Cultivar la generosidad
Peter Amsterdam
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Si cultivamos la actitud de que la acumulación de riquezas y posesiones es necesaria para nuestra felicidad y la convertimos en nuestro foco de atención, empezamos a dar primacía en nuestra vida a los bienes materiales y no a Dios, que con toda razón se lo merece. Pablo califica la codicia de idolatría, por cuanto ocupa en nuestro corazón el lugar que pertenece a Dios y solo a Él. (Colosenses 3:5).
El dinero y las posesiones no son malos de por sí. Tanto el octavo mandamiento, «no robarás» (Éxodo 20:15) como el décimo, que nos insta a no codiciar los bienes ajenos (Éxodo 20:17), legitiman la propiedad privada. No obstante, cuando atribuimos excesiva importancia a las cosas materiales, nuestro deseo de posesiones y dinero resulta ser nuestra prioridad, y Jesús nos advirtió claramente de ese peligro:
«No acumulen para sí tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde los ladrones se meten a robar. Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón. [...] Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas» (Mateo 6:19–21, 24).
Cuando nuestras posesiones o el deseo desmedido de poseer más tienen supremacía en nuestro corazón, cuando nuestra felicidad pende de cosas materiales, es preciso que Dios nos ayude a revertir la situación, de modo que nos concentremos en los bienes que ya nos ha concedido. Quizá queramos plantearnos la pregunta: «¿He puesto la mira en lo terrenal en lugar de fijarme en lo celestial? ¿Confío en lo económico o en el amor de Dios y Sus promesas para gozar de seguridad? ¿Abrigo un deseo desordenado de dinero y cosas materiales?» Es provechoso que nos recordemos a nosotros mismos que, en última instancia, todo pertenece a Dios y que es un regalo que nos da, y que Él es generoso.
Al cultivar la generosidad nos concentramos en almacenar tesoros en el cielo (Lucas 18:22). También conviene recordar que la vida es corta y que al morir abandonamos todas nuestras posesiones, estatus, títulos y riquezas. Ni nuestras posesiones materiales ni nuestra posición social jamás nos satisfarán plenamente, puesto que la verdadera satisfacción se halla únicamente en Dios. Cuando a Jesús se le ofrecieron los reinos de este mundo y todas sus riquezas, rechazó la oferta, pues no tenía la menor intención de apartarse de lo más valioso que era amar y servir a Su Padre (Mateo 4:8–10).
Cuando pensamos en Dios en el marco de la generosidad nos damos cuenta de lo espléndidamente dadivoso que es. Vemos Su esplendidez al entregarnos a Su Hijo para que muriera por nosotros y pudiéramos experimentar el perdón y la vida eterna. Nos ofrece la salvación a modo de regalo: «Ustedes han sido salvados gratuitamente mediante la fe. Y eso no es algo que provenga de ustedes; es un don de Dios» (Efesios 2:8).
Dios es generoso con Su gracia. «En Él tenemos redención por Su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de Su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros» (Efesios 1:7,8).
Todos los días también apreciamos la generosidad de Dios en el mundo que nos rodea, en la belleza natural de la creación, los magníficos colores, los arreboles al atardecer, la melodía del trino de los pájaros y en muchas otras cosas. Además, gozaremos del Cielo: «Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman» (1 Corintios 2:9).
Cuando entendemos que Dios es generoso por naturaleza, que todo lo que nos ha concedido es valioso pero al mismo tiempo inmerecido, entonces —movidos por ese deseo de parecernos a Él— deberíamos ser igualmente generosos con nuestros semejantes.
Otra clave de la generosidad es entender debidamente el concepto de propiedad, reconocer que siendo Dios el creador de todas las cosas, en últimas es dueño de todo y lo que nos ha confiado queda bajo nuestro cuidado (Job 41:11). Si bien es posible que seamos nosotros los que ganamos dinero para adquirir cosas, el Señor es el que en última instancia nos da vida, habilidades y todo lo que poseemos, lo que a su vez nos capacita para hacer lo que hacemos. Este concepto se advierte en Deuteronomio 8:10, momento en que se instruye a los israelitas a dar gracias a Dios por los alimentos que cultivaron, puesto que fue Dios el que les proporcionó la tierra y los medios para cultivarla. Aunque trabajaron para producir la comida, Dios los dotó de los medios.
Aceptar que somos simples custodios de las cosas con que Dios nos ha favorecido y que Él es el máximo ejemplo de generosidad, nos anima a amoldar nuestra actitud a la Suya en cuanto a generosidad. Examinemos parte de lo que nos enseña la Escritura sobre el tema visto desde la perspectiva divina.
