El mensaje de la crucifixión
David Brandt Berg
Esta noche, cristianos del mundo entero celebran la cena del Señor y Su pasión. En este día, que se conoce universalmente como Viernes Santo, hay muchas celebraciones y conmemoraciones del último día del Señor en la Tierra antes de Su crucifixión. Literalmente cientos de millones de cristianos —al menos cristianos de nombre— han celebrado este día y en particular esta noche. Algunos llevan toda la semana celebrando, desde el domingo pasado que fue Domingo de Ramos, cuando se conmemoró la entrada triunfal en Jerusalén de nuestro Señor.
A raíz de la muerte y resurrección de Jesús, nosotros fuimos introducidos en el reino, y este trasladó su capital a la Nueva Jerusalén en lo alto. En vez de ser simplemente rey de la ciudad de Jerusalén y del pequeño reino de Israel, ¡se convirtió en Rey de todo el universo, del reino de Dios!
En vez de ser rey de una simple ciudad pequeña y antigua del Medio Oriente llamada Jerusalén, una ciudad terrenal y, física, se volvió Rey de reyes, Señor de señores y Rey de todo el universo, del mundo entero y de la Jerusalén celestial. Se convirtió en el Rey que era y mostró Su poder muriendo en una cruz, crucificado como un delincuente común. De todos modos, aun en el momento de Su muerte Dios mostró poderosamente que aquel era Su Hijo en quien tenía complacencia, ya que la tierra se estremeció, los cielos tronaron y los presentes temblaron al ver la manifestación de la ira divina por la iniquidad de ellos[1].
Prácticamente el mundo entero se ve obligado a celebrar los días en que nació y murió Jesús, los dos acontecimientos más notables de Su vida, y uno más: el Domingo de Pascua, el día en que resucitó —el Domingo de Resurrección— para vivir para siempre en las alturas en un cuerpo inmortal, eterno, que vivirá para siempre —como nosotros— en el Cielo. «Sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es»[2].
Cientos de millones de cristianos profesantes de todo el mundo, ya sean católicos, protestantes o aconfesionales, celebran el último día de la vida de Cristo en la Tierra antes de Su muerte física, así como la Última Cena. La Pascua hebrea era una celebración, una festividad en la que los judíos conmemoraban el haber sido salvados de la muerte en aquella noche por la sangre de un cordero sacrificado y cocinado según ciertos ritos, que comían con gozo y acción de gracias por haberlos salvado el Señor del exterminio en Egipto.
La Pascua original era alegre, una fiesta, un día festivo. Acudían a Jerusalén para celebrar la Pascua judíos de todo el mundo, así como creyentes gentiles. Era una fiesta alegre, no tenía nada de triste. Solo iba a terminar siendo triste para un grupito de personas; pero en un principio no era necesariamente así. El Señor milagrosamente les buscó a Sus discípulos un lugar donde celebrarla. Estoy seguro de que Él aportó la comida, y se sentaron y disfrutaron de una buena cena. Y después hicieron la primera comunión o eucaristía.
Aquella noche comieron nada menos que estofado de cordero. Sabemos que tenía algo de caldo, porque de lo contrario no habrían estado mojando el pan en él[3]. También tomaron vino. Fue únicamente al terminar de comer y beber cuando el Señor de pronto adoptó una expresión más grave, pasó a un tema más serio, se puso a predecir lo que iba a suceder y con cierta solemnidad realizó con ellos una ceremonia, una de las pocas que recomendó que observáramos. Da la impresión de ser algo que consideró que los creyentes querrían hacer para conmemorar Su muerte. «Las veces que lo hagáis, hacedlo en memoria de Mí». Y Pablo dijo: «La muerte del Señor anunciáis hasta que Él venga»[4].
El Señor estaba comenzando a ilustrarles lo que se disponía a hacer. Aquella noche Su cuerpo iba a ser partido, escoriado, desgarrado, traspasado, lacerado, Su sangre iba a ser derramada, y finalmente iba a dar la vida. Su cuerpo fue partido por nosotros. Tuvo que padecer dolor y tormento físico y corporal —del mismo modo que actualmente algunos sufren enfermedades y dolores— para llevar nuestros sufrimientos en Su propio cuerpo. «Por Su llaga fuisteis vosotros curados»[5]. No por Su muerte en la cruz, no por el derramamiento final de Su sangre cuando dio la vida; eso fue para nuestra salvación.
