Dios en el mundo
John Lincoln Brandt
«En el principio, Dios.» Génesis 1:1
Las palabras «en el principio, Dios» se erigen como un arco a la entrada del universo. En el principio del Cielo, Dios; en el principio de la Tierra, Dios; en el principio del tiempo, Dios; en el principio de la humanidad, Dios; en el principio de la Biblia, Dios; en el principio de la salvación, Dios.
Si miramos hacia atrás, a un tiempo en el universo en que caóticas neblinas cubrían la mañana de la creación, vemos escrita sobre sus penachos plateados esa palabra infinita, Dios. Si miramos hacia arriba, a las estrellas del firmamento, y contemplamos su número y magnitud, y el poder que las creó y las sostiene, pensamos en Dios. Si miramos hacia el futuro infinito, hacia el que todos nos dirigimos, nos encontramos con Dios.
El concepto de Dios está en el centro del universo espiritual. Es el punto focal del pensamiento humano. Es la respuesta que sacia la sed del alma. Es la oración universal. Es la idea más sublime del mundo. Es una idea que nos sobrecoge; que nos enseña humildad; que nos exalta y nos salva; que nos inspira y nos hace creer en nuestra inmortalidad. Es el fundamento del progreso religioso.
Tarde o temprano, cada uno de nosotros sube o cae según cuál sea su concepto de Dios. La idea de Dios ha inspirado todo servicio noble y ha impulsado a los buenos y a los grandes hombres en sus actos de bondad y filantropía.
Lamentablemente, nuestro Dios ha sido presentado bajo una luz que ni es atractiva ni está diseñada para inducirnos a amarlo. En el arte se lo pinta con excesiva frecuencia sentado de una manera rígida y formal en una silla de respaldo recto, mirando hacia el vacío, con una corona en la cabeza y con los pies apoyados en un globo terráqueo, como si fuera el terrible gobernante de la Tierra.
En la ciencia, con excesiva frecuencia se lo ha representado no como una persona —no como un Padre con el corazón henchido de amor, con oídos para escuchar el clamor de Sus hijos, con labios para perdonar nuestros pecados, con ojos para mirarnos con ternura cuando dudamos—, sino como un ente irreal e intangible, sin personalidad.
En filosofía se lo representa con excesiva frecuencia como si hubiera creado el mundo y luego lo hubiera abandonado a su suerte, para que recorriera el espacio en obediencia a las leyes de la naturaleza, dejando a nuestra especie sin esperanza, privada de la oración, sin permiso para acercarse al trono de la gracia.
En el panteísmo, Dios es equiparado al universo. Es, por tanto, una flor, o una piedra, o un árbol, o la luz, o el calor, o la tierra, o el cielo, o el conjunto de todo ello; un Dios sin pensamiento ni emociones; un Dios sin ternura ni amor; un Dios no interesado en los asuntos de la humanidad.
En la historia se lo ha representado frecuentemente como un Rey conquistador que gobierna a la gente con voluntad férrea; como un Juez que aplica las leyes; como un Amo que subyuga a Sus esclavos; un Dios cuya ira debemos aplacar y cuyo favor debemos ganarnos ofreciéndole sacrificios.
Pero nos alegramos de tener en Cristo un nuevo concepto de Dios. Jesús nos enseñó a decir: «Padre nuestro». Fue la enunciación de la gran verdad de la paternidad universal de Dios y la hermandad de los hombres. Ni el arte, ni la ciencia, ni la filosofía, ni el panteísmo, ni la historia habían enseñado una visión tan completa de nuestro Dios. Es un nuevo concepto de Dios que nos vino por medio de la revelación del Señor Jesucristo; un concepto de Dios que reúne en una sola familia a todos los que habitan sobre la faz de la Tierra; un concepto que iguala todas las castas y categorías humanas; un concepto que trae paz y buena voluntad a los hombres; un concepto que une todas las razas y colores en un vínculo común de simpatía; un concepto que santos y pecadores, esclavos y libres, griegos y bárbaros, pueden aceptar con todo el corazón y el alma.
