El rico y Lázaro
Peter Amsterdam
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[The Rich Man and Lazarus]
La parábola del rico y Lázaro en el evangelio de Lucas compara la vida de dos hombres, uno rico y otro pobre; se extiende más allá de esta vida y abarca también la otra. Jesús empieza la parábola describiendo al hombre rico.
«Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino y hacía cada día banquete con esplendidez» (Lucas 16:19).
En esta breve descripción inicial no se nos dice mucho, pero los oyentes originales habrían sacado algunas conclusiones bastante claras. El hombre no solo es acaudalado, sino que se viste todos los días con prendas de color púrpura, lo que solo se podían permitir los muy adinerados. Además se viste de lino fino. Llevar prendas de lino blanco bajo una túnica de color púrpura era señal de gran opulencia. Por si fuera poco, celebra espléndidos banquetes todos los días, lo cual puede significar que tiene invitados a diario o con frecuencia. Lo que se pretende resaltar, tanto aquí como más adelante en la parábola, es que el hombre es muy rico y se permite muchos excesos.
«Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquel, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas» (Lucas 16:20,21).
A tono con la brevedad de las parábolas, la información que se nos da sobre Lázaro es escasa. No obstante, algo digno de mención es que se nos indica su nombre. Esta es la única parábola de Jesús en la que se llama por su nombre a algunos personajes. El nombre Lázaro es la versión griega del nombre hebreo Eliezer o Elazar, que significa «Dios es mi ayuda».
Lázaro es tan pobre que se ve obligado a mendigar comida. Además está enfermo, cubierto de úlceras supurantes, y no puede caminar. En la Palestina del siglo I, el gobierno no prestaba asistencia a los pobres, de modo que esa asistencia tenía que proporcionarla la comunidad o cada cual a título individual. Las limosnas, en forma de dinero o comida entregados a los necesitados, constituían el principal modo de supervivencia de las personas como Lázaro.
Cada día Lázaro se sienta a la puerta del hombre rico, sabiendo que allí se celebran banquetes a diario y que podría saciar su hambre si le dieran algo de la comida que tiran al piso. Los perros vienen y lamen sus llagas purulentas. La mayoría de los comentaristas bíblicos conjeturan que son perros callejeros sucios y sarnosos.
Lázaro se encuentra en un estado deplorable: incapaz de caminar, cubierto de úlceras, siempre hambriento, y mendigando día tras día a la puerta de la casa del hombre rico, que por lo visto no le presta ninguna atención. Es un marginado de la sociedad, ritualmente impuro.
La parábola continúa: «Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham» (Lucas 16:22).
Estar en el seno de Abraham —o al lado de Abraham, como dicen algunas traducciones— indica un estado de bienaventuranza después de la muerte, comparable a comer con los patriarcas, expresión que aparece en Mateo 8:11: «Les digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el reino de los cielos».
Lázaro, que nunca fue invitado a los banquetes que celebraba el rico, que fue relegado a saciarse con lo que caía de la mesa de este, ahora está participando en un banquete en el sitio de honor, al lado de Abraham, el padre de la fe. Entretanto, el hombre adinerado corre una suerte bien distinta.
«Y murió también el rico, y fue sepultado. En el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces, gritando, dijo: “Padre Abraham, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama”» (Lucas 16:22–24).
El hombre rico, cuyo nombre no se nos ha dicho, ha fallecido y ha sido enterrado, sin duda con un costoso funeral. Sin embargo, su vida ahora es muy distinta de la que tuvo en la Tierra. Él que daba banquetes a diario, en los que se servía abundante comida y vino, es quien ahora está necesitado y depende de la ayuda que le puedan prestar. Llama, pues, a Abraham, y lo llama «padre», quizá con la esperanza de que ese recordatorio de que tiene linaje judío haga que Abraham se sienta obligado a ayudarlo.
