El Cielo: nuestra esperanza eterna
Tesoros
[Heaven: Our Eternal Hope]
Hay veces en que los pesares, los reveses y las desilusiones de la vida nos abruman. Cuando las cosas no salen bien, o cuando sufrimos desafíos o pérdidas, o vemos el sufrimiento humano en el mundo que nos rodea, el peso de todo ello nos lleva a veces a preguntarnos si lo que hacemos marca una diferencia. ¿Es posible traer cambios en un mundo donde hay guerra, pobreza, injusticia, mal, avaricia y corrupción?
Cuando pensamos en los problemas del mundo, a veces la perspectiva no se ve luminosa. Sin embargo, en esas veces, podemos hallar consuelo en la Palabra de Dios y en Sus promesas de un mundo mejor. La Biblia dice: «Por la noche dura el llanto pero al amanecer vendrá la alegría» (Salmo 30:5). La mañana gloriosa del Cielo vendrá después de las sombras y la noche de esta vida.
Las desilusiones, las experiencias sombrías de esta vida y todos los reveses quedarán pronto olvidados y superados al despuntar el glorioso amanecer del Cielo. En la Biblia se encuentra esta promesa: «Las aflicciones del tiempo presente en nada se comparan con la gloria venidera que habrá de revelarse en nosotros» (Romanos 8:18). En el libro del Apocalipsis, leemos que Dios «enjugará las lágrimas de los ojos» y «ya no habrá… más llanto, ni lamento ni dolor; porque las primeras cosas habrán dejado de existir» (Apocalipsis 21:4). Ya no habrá lágrimas, ni dolor, ni muerte, ni tristeza.
Cuando Jesús preparó a Sus discípulos para Su inminente muerte y partida, dijo: «Voy a preparar un lugar para ustedes. Y si me voy y les preparo un lugar, vendré otra vez y los tomaré adonde Yo voy; para que donde Yo esté, allí estén ustedes también (Juan 14:2,3). Según la descripción en Apocalipsis, capítulos 21 y 22, el Cielo, el hogar de los cristianos de todas las épocas es un lugar de una belleza imponente, majestuosa y estupenda. Las calles del Cielo se describen como de oro y detrás de sus relucientes puertas de perla no hay necesidad de lámpara ni de sol, porque Dios mismo es la luz (Apocalipsis 22:5).
¿Te imaginas un mundo en el que ya no habrá muerte, ni dolor, ni temores, ni tristeza, ni enfermedades, una sociedad en la que todos trabajarán unidos y cooperarán unos con otros, en armonía y amor? Resulta casi imposible imaginar un lugar tan fantástico. La Biblia dice: «Ningún mortal ha visto, ni oído, ni imaginado las maravillas que Dios tiene preparadas para los que aman al Señor» (1 Corintios 2:9).
Según lo que dice la Biblia, una de las mayores diferencias entre la vida en la Tierra y en el Cielo es que el Cielo es un reino perfecto, un lugar lleno de la presencia de Dios, donde podemos disfrutar de toda la belleza y maravillas que tenemos aquí en la Tierra, pero sin el pesar, el dolor, el vacío, la soledad y el temor que con mucha frecuencia se apodera de nosotros, y sin el egoísmo, avaricia, odio y destrucción que vemos en el mundo que nos rodea.
El reino de Dios estará lleno de amor, belleza, paz, consuelo, entendimiento, alegría, compasión y, sobre todo, estará envuelto en el amor de quien nos ama más que nadie: Dios mismo. La Biblia nos dice que Dios es un Dios de amor. En realidad, Él es amor (1 Juan 4:8). Por lo tanto, Su hogar, el reino del Cielo, es un hogar de amor, donde no habrá más pesar, rechazo, dolor, pérdida ni soledad (Apocalipsis 21:4).
Contemplar la esperanza que tenemos en el Cielo y visualizar lo que nos espera contribuye a recordarnos que las tribulaciones de esta vida presente no se comparan con la gloria que se nos ha prometido en Cristo Jesús en el futuro cercano.