Nos gusta tener ese concepto de Dios. Es posible que nos apropiemos de ese concepto de que es nuestro Padre aun sin ser capaces de captar cabalmente su significado. La Biblia da por sentado que Dios existe y que la conciencia de toda persona da testimonio de ello. Partiendo de esa idea, nos encanta pensar que Dios está en el mundo y que el mundo le pertenece, y que en Él vivimos, nos movemos y somos[1].
Satanás ha estado en el mundo, lo ha reivindicado y lo ha regido como príncipe de los poderes de las tinieblas. Lo reivindicó cuando llevó a Jesús a un monte, le mostró todos los reinos del mundo y se los ofreció a condición de que se postrara ante él y lo adorara. Pero nos alegramos de que el poder de Satanás haya sido quebrantado y de que la gente se haya vuelto de Satanás a Dios. Grandes conquistadores han estado en el mundo y han intentado dominarlo. Los hombres ricos han tratado de comprarlo; los monopolistas han intentado monopolizarlo; los reyes han procurado gobernarlo; pero todos los esfuerzos por controlar la Tierra han sido un fracaso tan mayúsculo que en el corazón de los usurpadores se podrían escribir las palabras que hay sobre la puerta de la Royal Exchange de Londres: «Del Señor es la tierra y su plenitud».
Dios está en el mundo como su creador. Las Escrituras dicen que «en el principio, Dios creó los cielos y la tierra». «Tú hiciste los cielos de los cielos, con todo su ejército, la tierra y todo lo que está en ella, los mares y todo lo que hay en ellos. Tú vivificas todas estas cosas»[2]. «Él extiende el Norte sobre el vacío, cuelga la tierra sobre la nada»[3].
«Todo lo hizo hermoso en su tiempo»[4]. «El espíritu de Dios me hizo y el soplo del Omnipotente me dio vida»[5]. «Él nos hizo y no nosotros a nosotros mismos; pueblo Suyo somos y ovejas de Su prado»[6]. «Él es quien da a todos vida, aliento y todas las cosas. De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos y los límites de su habitación»[7].
En la naturaleza hay un diseño, y un diseño presupone un diseñador. Un barco presupone un constructor naval; un reloj, un relojero; un mundo, un diseñador y hacedor de ese mundo. Un diseñador de un mundo es un pensador, y ese pensador es Dios, creador del universo. La humanidad ha hecho cosas maravillosas. Grandes son la belleza del arte y las maravillas de la ciencia; sin embargo, con toda su hermosura y acabado, ninguna puede igualar la delicadeza de una florecilla, o superar la belleza de una magnífica puesta de sol o la grandeza del firmamento engastado de estrellas. Ni el más grande de los hijos de Dios, aunque se le exigiera al máximo, aunque su vida dependiera de ello, sería capaz de hacer una brizna de hierba. Dios está en la armonía, las leyes, el orden, la inteligencia, el diseño, la relación de causa y efecto, la adaptación de los medios a un fin y propósito de toda la naturaleza.
Por lo tanto, resumamos todo el asunto y escuchemos la conclusión de toda esta disertación: Nuestro Dios es grande, santo, sabio, bueno, poderoso y misericordioso. Está en el mundo, en su creación, conservación, historia y redención. ¿Estás preparado para presentarte ante Él? Si no es así, te ruego que, por Su amor y misericordia, te prepares para conocerlo. Prepárate mientras tienes la oportunidad. Acepta la invitación que se te hace. ¡Cumple Su voluntad y conságrate hoy mismo en cuerpo, alma y espíritu a Su servicio!
John Lincoln Brandt (1860–1946) fue el padre de Virginia Brandt Berg. Texto tomado de Soul Saving Revival Sermons, publicado originalmente en 1907.
[1] Hechos 17:28.
[2] Nehemías 9:6.
[3] Job 26:7.
[4] Eclesiastés 3:11.
[5] Job 33:4.
[6] Salmo 100:3.
[7] Hechos 17:25,26.
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