Buscar una patria mejor
Dwight L. Moody
De niño me imaginaba el Cielo como una ciudad grande y muy luminosa, con enormes murallas, cúpulas y chapiteles. También imaginaba que sus únicos habitantes eran ángeles vestidos de blanco, a quienes yo no conocía. Después de que murió mi hermanito, seguía imaginándome el Cielo como una gran ciudad, con muros, cúpulas, torres y una multitud de ángeles fríos y desconocidos, y que también allí estaba un niñito que yo conocía. Se podría decir que ese niñito era la única persona que conocía en esas tierras. Luego, murió otro hermano, y entonces ya conocía a dos personas en el Cielo. Más adelante, cuando mis amigos comenzaron a morir, aumentó el número de personas que conocía en el Cielo.
Sin embargo, solo después de que uno de mis hijos partió para volver a Dios empecé a pensar que en el Cielo había algo que me interesaba. Murió el segundo, el tercero, el cuarto. Cuando ya había en el Cielo muchas personas que conocía, dejé de imaginármelo como un lugar con muros, cúpulas y torres. Pensaba en los habitantes de la ciudad celestial. Y ahora que han partido tantas personas que conozco, a veces me parece que tengo más conocidos en el Cielo que en la tierra.
El hogar para el alma
Para nosotros, ese hogar es inmutable;
Jesús de Nazaret allí nos espera.
En ese bello país todo será agradable,
Él es Rey y nuestra alegría será eterna.
Sostiene nuestras coronas en Sus manos.
Sin tristezas, dolores ni llantos
con arpas y cantos llegaremos,
y de nuevo juntos estaremos[1].
[…] ¿Cuál ha sido y cuál es ahora, uno de los sentimientos más intensos del corazón humano? ¿Acaso no es encontrar un lugar mejor, más bello que el que tenemos ahora? Eso es lo que buscan los hombres en todas partes. Y lo pueden encontrar si quieren; pero se debe dirigir la mirada hacia arriba y no hacia abajo. Mientras más conocimiento tienen los hombres, más compiten unos con otros y más procuran hacer atractivos sus hogares. Sin embargo, el hogar más deslumbrante de la tierra solo es un establo vacío si lo comparamos con las mansiones celestiales.
¿Qué es lo que buscamos cuando somos viejos y nos acercamos al término de nuestra vida? ¿Un lugar protegido, tranquilo, donde disfrutemos, si no un descanso constante, por lo menos una primicia del descanso que nos espera? ¿Qué motivó a Colón a atravesar mares desconocidos —aunque ignoraba cuál podría ser su suerte— sino la esperanza de hallar un país mejor?
Eso fue lo que sostuvo el corazón de los primeros colonos de Nueva Inglaterra. Salieron de su tierra natal debido a la persecución. Enfrentaron una costa dura, salvaje, en territorios enteramente desconocidos. A ellos los animaba la esperanza de llegar a un país libre y fértil, donde pudiesen descansar y adorar a Dios en paz.
Algo semejante es la esperanza que los cristianos tienen en el Cielo, solo que no se trata de un país que espera ser descubierto. Además, su encanto no se puede comparar con nada terrestre. Es posible que únicamente por causa de nuestra cortedad de miras no veamos las puertas celestiales abiertas para que entremos. Tal vez nuestra sordera nos impide oír la resonancia de aquellas campanas jubilosas del Cielo. A nuestro alrededor hay sonidos que no podemos percibir. Y el cielo está decorado con astros brillantes que nuestros ojos jamás han visto. A pesar de que sabemos muy poco de esa tierra rutilante y esplendorosa, de vez en cuando se deja entrever algo de su belleza.
Tal vez no conozcamos su aire templado
ni la belleza de todas sus flores
ni los cantos en las enramadas celestiales,
pues en ese lugar no hemos entrado.
Quizá no veamos las relucientes torres
de esa ciudad con nuestros ojos terrenales.
La muerte, callado celador, guarda la llave
que aquellas puertas elíseas abre.
Pero a veces, en un crepúsculo teñido de rojo,
una mano invisible mueve el cerrojo;
y al cerrarse en silencio la puerta
se queda un momento entreabierta.
Entonces en los cielos se ven reflejos de la gloria
que hay en su interior, parte de su historia[2].
Los que han estado allí, nos dicen que al subir los Alpes las casas de los pueblos distantes se pueden ver con gran claridad, tanto así que a veces se pueden contar uno por uno los cristales que forman las vidrieras de las iglesias. La distancia parece tan corta que al viajero le parece que podría prácticamente tocar con la mano el sitio al que se dirige. Y después de caminar horas enteras, parece que se encuentra a igual distancia que al principio. Se debe a la claridad de la atmósfera. Con perseverancia, sin embargo, el fatigado viajero llega al término de su viaje y halla el anhelado reposo. Así también a veces nos encontramos en las alturas de la gracia; el Cielo nos parece muy cerca, y vemos plenamente los montes de la tierra prometida. Otras veces, las nubes y nieblas del sufrimiento y el pecado no nos dejan ver. En los dos casos estamos igual de cerca al Cielo, y sin duda llegaremos allí si continuamos en el sendero que Cristo nos señaló.
He leído que en las playas del mar Adriático, las esposas de los pescadores que han salido a pescar tienen la costumbre de ir a la playa en la noche y con dulzura cantan la primera estrofa de un hermoso himno. Después de que la han cantado, esperan a que la brisa les traiga el eco de la segunda estrofa cantada por sus valientes esposos, mecidos por el viento fuerte. Y así, los maridos y las esposas quedan contentos.
Es posible que si prestáramos atención también podríamos oír —en medio de este mundo nuestro, agitado por las tormentas— un sonido, un susurro lejano que nos diga que hay un Cielo que es nuestro hogar. Cuando entonemos himnos en las playas de la Tierra, tal vez podamos oír los dulces ecos que repercuten en las arenas del tiempo y que animan el corazón de peregrinos y extranjeros. Sí, debemos mirar hacia arriba, en la lejanía, más allá de este mundo bajo. ¡Y aún aquí dejar que nuestros pensamientos y actos se eleven más alto!
Sabemos que cuando alguien sube en un globo aerostático lleva arena como lastre. Si desea subir más saca un poco de la arena y así sube un poco más alto. Luego, saca un poco más de arena y sube aún más alto. Y mientras más quiere subir, debe sacar más lastre. Así también nosotros, si queremos acercarnos a Dios tenemos que echar fuera las cosas de este mundo. Desprendámonos de ellas; no pongamos en ellas nuestra mira ni nuestro afecto. Más bien, hagamos lo que nos dice el Maestro: acumulemos tesoros en el Cielo. […]
Ahora bien, creo que a los cristianos practicantes debemos decirles que si edifican sobre lo que es temporal, quedarán decepcionados. Dios dice: edifiquen más arriba. Es mucho mejor llevar una vida con Cristo, en Dios, que en cualquiera otra parte. Yo preferiría que mi vida estuviera escondida con Cristo en Dios que estar en el Paraíso terrenal como estuvo Adán. Es posible que Adán pudiera haber permanecido dieciséis mil años en el Paraíso, y que después de todos modos llegara a perder la pureza original. En cambio, si nuestra vida está escondida en Cristo, ¡estaremos seguros!
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