Un jeep de juguete
Laurie
Faltaban pocos días para la Navidad y un joven sacerdote de un pequeño pueblo en los llanos orientales de Colorado estaba haciendo un nacimiento para la iglesia delante del altar.
Al finalizar la tarde se encontraba ocupado con unas ramas de pino y no podía ver la puerta, pero escuchó el chirrido cuando se abrió. Al mirar por encima de las ramas, vio que había entrado un niño pequeño, pobremente vestido a pesar del gélido frío.
El niñito se movió rápidamente hacia un viejo radiador a vapor para calentarse. Luego de que el frío dejara sus manos y cara, miró alrededor de la iglesia y sus ojos se posaron sobre el nacimiento.
El joven sacerdote, temeroso de asustar al pequeño, se quedó inmóvil detrás del nacimiento que contenía la figura en miniatura del niño Jesús y el resto de rostros familiares del pesebre.
Luego de pensar que estaba solo, el niñito se acercó al pesebre y se paró delante del mismo, mirando hacia abajo al bebé en la cunita. El sacerdote, todavía escondido, miraba con detenimiento.
Finalmente el niño habló:
—Tú también eres pobre y tampoco parece que vayas a recibir ningún juguete para Navidad.
Una lágrima le rodó por la mejilla, enrojecida por la calidez de la iglesia luego del punzante frío.
Le dijo el pequeño al niño Jesús:
—Sabes qué es lo que más quiero para Navidad, más que ninguna otra cosa en el mundo. Quiero este juguete: un jeep del ejército con un chofer al volante. No importa como sea el jeep, pero que tenga un soldado de chofer. Eso sí que es importante.
Aquello tocó el corazón del sacerdote. La suya era una parroquia pobre, pero no reconocía al niñito y por la ropa que llevaba puesta, seguro que en su hogar no habría dinero para juguetes y muy poca comida.
—Apuesto a que Tú me puedes conseguir ese jeep con el soldado al volante. Volveré mañana a la misma hora para verte otra vez.
Dicho eso, el niño se fue de la iglesia y salió al frío.
El sacerdote terminó su trabajo en el pesebre, pero no dejaba de pensar en el niño y el pedido que había hecho. No sería difícil encontrar un jeep de juguete, pero uno con un soldado al volante, ¡eso sí que sería una tarea difícil! Y el niño estaba decidido. Tenía que tener un soldado de chofer. El párroco pensó que valía la pena intentarlo. «Mañana voy a buscar en todas las tiendas de juguetes».
Era un pueblo pequeño y el sacerdote fue a todas las tiendas que vio a su paso, pero no encontró un jeep con un soldado de chofer. Condujo hasta otro pueblo cercano y tras mucho buscar, su corazón se llenó de alivio; encontró un jeep con un soldado al volante.
A la mañana siguiente temprano, el sacerdote se dirigió desde su casa a la iglesia, sujetando con firmeza su abrigo. Pensó en el pequeño muchachito. ¿Cómo será su hogar? ¿Tendría calefacción siquiera? Aquellos pensamientos lo inquietaban, pero mientras llevaba el jeep de juguete en su mano enguantada, se sintió aliviado y dijo para sus adentros: «Al menos el niño Jesús le va a tener Su regalo».
El sacerdote colocó con cuidado el jeep de juguete —y el soldado al volante— junto al pesebre donde estaba acostado el niño Jesús. Puso una vela para que hubiera luz sobre el juguete que era de un apagado color verde olivo.
El párroco continuó con sus tareas de ese día. Luego, aquella tarde se escondió de nuevo detrás del pesebre a esperar al niño. Los minutos se convirtieron en una hora. El sacerdote se desanimó. Pensó: «Tal vez el muchachito perdió la fe». El viejo radiador soltó el sonido del calor y nuevamente el párroco pensó en el abrigo del niñito hecho jirones y poco apropiado para hacer frente al penetrante frío de Colorado.
La noche empezó a caer. Solo el cálido brillo de las velas iluminaba los bancos de la iglesia. El párroco tuvo la idea de encender las luces, pero la dejó de lado, pensando que el muchachito podía llegar en cualquier momento.
De pronto, se escuchó el chirrido de las bisagras de la puerta. Un niñito apareció por la parte de atrás de la iglesia. Se dirigió de nuevo hacia el radiador para calentarse y mientras estiraba las manos para calentarlas, esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Finalmente, asegurándose de que estaba solo, se acercó al pesebre.
El sacerdote aguardaba con ansiedad. Al aproximarse el niño, la vela del pesebre alumbró su carita y el párroco vio la magia de la Navidad cobrar vida en los ojos del pequeño.
—¡Sabía que lo podías encontrar! —exclamó el niño—. ¡Es lo que yo quería! ¡Un jeep de juguete con un soldado al volante!
De pronto se puso un poco triste.
—Pero yo no tengo nada que darte. Tal vez encuentre algo para ti en casa.
Se dio la vuelta y caminó por el pasillo. Entonces, se detuvo un momento y volvió, sujetando el jeep firmemente en una mano y teniendo en la otra algo escondido. Regresó al nacimiento. Puso un objeto en el pesebre donde estaba el niño Jesús, y solo dijo:
—Lo voy a compartir contigo, Feliz Navidad.
Y se fue de la iglesia.
La tenue luz no dejaba ver al sacerdote lo que el muchachito le había dejado al niño Jesús. Sin embargo, una vez que la chirriante puerta se cerró, el sacerdote caminó hacia el nacimiento. Lo que el niñito había puesto en el pesebre hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
El pequeño había dejado en el pesebre con el niño Jesús la parte del juguete que lo había hecho tan especial: el chofer.
¿Es este un relato verídico? Sí. Es parte de un sermón que dio un joven sacerdote hace dos años en Colorado en una misa del gallo de Navidad. Tengo la certeza de que él lo relató mejor que mi intento de ponerlo por escrito. Él mostró la prueba. Terminó la historia sosteniendo en alto el chofer del jeep. Lo había guardado desde aquel frío día de diciembre.
Publicado en diciembre de 2012.
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