Efectos del cristianismo: El valor de la vida humana
Peter Amsterdam
[The Effects of Christianity: The Value of Human Life]
La vida, muerte y resurrección de Jesús han tenido un efecto incalculable en la humanidad en los últimos dos mil años desde que conquistó la muerte al resucitar de la tumba para traer salvación al mundo. Al dar Su vida para que los que creyeran en Él pudieran acceder a una relación permanente con Dios, Jesús cambió la vida y el destino eterno de miles de millones de personas. Por medio de los que creyeron en Él y lo siguieron, obró grandes transformaciones en el mundo entero y el cristianismo ha contribuido a crear un mundo mejor en muchos sentidos1.
Jesús nació en un momento de la Historia en que el Imperio romano dominaba en buena medida el mundo conocido. Por lo tanto, los principios morales de Roma permeaban a gran parte de la sociedad. Los romanos tenían un bajo concepto de la vida humana. Consideraban que el valor de una persona venía determinado exclusivamente por su contribución al entramado político de la sociedad. En el mundo romano, esto se manifestaba de diversas maneras, como la práctica del infanticidio, los combates de gladiadores y el suicidio.
Los primeros cristianos, por otra parte, consideraban que la vida humana es sagrada, ya que creían lo que enseñan las Escrituras sobre el valor de la vida y que los seres humanos hemos sido creados a imagen de Dios (Génesis 1:27). En los Salmos leemos: «Lo has hecho poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de honra» (Salmos 8:5).
Entendían que Dios había honrado la vida humana al enviar a Su Hijo para que se convirtiera en un ser humano: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos Su gloria, gloria como del unigénito del Padre» (Juan 1:14).
Como Dios valora la vida humana, los primeros cristianos entendieron que la vida se debía honrar y proteger. Esta verdad se opuso a la cultura y las prácticas de su tiempo, y la historia muestra cómo los cristianos promovieron cambios en las siguientes prácticas.
Infanticidio y abandono de niños: En el mundo grecorromano era común matar a los recién nacidos. Se los mataba por diversos motivos: por haber nacido deformes o delicados de salud, porque los padres no los querían o porque consideraban que no podían permitirse cuidarlos. Con frecuencia, a los niños no deseados se los mataba dejándolos a la intemperie, abandonándolos al borde de un camino, en estercoleros o vertederos, cuando eran recién nacidos.
Para los cristianos, el infanticidio era asesinato, y los primeros textos cristianos lo condenaron. La Didaché (compuesta entre el 85 y el 110 d. C.) decía: «No […] quites la vida al recién nacido». En los cuatro primeros siglos de nuestra era, los cristianos no tenían suficiente poder político para poner fin a los infanticidios que se practicaban comúnmente en tiempos de Roma; ellos mismos sufrían persecución y martirio. Sin embargo, durante ese período los cristianos solían recoger en su casa a los bebés abandonados o buscarles un sitio en casa de otros creyentes, que los cuidaban y a menudo los adoptaban.
En el año 374 d. C., por influencia de un obispo cristiano, el emperador Valentiniano I prohibió formalmente el infanticidio. Si bien en el Imperio romano no llegó nunca a erradicarse plenamente, los cristianos siguieron denunciándolo. Después de la caída de Roma, cuando surgieron estados independientes en Europa a lo largo de los siglos, el infanticidio dejó de ser una práctica corriente o legal.
Combates de gladiadores: Otra muestra del bajo concepto que se tenía de la vida humana en la Antigüedad son los combates de gladiadores, en que estos se enfrentaban entre sí, con frecuencia en luchas a muerte, como forma de entretenimiento. Entre el año 105 a. C. y el 404 d. C., estos espectáculos populares se celebraron a lo largo y ancho del imperio en anfiteatros, el mayor de los cuales era el Coliseo de Roma. Se estima que tan solo en el Coliseo murieron 500.000 personas. El emperador Trajano (98–117 d. C.) celebró unos juegos que duraron cuatro meses, en los que combatieron diez mil gladiadores y murieron miles de ellos, todo por entretenimiento. (Con el tiempo, los cristianos perseguidos fueron martirizados por su fe en el Coliseo.)