No solo tuvo que sufrir toda Su vida, a lo largo de 33 años, todo lo que nos sucede a nosotros a fin de poder compadecerse de nosotros, empatizar y sentir lo que sentimos, sino que encima tuve que padecer el terrible tormento final al que fue sometido Su cuerpo físico con el fin de sanar nuestras dolencias humanas aparte de salvarnos de nuestros pecados. Dijo: «Tomad, comed, esto es Mi cuerpo, que por vosotros es partido». «Él mismo llevó nuestras enfermedades en Su cuerpo», explica la Palabra de Dios, y «por Su llaga fuisteis vosotros curados».
También dijo: «Tomad, bebed asimismo la copa. Esta es mi sangre del nuevo pacto, que es derramada para remisión de vuestros pecados. Bebed de ella todos»[6].
Fue como si dijera: «Yo también voy a sufrir angustia, dolor y enfermedades en Mi cuerpo para empatizar con ustedes y con sus dolencias, males y aflicciones físicas, para que sepan que entiendo cómo se sienten. Yo mismo lo he vivido. ¡Conozco el dolor, conozco la angustia, conozco el sufrimiento! He pasado por todo eso, he padecido hasta más que ustedes. Sé lo que los aflige, así que no se preocupen».
«Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará el Señor»[7]. Prácticamente estaba diciendo: «Necesitan todas esas dolencias. Les van a hacer falta para mantenerse justos. Pero Yo los libraré de todas ellas, de una tras otra, una y otra vez». Eso nos incluye a nosotros; tenemos nuestros altibajos, a veces hasta nos desanimamos.
¡El pueblo había escuchado a Jesús de buena gana![8] Miles y miles habían escuchado y creído Su mensaje, lo habían aceptado, habían sido curados y alimentados, y lo amaban. Pero ¿dónde estaban la noche en que los líderes religiosos y sus mercenarios a sueldo gritaron: «¡Crucifícalo!»? Debían de estar en casa viendo la televisión; desde luego no salieron a dar la cara por Él. Seguramente bastantes se tragaron incluso las mentiras y se imaginaron que los habían engatusado y engañado, y que en definitiva se trataba de un falso profeta. Aunque habían pensado que era legítimo, que tenía razón, se dejaron engañar, embaucar y descarriar con mucha facilidad.
La semilla había caído en terreno poco profundo, en un pedregal, donde los espinos la ahogaron, y no dio fruto: se dejaron descarriar y desviar[9]. Es posible que algunos después se arrepintieran al ver a los extremos a los que llegaban los enemigos de Cristo y lo terrible que fue. Esperemos que sintieran remordimiento, se arrepintieran y volvieran; muchos lo hicieron. Quedaron muchos cristianos que fueron dirigidos por los apóstoles y discípulos, de manera que el día de Pentecostés se salvaron 3.000 con un sermón, y a los pocos días 5.000 más a raíz de una curación[10].
El terreno había quedado sembrado, regado, ablandado y preparado, de modo que aun después de la crucifixión de Jesús, muchos estaban listos para entender, comprender, creer y recibir toda la verdad, para saber realmente que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios, y aceptarlo como su Salvador. No para seguir simplemente a una persona, a un ser humano, con Sus palabras, Sus milagros y Sus comidas gratis, sino para comprender por fin el profundo significado de todo eso, que Él era el Mesías cuya venida llevaban milenios esperando.
Jesús murió por nuestros pecados. Él era el único que lo podía hacer. Solo el Hijo de Dios podía expiar nuestros pecados en la cruz. Únicamente el propio Dios en la figura de Su Hijo podía llevar nuestros pecados en Su cuerpo en el madero, cargar con el sufrimiento de un pecador al morir, recibir nuestro castigo por nosotros y padecer por nosotros. Solo Dios lo podía hacer en la persona de Su Hijo Jesús.
El mensaje de Dios fue: «Solo Yo te puedo salvar, ¡tú no puedes!» El mensaje de Cristo fue bien claro, y Su muerte bien explícita. El mensaje de Dios quedó bien claro a lo largo del Antiguo y del Nuevo Testamento; sobre todo en el Nuevo, pero aun en el Antiguo Testamento está muy claro. Abraham se convirtió en padre de los fieles porque fue un hombre de fe y declaró su fe en que no podía lograrlo por sí mismo, sino que debía tener fe en Dios.
