Un rayo de luz en la cerrazón
Iris Richard
Me encontraba de camino a una importante reunión, que —desafortunadamente— se había programado durante la temida hora punta de la mañana. Como regla general, evito conducir durante esas horas y dispongo cada jornada para no tener que estar en la calle durante los periodos de mayor tráfico.
Esperaba que el tráfico no estuviera tan pesado al salir de la casa, pero al cabo de poco quedé atrapada en un mar de coches que se movía a paso lento. Para colmo de males, un decrepito camión de recolección de basura salió de un conjunto de apartamentos y se acomodó enfrente mío.
La basura en Kenia es un lujo codiciado. Casi todos los artículos que se tiran en nuestra tierra tienen valor para alguien, y el reciclaje lo realizan en los gigantescos vertederos de la ciudad personas que viven allí mismo en chozas y casuchas de cartón.
La mayoría de los camiones que reúnen los residuos llevan décadas circulando y su exterior es tan espantoso como el contenido que transportan. El camión enfrente mío estaba tan destartalado que su oxidado chasis chirriaba ruidosamente, su tubo de escape disparaba sin parar una espesa nube de diésel y el terrible olor que emanaba llegaba a peatones y automóviles por igual. Juguetes desechados y zapatos viejos colgaban a ambos lados en un tímido intento por mejorar su aspecto, y trozos de decoraciones navideñas envolvían las barras que sobresalían de su tejado. Arrugué la nariz y me sentí a punto de maldecir mi mala suerte. No era solo el tráfico, sino el hecho de estar atrapada detrás de aquel horrible vehículo sin manera de escapar.
Pero entonces vi a los tres recolectores de basura vestidos con harapos y sentados sobre la montaña de residuos en la parte de atrás del camión. Uno de ellos leía a los otros de un libro desgastado. Al mirarlos más de cerca me di cuenta de que era la Biblia. Los otros dos escuchaban atentamente con expresión serena y parecían estar totalmente ajenos al horror que los rodeaba.
Mientras observaba aquella incongruente escena, me puse a pensar en Dios. A pesar del atasco, alabanzas se formaron en mis labios y mi ánimo se elevó. Pronto mejoró el tráfico y el camión giró por una calle contigua. Pero el mudo testimonio de la presencia de Dios entre los residuos y la basura, y la participación de aquellos humildes obreros en un accionar divino, se quedó conmigo.
Aquella escena me recordó que sin importar los problemas o las dificultades en que me encuentre, Dios está conmigo. Su Palabra sigue siendo igual de real, viva y poderosa en toda situación o lugar. Uno podría estar sentado en un parque rodeado de flores, en un banco de la iglesia, en los cómodos confines de una hermosa sala de estar o, a la inversa, sobre una montaña de basura u otro lugar pestífero… y la Palabra de Dios nos llegará de igual manera al corazón y tocará nuestra alma. Su luz espanta nuestra oscuridad, nos brinda gracia para la batalla, poder cuando lo necesitamos, paciencia en situaciones difíciles, esperanza cuando no se ve salida y fe en que mejores días se encuentran a la vuelta de la esquina.
Mientras conducía, feliz al haber dejado atrás el pesado tráfico, pero conmovida por lo que acababa de presenciar, recordé un pasaje de la Biblia que había leído esa mañana:
En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. Éste estaba en el principio con Dios. Todas las cosas por medio de Él fueron hechas, y sin Él nada de lo que ha sido hecho fue hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la dominaron. Juan 1:1-5
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