Esta es una razón por la que Moisés pudo soportar todo lo que aguantó, porque «fijaba la mirada en el galardón. […] Se mantuvo como quien ve al Invisible» (Hebreos 11:26,27). Miró más allá de todos los problemas que tenía en Egipto, como si viera al Señor y Su recompensa futura. Pudo soportar las dificultades del presente que enfrentó al mantener los ojos en el futuro glorioso que Dios prometió.
Todos los grandes hombres y mujeres de fe del Antiguo Testamento en el salón de la fama de Dios que se nombran en Hebreos 11 se consideraron peregrinos y extranjeros en este mundo porque buscaban una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios, que tiene fundamentos, y una patria que fuera suya. Fueron capaces de soportar en esta Tierra toda clase de tribulaciones, sufrimientos, trabajo arduo e incluso persecución y muerte, porque tenían puestos los ojos en esa Ciudad (Hebreos 11:13–16).
Por lo visto, muchas personas creen que el reino de Dios solo llegará cuando mueran, pero Jesús demostró que esa era una idea falsa cuando dijo: «El reino de Dios no viene con señales visibles […]. Porque, el reino de Dios está entre ustedes» (Lucas 17:20,21). No tenemos que esperar hasta morir para entrar al reino de Dios. De hecho, si has aceptado a Jesús como tu Salvador y en ti habita Su Espíritu Santo, Su reino está dentro de ti.
Los que conocemos, amamos al Señor y tenemos Su Espíritu que habita en nosotros, ya experimentamos el reino del Cielo y trabajamos para llevar Su reino a otros. Sin embargo, esto es solo un anticipo de nuestra herencia en el Cielo. La Palabra de Dios nos dice: «En Él también ustedes, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de la salvación, y habiendo creído en Él, fueron sellados con el Espíritu Santo que había sido prometido, quien es la garantía de nuestra herencia para la redención de lo adquirido, para la alabanza de Su gloria» (Efesios 1:13,14).
Para entrar a Su reino espiritual, Jesús dijo que debemos nacer de nuevo: «El que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3). No podemos salvarnos por nuestras propias obras, nuestra propia bondad, nuestros intentos de seguir Sus leyes y amar a Dios, ni siquiera por nuestros esfuerzos para encontrar Su verdad y seguirla. La salvación es un regalo de Dios que se llevó a cabo por una milagrosa transformación de nuestra vida cuando aceptamos Su verdad en el amor de Su Hijo Jesús por la obra del Espíritu de Dios. Todo lo que tenemos que hacer es creer en Él y aceptarlo como nuestro Señor y Salvador. «A todos los que lo recibieron, les dio derecho de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12).
Por medio de Su muerte en la cruz, para cada uno de nosotros Jesús abrió la puerta a la vida eterna en Su reino. No se puede ganar, tampoco se puede ser demasiado malo para ello, porque la salvación es un regalo de Dios. Jesús te ama, tal como eres. Te conoce. Conoce tus pensamientos y todo lo que has hecho, incluso tus más recónditos secretos. Lo sabe todo, pero te ama de todos modos, porque Su amor es infinito.
Jesús dijo: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo» (Apocalipsis 3:20). Hoy puedes invitar a Jesús a tu vida al orar sinceramente y pedirle que entre en tu corazón, perdone tus pecados y te dé Su regalo que ha prometido, la vida eterna (Juan 10:28).
Su amor va mucho más allá de lo que podemos entender o ver con nuestros ojos aquí en la Tierra. Su amor puede llenar todo vacío, y sanar todo dolor o herida. Su amor puede traer alegría donde hubo pesar, risas donde hubo dolor, y satisfacción donde hubo falta de propósito o sentido.
Aunque la salvación es gratuita, una vez que has aceptado a Jesús en tu corazón, Él te encarga que ames a los demás y les lleves las buenas nuevas sobre el reino celestial de Dios. Comunica a otros la verdad de Jesús y el amor que Él te ha dado, de modo que también ellos puedan experimentar Su alegría, ¡tanto en esta vida como en la otra!
Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en mayo de 2024.
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