Dios sabe cómo te sientes
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Puede que pienses: «Nadie sabe lo que estoy pasando, nadie siente el dolor que estoy sintiendo».
Pero Dios sí lo sabe.
Él conoce tus sentimientos y contrariedades. Él entiende la crisis que atraviesa tu alma. Para Dios ningún dolor pasa inadvertido. El Salmo 56:8 dice: «Tú has visto mi sufrimiento, has recogido mis lágrimas»[1].
A menudo, en medio de una situación dolorosa, nos sentimos muy aislados y solos. Podría ser a raíz de la muerte de un familiar, un divorcio, tal vez nos han despedido del trabajo, y pensamos: «Nadie entiende cómo me siento; nadie se da cuenta de cómo me siento; nadie percibe el dolor».
Pero Dios sí te entiende y «el Señor es como un padre con sus hijos, tierno y compasivo con los que le temen»[2].
Dios no solo lo entiende; ¡le importa!
Él conoce las causas, las razones, cómo se suscitaron los acontecimientos. Él lo entiende porque Él te creó, y se compadece del dolor de tu corazón como nadie.
Como Dios comprende nuestros fracasos y desalientos podemos encomendarle esos sentimientos: «Confíen a Dios todas sus preocupaciones, porque Él cuida de ustedes»[3]. Entrégaselas definitivamente a Dios, de una vez por todas, y luego, no las vuelvas a tomar. Rick Warren
Dios nos entiende
De los muchos mensajes que Jesús nos enseñó [...] sobre el estrés, el primero es este: «Dios sabe cómo te sientes».
Fíjense cómo J. B. Phillips traduce Hebreos 4:15:
No tenemos un Sumo Sacerdote sobrehumano a quien nuestras debilidades le sean incomprensibles; Él mismo compartió plenamente nuestra experiencia de tentación, solo que nunca pecó.
El escritor de Hebreos es inflexible hasta el punto de la redundancia. Es como si previera nuestras objeciones. Es como si supiera que le diremos a Dios lo que el hijo de mi amigo le dijo: «Dios, para ti es fácil desde allá arriba. No sabes lo difícil que es desde aquí abajo». Y proclama osadamente la capacidad de Jesús para comprender. Lean las palabras que usa de nuevo.
Él mismo. No un ángel. No un embajador. No un emisario, sino el propio Jesús.
Compartió plenamente. No parcialmente. No casi. No en gran medida. Totalmente. Jesús compartió plenamente.
Nuestra experiencia. Cada sufrimiento. Cada dolor. Todas las situaciones estresantes y todas las tensiones. Sin excepción. Sin sustitutos. ¿Por qué? Para poder compadecerse de nuestras debilidades.
Un político se pone un casco y entra a la fábrica como si fuera uno de los empleados. Un trabajador social va al centro de la ciudad y pasa la noche en las calles con las personas sin hogar. Un general entra al comedor y se sienta con los soldados como si él fuera un soldado raso.
Los tres quieren comunicar el mismo mensaje: «Me identifico contigo. Puedo entender. Comprendo». Pero hay un problema. Los empleados de la fábrica saben que el político se quitará el casco cuando el equipo de televisión se haya retirado. Los marginados saben que el trabajador social dormirá en una cama caliente la noche siguiente. Y los soldados son muy conscientes de que por cada comida que tome el general en el comedor, comerá docenas de veces en los salones de los oficiales.
Por más que lo intenten, esos profesionales bien intencionados no entienden realmente. Su participación es parcial. La participación de Jesús, sin embargo, fue total.
Cada página de los Evangelios recalca este principio crucial: Dios sabe cómo te sientes. Del entierro a la fábrica al desespero de un horario exigente. Jesús entiende. Cuando le dices a Dios que has tocado fondo, Él sabe a qué te refieres. Cuando niegas con la cabeza por un plazo imposible, Él también sacude la cabeza. Cuando tus planes son interrumpidos por personas que tienen otros planes, Él asiente con empatía. A Él le ha pasado. Él sabe cómo te sientes.
