Una fe olímpica
Gabriel García Valdivieso
Los últimos juegos olímpicos celebrados en Río de Janeiro, Brasil, tuvieron momentos de gran emoción. Los deportistas de las distintas disciplinas nos deslumbraron con su talento, su audacia, su perseverancia, su fortaleza física y mental. Las hazañas de Usain Bolt, Michael Phelps, Kipchoge y los demás atletas africanos en las competencias de fondo, Mariana Pajón en el BMX, el Dream Team norteamericano, la pantera Catherin Ibargüen en el salto triple, Paula Pareto en judo, el equipo argentino de hockey masculino sobre hierba y tantos otros nos quitaron el hipo, como suele decirse. Más allá de todo eso, sin embargo, un aspecto que para mí brillo en esta edición de los juegos, fue el papel que cumple la fe en la vida y trayectoria de muchos de los participantes.
¿Juega la fe un papel importante en nuestro desempeño, concretamente en el ámbito deportivo?
Soy seguidor entusiasta de las Olimpiadas. Cada vez que puedo, durante su desarrollo, me pego a la tele para no perderme nada. De hace años vengo observando las distintas ediciones del evento y puedo decir que en esta oportunidad fui testigo de más expresiones de fe de parte de los competidores que en ninguna otra. Veamos algunas.
La atleta etíope Almaz Ayana pulverizó por 14 segundos el récord anterior de los 10.000 metros, algo a todas luces increíble. Ante las sospechas de dopaje que su gesta suscitó inmediatamente después, la atleta contestó con sosegada convicción: «Mi dopaje es mi entrenamiento y mi dopaje es Jesús. No hay otra cosa. Estoy tan limpia como el cristal».
El caso de Michael Phelps es emblemático. Luego de alcanzar victorias sin precedentes en la natación durante los anteriores juegos olímpicos, se decepcionó de todo ello y hasta acarició la idea de suicidarse. Pasó por negros momentos hasta que encontró sentido a la vida cuando un amigo suyo le regaló un ejemplar del conocido libro de Rick Warren Una vida con propósito, que le renovó la esperanza y lo reencauzó en su senda victoriosa en conexión con Dios.
Yuberjen Martínez, un menudo boxeador colombiano, peso minimosca, ganó la medalla de plata en su categoría, algo que estaba en el cálculo de muy pocos. Cuando entrevistaron a su madre sobre la hazaña de su hijo, ella explicó que años atrás había conversado con Dios y le había dicho: «Te entrego este niño, Señor. Haz Tú lo que quieras con él».
Omar McLeod, jamaiquino, triunfó holgadamente en los 110 metros vallas. Al terminar la carrera explotó en alabanzas a Jesús: «Thank you, Jesus. Thank you, Jesus» (Gracias, Jesús).
Simone Manuel batió el récord de los 100 metros libres en natación. Es la primera afro norteamericana que obtiene un oro en una competencia individual de natación. Luego de la carrera expresó con lágrimas en los ojos: «Lo único que puedo decir es “Gloria a Dios”». Katie Ledecky, otra nadadora norteamericana que obtuvo varios oros y tiene un futuro promisorio en la natación mundial dice que su fe en Cristo «es parte de su esencia».
El equipo de rugby de Fidji ganó la primera medalla de oro de la historia de su país al vencer a todos los grandes de la disciplina, incluida Inglaterra en la final por 43-7. Al término del partido todo el equipo entonó el famoso himno cristiano We have overcome, cuya letra reza: «Hemos vencido, hemos vencido… por la sangre del Cordero y la Palabra de Dios, ¡hemos vencido!»
¿A qué se debe esa relevancia de la fe en el deporte? Pienso que tiene que ver con la fortaleza, el equilibrio, la entereza y el ánimo que otorga. Por cierto, esto es traspasable a cualquier reto que enfrentemos. La Biblia se hace eco de ello una y otra vez. Los salmistas cantaban: «Dios es quien me ciñe de fuerza y hace perfecto mi camino. Él me da pies de gacela»[1]. «Bienaventurado el hombre que tiene en Ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos»[2]. «De Dios es el poder»[3].
Sabiéndonos débiles e insuficientes obtenemos fuerzas de Dios: «Él da fuerzas al cansado, y al débil le aumenta su vigor. Hasta los jóvenes pueden cansarse y fatigarse, hasta los más fuertes llegan a caer, pero los que confían en el Señor tendrán siempre nuevas fuerzas y podrán volar como las águilas; podrán correr sin cansarse y caminar sin fatigarse»[4]. Vaya promesa para invocar en las pruebas. Hay un secreto que los creyentes sabemos por instinto espiritual: Hacemos lo que podemos humanamente, pero dejamos el resultado en manos de Dios: «Se prepara al caballo para el día de la batalla, pero la victoria es del Señor»[5].
En varias ocasiones el apóstol Pablo demostró su afición comparando la vida cristiana con una carrera. Es lo que podríamos llamar atletismo espiritual. Refiriéndose a sí mismo dijo: «No me hago la ilusión, hermanos, de haberlo ya conseguido; pero eso sí, olvido lo que he dejado atrás y me lanzo hacia adelante en busca de la meta, trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde lo alto»[6].
El éxito de los atletas entrenados en la fe quizá también se deba a que el deportista o cualquiera de nosotros que emprendemos una actividad apoyados en Dios, lo hacemos con una meta celestial más trascendente, que no solo se limita a los logros conseguidos en este mundo. A cuento vienen las palabras del apóstol:
«¿No saben que en una carrera todos los corredores compiten, pero solo uno obtiene el premio? Corran, pues, de tal modo que lo obtengan. Todos los deportistas se entrenan con mucha disciplina. Ellos lo hacen para obtener un premio que se echa a perder; nosotros, en cambio, por uno que dura para siempre. Así que yo no corro como quien no tiene meta; no lucho como quien da golpes al aire. Más bien, golpeo mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo quede descalificado»[7].
«Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe»[8].
[1] Salmo 18:32–33 (BLPH).
[2] Salmo 84:5.
[3] Salmo 62:11.
[4] Isaías 40:29–31 (DHH).
[5] Proverbios 21:31 (NBLH).
[6] Filipenses 3:13–14.
[7] 1 Corintios 9:24–27 (NVI).
[8] Hebreos 12:1–2.
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