Una pandemia de soledad
Gabriel García V.
[A Pandemic of Loneliness]
Numerosos reportajes nos alertan de que una plaga peor que el COVID azota a muchos países, una plaga cuyos síntomas son silenciosos, pero sus secuelas letales. Algunas la catalogan la globalización de la soledad, un tipo de epidemia que se propaga por el mundo con devastadoras consecuencias y que aqueja a jóvenes y viejos por igual.
Mucha gente vive incomunicada, retraída y aislada. Nadamos en un mar de soledad en el que la tecnología táctil ha sustituido el toque humano. En efecto, como lo predijo la Biblia, el amor de muchos se ha enfriado (Mateo 24:12).
«La soledad es la herida abierta de nuestro tiempo», dice el columnista y entrevistador chileno Cristián Warnken. Y añade: «Nos alerta el cambio climático, pero poco decimos y actuamos ante la desertificación humana», el desierto que se propaga sigilosamente sobre las relaciones interpersonales.
«La soledad literalmente puede acortar nuestra vida», declara Michel Poulain, demógrafo belga, especialista en estudios sobre longevidad y que introdujo el concepto de zonas azules, regiones del mundo en las que la gente goza de vidas excepcionalmente largas. Dice Poulain: «En las zonas azules las personas priorizan las relaciones sociales, se reúnen en las plazas, discuten en los cafés, juegan juntas. El contacto social es un principio verdaderamente esencial. En esas comunidades las relaciones interpersonales son el corazón de la vida diaria». Nos aconseja que «intentemos hablar con dos o tres personas durante el día».
Sin embargo, como mencioné anteriormente, mucha gente joven también es víctima de esta plaga de privación de compañía humana. Los niños no logran establecer vínculos significativos con sus pares y se ven expuestos a la depresión y a ideas suicidas. ¿Es la solución un tema exclusivamente médico? Medicalizar el asunto sería muy simplista, ya que también es un tema de índole social y espiritual.
¿Podemos los cristianos hacer algo para aliviar este mal? Indudablemente; poseemos un tesoro de recursos. El Espíritu de Dios puede potenciar nuestra capacidad y enseñarnos ingeniosas maneras de ayudar. Si conocemos a una persona solitaria, a lo mejor agradecería una llamada telefónica. Si nos percatamos de que un vecino rara vez recibe visitas, podemos pasar a saludarlo y preguntarle si le hace falta algo. Si alguien se suelta a contarnos sin parar una vivencia repleta de detalles —lo que suele indicar que no tiene con quien conversar— podemos prestarle oído hasta que termine su discurso. A gente que parece aislada podemos hacerle saber que estamos ahí para ella. De tales sacrificios se agrada Dios (Hebreos 13:16 nbla).
Como enseña Rick Warren: «Fuimos creados para formar comunidad». Estando pendientes unos de otros y amando al prójimo —nuestros vecinos, como dicen en inglés— como a nosotros mismos (Marcos 12:30,31), podemos contribuir a remediar ese mal, aunque solo sea en nuestro pequeño rincón del mundo. Y así, al dar ese primer paso para comunicarnos con los demás, aliviamos nuestro propio sentimiento de soledad. Reconfortamos y al mismo tiempo somos reconfortados. Las labores voluntarias, por ejemplo, nos ofrecen la oportunidad de brindarnos a las personas y al mismo tiempo satisfacer nuestra propia necesidad de confraternizar. Eso tiene un efecto maravilloso en nuestro espíritu y nos ayuda a mantenernos conectados, activos y a tono con los problemas del mundo de hoy.
Los cristianos también podemos labrar lazos comunitarios uniéndonos a una iglesia cercana, participando en un estudio bíblico o en un grupo de oración o de WhatsApp, etc. Cuando se dé la ocasión, conviene hacer un esfuerzo por vencer la timidez, acercarse a alguien y trabar conversación. Te sorprenderá la cantidad de personas interesantes, amigables y empáticas que conocerás y que con gusto charlarán contigo.
De modo que, por una parte, los cristianos somos transmisores de esperanza para los necesitados; y por la otra, si nosotros mismos nos sentimos solos y sin amigos, podemos integrarnos comunitariamente a través de diversos medios.
Hasta ahora hemos tocado el aspecto social. En el aspecto espiritual, la clave está en descubrir el amor incondicional que alberga Dios por cada uno de nosotros, Su precioso hijo o hija, y saber que Jesús se preocupa por nosotros y anhela ser nuestro mejor amigo.
De manera que si en estos momentos atraviesas por las hondonadas de la soledad o conoces a alguien que pasa por ese oscuro valle, cobra ánimo. Recuerda que Dios te acompaña y te consuela (Salmo 23:4) y no te dejará ni te desamparará (Deuteronomio 31:6). «Aunque mi padre y mi madre me dejen, con todo, el Señor me recogerá» (Salmo 27:10). La Escritura también nos garantiza que Jesús no nos dejará huérfanos (Juan 14:18). Para quienes han perdido su sentido de pertenencia —una de las mayores causas de soledad— o quizá no lo han tenido nunca, dice: «Padre de los huérfanos y juez de las viudas es Dios en su santa morada. Es el Dios que hace habitar en familia a los solitarios» (Salmo 68:5,6).
¿Tienes a veces la sensación de que no hay «ni una sola mano amiga», como lo expresó el famoso poeta francés Arthur Rimbaud? Extiende tu mano al Señor y Él será tu mano amiga. ¿Estás desvalido y sin amigos? ¿Te parece que nadie te escucha? Dios oirá tu clamor cuando andes desesperanzado por el desierto de la soledad, así como oyó el lamento de Agar (Génesis 21:14-21) y la súplica desesperada del salmista (Salmo 18:6). Si no tienes a nadie con quien desahogar tu pena y tu angustia, el oído del Señor siempre está presto a escucharte.
Y lo mejor de todo es que podemos estar en paz con respecto al futuro, pues Jesús prometió que estaría con nosotros todos los días hasta el fin. «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28:20).