Él voluntariamente se convirtió en uno de nosotros. Se puso en nuestro lugar. Sufrió nuestros dolores y sintió nuestros miedos. ¿Rechazo? Él lo sintió. ¿Tentación? Él la conoció. ¿Soledad? Él la experimentó. ¿Muerte? Él la probó. ¿Estrés? Podría escribir un best-seller al respecto.
¿Por qué lo hizo? Por una razón. Para que cuando sientas dolor acudas a Él —tu Padre y tu Médico— y dejes que te sane. Max Lucado[4]
Consuelo para el abatido
La realidad es que cuando alguien está sufriendo no sabemos por lo que está pasando. Incluso si hemos experimentado circunstancias similares a las de una persona que sufre, no percibimos el mundo de la misma manera que ella. Y no tenemos el mismo historial personal, composición biológica o sistema de apoyo. Cuando alguien está pasando por un fuego de prueba, solo podemos entender una pequeña porción de lo que realmente está experimentando.
Nuestra capacidad limitada de comprender el sufrimiento de los demás es lo que hace que 2 Corintios 7:6 sea un versículo tan precioso. Dice: «Pero Dios, que consuela a los abatidos...»
Jesús nos conoce plenamente. Él conoce nuestras virtudes y defectos, nuestra historia familiar, nuestra composición biológica, nuestra cosmovisión. Él conoce todos nuestros rincones y grietas. Nos conoce mejor que nosotros mismos. Y también conoce el sufrimiento en un grado intenso y personal. El conocimiento de Jesús sobre el sufrimiento no es abstracto ni lo percibe desde una torre de marfil ni proviene de libros de texto. Jesús fue varón de dolores. Fue burlado, traicionado y humillado. Mientras colgaba de la cruz, fue separado del Padre. Jesús conoció el dolor insoportable, abrumador y aplastante.
La combinación de la omnisciencia de Jesús y Su experiencia personal con el sufrimiento profundo lo facultan perfectamente para consolarnos en nuestro propio sufrimiento. Él de veras sabe lo que estamos pasando y está listo para consolarnos cuando estamos abatidos. Él no nos abandona en medio de la confusión ni nos deja atravesar el sufrimiento por nuestra cuenta. Él no nos dice que nos aguantemos, que respiremos hondo y nos levantemos. Nos viene al encuentro en nuestro estado de abatimiento y derrama gracia sobre nosotros.
El sufrimiento nos tienta a alejarnos de Dios cuando en realidad deberíamos acercarnos con mayor ahínco a Dios. ¿Estás abatido? ¿Estas sufriendo? ¿Tienes la impresión de que te han masticado y escupido? ¿Te sientes como mantequilla untada en demasiado pan? Acércate al Dios que consuela al abatido. Acércate al Dios que te conoce a la perfección y sabe exactamente lo que necesitas. Acércate en tu debilidad y abatimiento, cuando estés a punto de tirar la toalla.
Dios tiene un lugar especial en su corazón para el abatido. Acércate a ese lugar. Stephen Altrogge[5]
Amor incondicional
El amor que Él abriga por ti es incondicional. Por muy débil o descorazonado que te sientas o muy defraudado que estés contigo mismo o con los demás, Dios te ama igual. Su gran amor —que es total, sublime y perfecto— no disminuye en razón de las circunstancias, sean cuales sean. Él no deja de derramarlo. Lo entrega sin medida, sin límite. Su amor es de una belleza sin igual.
Su amor se vierte siempre a raudales, inconteniblemente, en toda su plenitud. Lo mejor de todo es que está a nuestro alcance experimentarlo. Podemos dejar que se manifieste en nuestra vida si se lo permitimos, si le abrimos una vía para ello. Cuando mantenemos una relación estrecha con Él, vivimos en Su Palabra y lo amamos, le damos la posibilidad de verter Su amor sobre nosotros. María Fontaine
Publicado en Áncora en septiembre de 2018. Leído por Gabriel García Valdivieso.
[1] PDT (Palabra de Dios para Todos).
[2] Salmo 103: 13 (PDT).
[3] 1 Pedro 5:7 (PDT).
[4] Max Lucado, En el ojo de la tormenta (Thomas Nelson, 2011).
[5] https://www.biblestudytools.com/blogs/stephen-altrogge/the-god-who-actually-does-know-what-you-re-going-through.html.
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