Un préstamo al pobre es un préstamo al Señor, y el Señor mismo pagará la deuda (Proverbios 19:17).
Den, y se les dará: se les echará en el regazo una medida llena, apretada, sacudida y desbordante. Porque con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes (Lucas 6:38).
Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza ni por obligación, porque Dios ama al dador alegre (2 Corintios 9:7).
Se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: «Más bienaventurado es dar que recibir» (Hechos 20:35).
Muchos de nosotros no tenemos grandes sumas de dinero, pero la dadivosidad no está limitada a lo estrictamente monetario. Podemos emplear las habilidades, tiempo, aptitudes y dones que Él nos ha otorgado, como también nuestros medios económicos —siempre que los poseamos— para ayudar a otros seres humanos. Si bien no todos tenemos la misma cantidad de bienes materiales ni de tiempo, todos podemos ingeniárnoslas para dedicar abnegadamente algún tiempo en beneficio de los demás. Dios nos ha dotado a cada uno de ciertos dones, talentos y aptitudes con los que podemos colaborar. Tal vez queramos, pues, retribuírselo empleando algunos de ellos en servicio al prójimo.
Como administradores de todo lo que Él nos ha concedido, cuando nos servimos de nuestros dones, aptitudes, dotes y medios económicos en concierto con la generosidad de Dios, lo honramos. Por mucho que la ofrenda de nuestro tiempo o nuestros recursos económicos o de las dotes o habilidades que nos ha dado Dios constituyan un sacrificio, la Escritura nos enseña que quienes lo hacen serán galardonados en esta vida y en la venidera. «Mándales que hagan el bien, que sean ricos en buenas obras, y generosos, dispuestos a compartir lo que tienen. De este modo atesorarán para sí un seguro caudal para el futuro y obtendrán la vida verdadera» (1 Timoteo 6:18,19).
Claro que algunas personas son capaces de dar más que otras, porque tienen más. Las bendiciones adjudicadas a quienes practican la generosidad no están vinculadas a la cantidad que dan. Jesús expresó esto cuando «levantando los ojos, vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas. Vio también a una viuda muy pobre que echaba allí dos blancas. Y dijo: “En verdad os digo que esta viuda pobre echó más que todos, pues todos aquellos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; pero esta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía”» (Lucas 21:1-4).
Para cultivar la generosidad debemos aceptar que somos administradores —no dueños— de nuestras posesiones materiales y que estamos llamados a ser buenos custodios de lo que se nos ha encomendado. A los administradores o mayordomos nos urge acudir al Señor para que nos oriente en cuanto al uso que debemos dar a los bienes con los que nos ha bendecido. Esto significa preguntarle cómo quiere Él que aprovechemos para Su gloria esos bienes concedidos.
La Escritura nos ofrece mucha orientación en ese sentido. Sabemos que debemos proveer para nuestra familia (1 Timoteo 5:8), hacer lo que podamos para ayudar a los necesitados, dar ofrendas al Señor, vivir según nuestros medios y posibilidades, contentarnos con lo que tenemos, y andar en oración. Asimismo debemos confiar en que Dios proveerá para nuestras necesidades y agradecerle, tanto si tenemos de sobra como si padecemos escasez (Filipenses 4:12).
Ser agradecidos con el Señor demuestra que reconocemos Su bondad y fidelidad para proveer lo que necesitamos y velar por nosotros. Le expresa que reconocemos nuestra total dependencia de Él y que todo lo que tenemos proviene de Su mano. Cuando nos mostramos agradecidos con Él reconocemos Su divina majestad, Su generosidad, Su amor y Sus atenciones.
Cuando Pablo le expuso a los colosenses algunos de los requisitos esenciales para vivir su fe, mencionó entre otras virtudes la gratitud. «Por eso, de la manera que recibieron a Cristo Jesús como Señor, vivan ahora en Él, arraigados y edificados en Él, confirmados en la fe como se les enseñó, y llenos de gratitud» (Colosenses 2:6,7).
La gratitud es parte integral de nuestra relación con Dios. Desgraciadamente a veces no agradecemos a Dios por los favores que nos otorga ni se los reconocemos. Es fácil acostumbrarse a todo lo bueno que tenemos o incluso a no apreciar la mano de Dios en ello. Es preciso esforzarnos por tomar mucha mayor conciencia de las abundantes bendiciones de Dios en nuestra vida. Lo haremos si cultivamos el hábito de reconocer todos los bienes que tenemos, así los grandes como los pequeños, y si lo alabamos y le agradecemos por ellos con regularidad: «dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Efesios 5:20).
Publicado por primera vez en enero de 2017. Adaptado y publicado de nuevo en octubre de 2023. Leído por Gabriel García Valdivieso.
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