Esta noche cientos de millones de cristianos de todo el mundo conmemoran la muerte de Jesús. Y millones más lo saben y lo están oyendo, saben que esta es una Semana Santa muy especial para los cristianos. Prácticamente el mundo entero está oyendo el mensaje. Aun los que no son cristianos, aun los que tienen otra religión, saben que esta es la Semana Santa de los cristianos y que esta es la noche más santa de todas.
Si tomamos en cuenta el alcance que tienen los medios de comunicación y la difusión que tiene hoy en día la información, seguramente el mundo entero, todos los países, personas de todas las creencias, nacionalidades y religiones están oyendo hablar de esta semana y saben que los cristianos celebran sus días más santos del año. Al menos están teniendo una pizquita de contacto con el mensaje de Cristo u oyendo hablar de Jesús, aunque no entiendan.
Millones de cristianos que entienden el mensaje de Cristo y Su muerte han escogido esta semana y esta noche para conmemorar ese acontecimiento. Y nos pareció que, de todas las noches del año, deberíamos celebrar la eucaristía en la noche en que Él y Sus discípulos celebraron la primera comunión.
Te damos gracias por Tu sacrificio, Señor, por la sangre que derramaste para la remisión de nuestros pecados, el nuevo pacto en Tu sangre, que derramaste por nosotros sobre aquel madero, y esta noche conmemoramos Tu sufrimiento, Tu amor, el hecho de que murieras en nuestro lugar. Tú sufriste el castigo que nosotros nos merecíamos. En vez de morir nosotros por nuestros pecados, moriste Tú por ellos, Señor. Y ahora declaramos, atestiguamos y manifestamos nuestra fe en Ti, en Tu muerte por nosotros y en el sacrificio de Tu sangre para nuestra salvación, para limpiarnos de nuestros pecados.
Lo que estamos conmemorando no es nada triste, sino un hecho feliz, porque de no haber sido por lo que ocurrió en esta noche, no estaríamos salvados. ¡Alabado sea el Señor por la noche en que Jesús murió por nosotros! No solo murió por nosotros, sino que descendió a las entrañas de la Tierra, pasó tres días y tres noches en el corazón de la Tierra y estuvo predicando a las almas encarceladas allí para darles también a ellas una oportunidad de salvarse. ¡Imagínate! ¡Qué maravilla!, ¿eh? Muchos no lo creen, pero yo sí. Lo dice la Biblia. Entonces, ¿por qué no lo vamos a creer?[11]
Luego, alabado sea Dios, cuando llegue el domingo podremos cantar todos esos hermosos himnos que dicen: «¡De Su sepulcro salió!» No nos acordemos tan solo de la muerte en la cruz, no veamos siempre a Cristo en la cruz, en un crucifijo, el sufrimiento y la muerte. Nuestro Jesús no está en la cruz, no sigue crucificado. Tenemos una cruz vacía. ¡Jesús ya no está en ella! Nuestro Cristo no está en la tumba. «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?»[12] Nuestro Cristo no está muerto, colgado de un crucifijo, sino que está vivo, ¡vive en nuestro corazón!
De Su sepulcro salió.
De la muerte Cristo es vencedor.
Derrotó a las tinieblas de maldad
y por siempre con Sus santos reinará.
¡Revivió! ¡Gloria a Dios!
¡El Señor resucitó!
Robert Lowry, 1874
¡Él vive! ¡Él vive! Cristo vivo está.
Me habla, y yo lo escucho bien. Jamás me dejará.
¡Él vive! Él vive e imparte salvación.
Te contaré por qué lo sé: está en mi corazón.
A. H. Ackley, 1933
Publicado por primera vez en abril de 1984. Texto adaptado y publicado de nuevo en abril de 2015.
[1] Mateo 27:51.
[2] 1 Juan 3:2.
[3] Juan 13:26.
[4] 1 Corintios 11:25,26.
[5] Isaías 53:5.
[6] 1 Corintios 11:24,25; 1 Pedro 2:24; Isaías 53:5.
[7] Salmo 34:19.
[8] Marcos 12:37.
[9] Mateo 13:7.
[10] Hechos 2:41 y 4:4.
[11] Mateo 12:40; 1 Pedro 3:19, 4:6; Efesios 4:9.
[12] 1 Corintios 15:55.
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