código moral de la ley de Dios. Por ejemplo, cuando un joven rico le preguntó: «¿Qué haré para obtener la vida eterna?», Jesús le citó muchos de los Diez Mandamientos. «No cometas homicidio, no cometas adulterio, no robes, no des falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre» (Marcos 10:17-19). Nueve de los Diez Mandamientos se repiten en numerosos pasajes del Nuevo Testamento. El único del que no se hace eco en el Nuevo Testamento es el cuarto, relativo a la observancia del sábado.
Amar a Dios ante todo y amar a nuestros semejantes entraña el cumplimiento cabal de los Diez Mandamientos. Si nosotros los cristianos amamos al Señor con todo nuestro corazón, toda nuestra alma y toda nuestra mente, y al prójimo como a nosotros mismos, naturalmente cumpliremos el espíritu y la intención de todas las demás leyes. Por ejemplo, no pondremos otros dioses delante de Él ni tomaremos Su nombre en vano. Amar a nuestros semejantes como a nosotros mismos hace inviable el asesinato, el hurto, la calumnia o la codicia de los bienes ajenos.
Lo que nos anima a nosotros los cristianos a obedecer esos mandamientos es el amor que abrigamos por Dios y por el prójimo, el cual nos conmina a dar un ejemplo vivo de amor y bondad (2 Corintios 5:14). Nos abstenemos de actividades prohibidas por los Diez Mandamientos ya que no concordarían con el amor que profesamos por Dios y por el prójimo.
En muchos aspectos el nuevo pacto introducido por Jesús exige un código de conducta más estricto que el antiguo que imperaba bajo la Ley Mosaica. Los Diez Mandamientos demandaban que el pueblo actuara con justicia y se refrenara de actividades que deshonraran a Dios o causaran daño a otros; en cambio, bajo la nueva alianza, se nos exige mucho más: amor abnegado y misericordia. «No deban a nadie nada salvo el amarse unos a otros, porque el que ama al prójimo ha cumplido la ley» (Romanos 13:8). «Si de veras cumplen la ley real conforme a las Escrituras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, hacen bien» (Santiago 2:8).
Habiendo cumplido Jesús la antigua ley, ya nosotros no estamos sujetos a ella; es más, se nos ha concedido gracia y libertad. Por otra parte, la Ley del amor de Dios es la más vinculante y exigente de todas y puede ser mucho más difícil de cumplir. De hecho, ejecutarla viene a ser humanamente imposible. Por eso Él aclaró que «separados de Mí nada pueden hacer» (Juan 15:5). Claro que la Biblia también enseña: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13). «Bástate Mi gracia, porque Mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Corintios 12:9).
Es imposible cumplir los mandamientos de Jesús si no hemos aceptado que Él es el Salvador y si no alojamos en nuestro interior el Espíritu de Dios, que nos da el poder y las fuerzas para amar al prójimo así como nos amamos a nosotros mismos y amar a nuestros enemigos, bendecir a los que nos maldicen, hacer bien a los que nos odian y orar por quienes nos persiguen (Mateo 5:44).
Los cristianos hemos recibido el regalo de salvación eterna y gozamos de una vida llena del amor de Dios, plena de gracia. No tiene nada que ver con estar libres de pecado ni con ninguna clase de perfección, obras u observancia de la ley por esfuerzo propio. Todos nos equivocamos y fallamos, todos pecamos; y cualquier mérito o virtud que tengamos solo es atribuible a la gracia de Dios. El sacrificio que Jesús hizo en la cruz nos libró de la servidumbre y condenación derivadas del pecado. Jesús «anuló el acta que había contra nosotros, que por sus decretos nos era contraria, y la ha quitado de en medio al clavarla en Su cruz» (Colosenses 2:14). Fue en la cruz, al concluir Su labor en la Tierra, que Él proclamó: «Consumado es» (Juan 19:30).
La divina Ley del Amor, tal como se expone en Mateo 22:35–40, debiera gobernar todo aspecto de la vida del cristiano y de sus interacciones con los demás. Los pasajes bíblicos «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente», y «amarás a tu prójimo como a ti mismo» expresan el alma y corazón de las leyes de Dios y deben orientar todos nuestros actos y las acciones recíprocas que tenemos con otras personas. Como cristianos, nuestros actos deben ser animados por un amor abnegado y desinteresado, el amor de Dios por nuestros semejantes.
Artículo de Tesoros publicado por la Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en noviembre de 2024. Leído por Gabriel García Valdivieso.
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