Confesión
Virginia Brandt Berg
[Confession]
Saludos en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Que Dios te bendiga y haga resplandecer Su rostro sobre ti hoy.
Aquí tienen un poema de Elsie Ployer. Sus poemas han sido una fuente de ánimo para muchísimas personas. Se titula: «Vete y no peques más»:
Una mujer fue llevada ante el Señor,
acusada por hombres altivos y arrogantes
de romper y quebrantar sin pundonor
uno de los mandamientos más importantes.
«Moisés decretó que debían morir
las mujeres como ella», dice la gente,
«pero, al respecto, ¿qué tienes que decir?»
El Salvador calla y se gira lentamente.
Con maldad, esperaban acusar al Señor
de la ley mosaica romper y quebrantar,
pero quedaron perplejos y llenos de estupor
al observar Su silencio y prudencia sin par.
La mujer, temblando avergonzada,
con el corazón lleno de remordimiento
luce completamente abatida y desolada,
su mundo se ha hundido en un momento.
Jesús seguía escribiendo, dice la tradición,
con un dedo de Su mano firme y morena,
y ellos continuaron censurando sin razón
que callara y dejara Sus dichos en la arena.
Sí, solo en la arena dejó escrito Su parecer,
donde la brisa todo se lo puede llevar
y cada feo pecado el viento hace desvanecer,
para siempre olvidado, por siempre jamás.
Los escribas y fariseos, ansiosos e impacientes
aguardaban la respuesta de Jesús escuchar,
¿será que Dios le dio sabiduría sin precedentes
para a aquellos hombres santurrones acallar?
Les dijo: «Tire la primera piedra a esta mujer
aquel de vosotros que no tiene ningún pecado».
Poco a poco se marcharon, humillados al ceder,
dejando a Jesús y a la llorosa mujer a su lado.
Aquella mujer, llena de gratitud y amor,
ante nuestro dulce Jesús se arrodilla.
«Tampoco Yo te condeno», afirma el Señor,
«vete y no peques más». ¡Su perdón me maravilla!
Si tan solo ella alzara su cabizbaja mirada
con un solo vistazo le habría bastado
para percibir la maravillosa gloria de Dios
en el divino rostro de mi Jesús amado.
¡Qué poema tan bello! Se basa en este pasaje que tanto amamos de la Palabra de Dios porque nos habla sobre el amor y el perdón del Señor Jesucristo.
En Juan 8 leemos:
Jesús se fue al monte de los Olivos. Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a Él; y sentado Él, les enseñaba:
Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?»
Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y como insistieron en preguntarle, se enderezó y les dijo: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella».
E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.
Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?» Ella dijo: «Ninguno, Señor». Entonces Jesús le dijo: «Ni Yo te condeno; vete, y no peques más» (Juan 8:1:11).
Y yo quiero añadir, si Jesús hizo así con aquella mujer que cometió tal pecado y que estaba bajo tan tremenda condenación, con toda seguridad también te perdonará a ti. ¡Hay sitio para ti en la cruz!
En 1517, Londres sufrió una gran revuelta. Muchas casas fueron saqueadas1. La insurrección reinaba por todas partes, desde la Torre de Londres la guardia disparaba a los insurgentes y en todos los rincones los agredían bandas armadas. Trescientos hombres fueron arrestados, sometidos a juicio y condenados a la horca, y quinientos más fueron encarcelados y llevados ante el rey Enrique VIII para ser juzgados.
El juicio se llevó a cabo en Westminster Hall y aquel día, estos quinientos hombres se presentaron, escoltados por los guardias, y cada uno con una soga al cuello. Antes de que el rey pronunciara la sentencia de muerte, tres reinas entraron al salón por una puerta lateral. Se trataba de la reina Catalina de Aragón, esposa del rey, la reina Margarita de Escocia, hermana del rey, y María de Francia.
Acercándose al trono y postrándose de rodillas ante el rey, le recordaron que todos los hombres se declararon culpables porque llevaban una soga al cuello. El rey quedó sumamente conmovido, y las lágrimas y ruegos de las tres reinas prevalecieron por encima de la ley. Todos y cada uno de aquellos hombres temblorosos fue perdonado y puesto en libertad.
¿De qué forma demostraron aquellos hombres su culpabilidad? Según la costumbre de su época, cada uno se ató una soga al cuello. Era lo mismo que decir: «Soy culpable del delito que se me imputa y merezco la muerte. Aquí está la soga con la que me pueden colgar.»
Y de igual modo, nosotros como pecadores podemos acudir a la presencia del Señor portando la soga de la confesión y así encontrar Su favor y Su perdón. ¿Recuerdas la historia del publicano? Acudió a orar con su soga y clamó: «Dios mío, ten misericordia de mí, porque soy un pecador». Y descendió a su casa justificado. (V. Lucas 18:13-14.)
Sin confesión no hay perdón, pero cuando confesamos nuestros pecados recibimos perdón instantáneo, pues así lo ha dispuesto el Señor, esos son los términos que ha establecido en Su Palabra. Recordemos que no existe perdón fuera de la expiación de Cristo.
Pablo nos dice en 2 Corintios 5:21: «Al que no conoció pecado (Jesucristo), por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él». El inmaculado Hijo de Dios se hizo pecado para asumir las consecuencias de nuestro pecado. El que no tenía pecado alguno, cargó todos los nuestros: los tuyos y los míos.
Jesús cumplió con toda la ley y sabemos, sin sombra de duda, que la deuda por nuestros pecados ha sido cancelada. Pablo dice: «Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de Él se anuncia perdón de pecados, y […] en Él es justificado todo aquel que cree» (Hechos 13:38-39).
Nadie tiene suficiente bondad
para el precio del pecado pagar,
solo Cristo pudo la puerta del Cielo abrir
para dejarnos entrar a ti y a mí2.
Solo la sangre de Jesús tiene poder para limpiarnos del pecado, ese poder no existe en ningún otro lugar. Para obtener perdón, primero debemos confesarle nuestros pecados al Señor. Hasta entonces, no hallaremos reposo por las faltas y pecados que cometamos contra nuestro amoroso Dios.
En Proverbios 28:13 dice: «El que oculta sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y se aparta de ellos alcanzará misericordia». Y el rey David dijo: «Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día» (Salmo 32:3). La mano del Señor estuvo contra él mientras encubrió su pecado y no quiso confesarlo a Dios, ni hacerse responsable. Los pecados ocultos que no confesamos son como veneno que nos roba la vida. De modo que David dice: «Se volvió mi verdor en sequedades de verano» (Salmo 32:4).
Es maravilloso cuando acudimos humildemente al Señor para confesar nuestros pecados y nos ponemos a bien con Él. Como dice el Salmo 32:5: «Dije: Confesaré mis transgresiones al Señor, y Tú perdonaste la maldad de mi pecado».
Amigo, acude al Señor y verás cómo te recibe con los brazos abiertos. Confiesa tus faltas y Él te dirá: «Ni Yo te condeno, vete y no peques más».
Hay lugar para ti en la cruz. Amén.
Texto adaptado de la transcripción de un programa de Momentos de meditación. Publicado en Áncora en febrero de 2024.
1 A los disturbios que tuvieron lugar en 1517 los llamaron Evil May Day o Ill May Day. Protestaban contra los extranjeros que vivían en Londres. Wikipedia
2 Tomado de There Is a Green Hill Far Away, de Cecil Francés, Alejandro (1848).
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