En este punto de la parábola nos llevamos la sorpresa de que el rico conoce el nombre de Lázaro y era consciente de que Lázaro se sentaba cada día delante de su casa en extrema indigencia. Pero no manifiesta el menor pesar por haber desatendido a Lázaro, sino que le ordena a Abraham que envíe a Lázaro a prestarle un servicio.
«Pero Abraham le dijo: “Hijo, acuérdate de que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, males; pero ahora este es consolado aquí, y tú atormentado”» (Lucas 16:25).
Abraham no le responde con dureza, sino que lo llama «hijo». Le dice que piense en la vida que llevó y en todo lo bueno que recibió, a diferencia de las desgracias que sufrió Lázaro. Abraham le recuerda que la riqueza que poseyó no era verdaderamente suya, sino que Dios se la había prestado para que la empleara sabiamente. Terminada su vida terrenal, el rico está sufriendo por causa de sus actos en esa vida.
En cambio, Lázaro está siendo consolado. Tuvo una vida difícil, pero ya no sufre ni está atormentado. Ya no está desatendido. Después de la muerte, ha encontrado consuelo eterno.
A continuación Abraham dice: «Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de allá pasar acá» (Lucas 16:26).
Aunque Lázaro, por compasión, quisiera mojar un dedo en agua para refrescar la lengua del rico, sería imposible. Lázaro tendría perfecto derecho a señalar que es ridículo que el rico pida que lo envíen a él a aliviar su dolor. ¿No estuvo él sufriendo día tras día a la puerta del hombre rico sin recibir nada? Pero Lázaro se queda callado, igual que en el resto de la parábola.
Seguidamente al rico se le ocurre otro servicio que puede prestar Lázaro. «Entonces le dijo: “Te ruego, pues, padre, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento”» (Lucas 16:27,28).
Entendiendo que su triste situación no va a cambiar, el rico pide que le encarguen a Lázaro la misión de advertir a sus hermanos. Se da cuenta de que a ellos les aguarda el mismo destino, muy probablemente porque viven de la misma manera que él, buscando su propio placer y sin preocuparse por los necesitados.
«Abraham le dijo: “A Moisés y a los Profetas tienen; ¡que los oigan a ellos!”» (Lucas 16:29). Abraham responde que las Escrituras, la Palabra escrita de Dios, son suficientes para enseñar a sus hermanos a vivir de forma justa e instruirlos en la fe. Si oyen esas palabras, es decir, si las obedecen y hacen caso de ellas, no acabarán como su difunto hermano.
Esa respuesta no es del agrado del hombre rico. Está acostumbrado a que los demás hagan lo que él manda, así que se pone a discutir. «Él entonces dijo: “No, padre Abraham; pero si alguno de los muertos va a ellos, se arrepentirán”» (Lucas 16:30).
Eso resulta irónico, teniendo en cuenta que el rico en ese momento está viendo a «alguno de los muertos» —Lázaro, que está a la mesa con Abraham—, y no ha manifestado la menor señal de arrepentimiento. No obstante, está convencido de que sus hermanos se arrepentirían si Lázaro se les apareciera.
Abraham le informa que no es así. «Pero Abraham le dijo: “Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de los muertos”» (Lucas 16:31).
El rico pide que se les dé una señal. Lo que está claro es que el hombre rico sabe que sus hermanos no se conducen con arreglo a lo que enseña la Palabra de Dios y que van a terminar en el mismo estado que él si no se les da una señal. Pero Abraham dice que no se les va a dar ninguna, pues ya cuentan con la Palabra de Dios, que es suficiente. Las Escrituras bastan para saber lo que dice Dios sobre cómo llevar una vida recta y cómo tratar a los pobres.
Muchas de las personas a las que Jesús contó esta parábola debieron de imaginarse al principio que el hombre rico había sido bendecido por Dios y que Lázaro estaba siendo castigado, pues creían que la prosperidad era una bendición de Dios, y su ausencia un castigo divino. Jesús mostró que no era necesariamente así. Ser rico no es forzosamente señal de que uno cuente con la bendición divina o sea íntegro; tampoco los que tienen menos, o padecen una enfermedad, o son pobres, están siendo castigados por Dios.