Los cristianos de la época se horrorizaban ante ese odioso menosprecio de la vida humana. Los dirigentes de la iglesia condenaban esos juegos porque se derramaba sangre humana, y exhortaban a los cristianos a no asistir a ellos. Con el tiempo el cristianismo creció y fue reconocido como una religión oficial, cuando en el año 313 d. C. el emperador Constantino I promulgó el Edicto de Milán. Emperadores romanos como Teodosio el Grande y Honorio prohibieron posteriormente los combates de gladiadores en todo el Imperio romano.
Sacrificios humanos: A lo largo del Antiguo Testamento se mencionan sociedades que practicaban sacrificios humanos. En Canaán, entre los seguidores de Baal, eran comunes los sacrificios de niños. Si bien en tiempos de Jesús los sacrificios humanos estaban prohibidos en todo el Imperio romano, los cristianos se toparon con ellos más tarde en tierras paganas. Por ejemplo, antes que S. Patricio llevara el evangelio a los irlandeses, estos sacrificaban a los dioses de la guerra a sus prisioneros de guerra, y a los recién nacidos los entregaban como ofrenda a los dioses de la cosecha2. Hasta el siglo XIII los sacrificios humanos fueron corrientes entre los prusianos y lituanos paganos. Todo esto llegó a su fin por influencia del cristianismo.
Suicidio: En tiempos de Roma, quitarse la vida era considerado por lo general un acto glorificador. El suicidio se practicaba bastante. Muchos filósofos y escritores romanos famosos, así como algunos emperadores, se suicidaron. También se usaba como castigo, ya que los emperadores a veces mandaban a quienes los desagradaban que se «cortaran las venas». Aunque los ciudadanos romanos no tenían prohibido quitarse la vida, a los esclavos no les estaba permitido hacerlo, ya que eran considerados propiedad de alguien; ni a los soldados, a menos que estuvieran rodeados de adversarios en el campo de batalla.
Los cristianos predicaban que, siendo Dios el creador y dador de la vida, poner fin a la vida de una persona era prerrogativa exclusiva Suya. Dirigentes cristianos de los siglos III y IV, como Clemente de Alejandría, Gregorio Nacianceno y Eusebio, se opusieron al suicidio. También los concilios de la iglesia que hubo entre el siglo IV y el XIV. Tomás de Aquino escribió que quitarse la vida estaba moralmente mal por ser un pecado contra la naturaleza: «Todo ser se ama naturalmente a sí mismo. Un hombre cualquiera es parte de la comunidad; el que se suicida injuria a la comunidad. La vida es un don divino; el que se priva a sí mismo de la vida peca contra Dios»3.
En el mundo romano de la época de Jesús se atribuía muy poco valor a la vida humana. Que se sepa, matar o abandonar a un recién nacido no suscitaba indignación moral. Por lo general, quitarse la vida no se entendía como malo desde el punto de vista moral. Entretenerse viendo a los gladiadores matarse entre sí se consideraba normal. (Claro que hoy en día muchas películas y programas de televisión contienen escenas atroces de violencia, muerte y asesinatos; la diferencia es que, aunque ver esas escenas no sea espiritualmente saludable, la muerte que en ellas se representa es simulada, no real.)
En la Antigüedad, la vida tenía poco valor. Sin embargo, con la difusión del cristianismo por el Imperio romano su valor comenzó a aumentar. El mensaje de que la vida humana era sagrada fue echando raíz, así como el concepto de que quitarle la vida a un ser humano inocente estaba moralmente mal. A lo largo de los siglos, el impacto del mensaje cristiano dio origen a una concepción moral de la vida humana que se ha extendido por el mundo y ha contribuido a cambiarlo.
Publicado por primera vez en abril de 2019. Adaptado y publicado de nuevo en septiembre de 2025.
1 Porciones de este artículo fueron extraídas de How Christianity Changed the World, de Alvin J. Schmidt (Zondervan, 2004).
2 Thomas Cahill, «Ending Human Sacrifice», Christian History 60 (1998): 16.
3 Tomás de Aquino, Suma de teología (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1990), parte II-II, cuestión 64, art. 5, pp. 533,534.