La parábola también pone de manifiesto la conducta que no deben seguir las personas acaudaladas. El hombre rico era consciente de Lázaro y sus necesidades, pero no se interesaba en lo más mínimo por él. No hizo nada para ayudarlo, aunque claramente no le faltaban los medios. Es tan fácil mirar hacia otro lado cuando uno ve un mendigo, sobre todo si es desagradable a la vista, como en este vívido ejemplo que da Jesús de Lázaro, cuyas llagas supurantes los perros lamían. En vez de ver a un ser humano, creado a imagen de Dios, a quien Dios ama, es más fácil evitar a la persona, mirar hacia otro lado y no inmutarse. Como cristianos, debemos reaccionar con amor y compasión cuando vemos el estado en que se encuentran los necesitados.
En esta parábola Jesús presenta a un hombre adinerado como ejemplo de mala conducta para resaltar el peligro de permitir que las riquezas y las posesiones influyan negativamente en nuestra actitud. Todo depende de la importancia y el uso que les demos. ¿Somos esclavos de nuestro dinero y nuestras posesiones, o los empleamos para la gloria de Dios?
¿Llevamos una vida de excesos, como el rico de esta parábola, o ayudamos a los demás? Aunque nuestros recursos económicos no nos permitan dar mucho, ¿hacemos lo que podemos por ayudar a los necesitados, dedicándoles quizás algo de tiempo, prestándoles atención o contribuyendo de alguna manera a satisfacer sus necesidades? ¿Qué actitud tenemos frente a los pobres y necesitados? ¿Nos son indiferentes? ¿Los menospreciamos? ¿Los juzgamos porque nos parece que se merecen estar como están? ¿O muestran nuestras acciones que nos compadecemos de ellos, que nos interesamos y preocupamos por ellos?
Esta parábola también contiene una advertencia contra ignorar o rechazar la Palabra de Dios. El hombre rico o bien no creía, o bien tenía creencias erróneas. Y él sabía que lo mismo les pasaba a sus hermanos. Pidió que se les diera una señal, pero Abraham dijo que no se les daría ninguna porque ya tenían la Palabra de Dios a su disposición. Dios consideró responsable al hombre rico porque, a pesar de tener acceso a la Palabra de Dios, no había vivido conforme a lo que esta indica, como se evidencia por el hecho de que no había tratado a los pobres como mandan las Escrituras.
Nuestra manera de vivir influirá en nuestro futuro eterno. Nuestras acciones y omisiones afectan no solo nuestra vida actual, sino nuestra vida para siempre. Debemos tener cuidado con las decisiones que tomamos, con nuestra forma de vivir, con el uso que hacemos del dinero y de los bienes materiales, y con nuestra manera de tratar a los necesitados. La suma de nuestras decisiones y acciones no solo determina nuestro presente, sino que también incide en nuestro futuro en el más allá.
Los cristianos estamos rodeados de muchos que no creen o no captan que haya otra vida. Es posible que no entiendan que creer la Palabra de Dios y aceptar la salvación por medio de Su Hijo Jesús cambiará su vida ahora y eternamente. Nuestra función consiste en compartir con ellos nuestra abundancia de verdades espirituales. No debemos hacer como el rico de la parábola, sentirnos satisfechos con nuestras riquezas espirituales, y no hacer ningún caso de los lázaros de este mundo que están tan necesitados, no solo física, sino también espiritualmente.
Todos como cristianos poseemos lo más valioso que puede llegar a tener una persona: vida eterna y una relación personal con quien la hace posible, Jesús. Hay a nuestro alrededor multitud de personas de todas las profesiones y condiciones sociales que se hallan en una situación desesperada, y nosotros tenemos las riquezas espirituales de la fe, de la salvación y del profundo amor de Dios que podemos compartir con ellas. Somos llamados a esmerarnos por llevarles consuelo y salvación.
Publicado por primera vez en julio de 2014. Adaptado y publicado de nuevo en septiembre de 2024. Leído por Gabriel García Valdivieso.
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