Un gajo de vida
Carol McAdoo Rehme
A Jean se le escapó otro suspiro. Sentía el peso del mundo sobre los hombros. Se echó atrás un mechón de pelo negro y miró con el ceño fruncido la torre de tarjetas de Navidad esperando ser firmadas. ¿Qué sentido tenía todo eso? ¿Cómo iba a firmar estando soltera? Una «pareja» requería de dos personas, y ella no tenía a nadie.
El proceso de divorcio de Don la había dejado una sensación de abandono y vacío. Tal vez no enviaría las tarjetas este año. Tampoco se molestaría en decorar para las festividades. A decir verdad, no se sentía capaz ni de desempolvar el árbol de Navidad. Había cancelado el canto de villancicos y el teatro de la Natividad en la iglesia. La Navidad es una ocasión para compartir, pero ella no tenía con quién compartirla.
El sonido del timbre la sobresaltó. Sonaba una y otra vez con insistencia. Se dirigió a la puerta sin ponerse los zapatos y la entreabrió. Afuera soplaba el gélido viento de diciembre. Se asomó a la oscuridad del porche, pero en vez de un conocido —algo que le vendría bien en ese momento— descubrió una bolsa de regalo color verde en la baranda. ¿Quién la habría enviado?, pensó. ¿Y para qué?
Bajo la luz de la cocina, sacó de la bolsa tiras de papel dorado en busca del regalo. Pero lo único que encontró fue un sobre. Dentro había una carta escrita a máquina. Se trataba de… ¿un relato?
El protagonista era un niño recién llegado a un orfanato en Dinamarca cuando la Navidad estaba a la vuelta de la esquina, leyó Jean. Envuelta en el relato, se sentó a leer.
Los demás huérfanos le habían contado fabulosas historias de un árbol que aparecía en el salón en Nochebuena, acompañado de incontables velas que iluminaban sus ramas. Era imposible no escuchar del misterioso benefactor que ponía el árbol todos los años.
Los ojos del pequeño se abrieron con solo pensar en tanto esplendor. Los únicos árboles de Navidad que había visto eran los que intuía tras las ventanas empañadas de las casas de extraños. Pero eso no era todo, insistían los niños. ¿Hay más? ¡Sí, claro! En vez de la sopa que tomaban todos los días en el orfanato, esa noche especial los pequeños cenaban un fragante estofado con pan caliente.
Lo mejor de todo es que —según había escuchado el pequeño— cada uno recibía un regalo de Navidad. Dentro de poco haría fila con los demás para recibir su propia…
Jean le dio la vuelta a la carta. Pero en vez de continuar, se sorprendió al leer: «Todo el mundo merece celebrar la Navidad, ¿no te parece? Pronto llegará la segunda parte». Volvió a doblar el papel mientras una leve sonrisa iluminaba las comisuras de su boca.
El día siguiente fue tan ajetreado que Jean se olvidó del relato. Aquella tarde, volvió corriendo a casa. Si se apresuraba, a lo mejor tendría tiempo de decorar el mantel. Estaba sacando la caja de decoraciones del armario, cuando sonó el timbre. Soltó la caja y corrió hacia la entrada, solo para descubrir otra bolsa de regalo, esta de color rojo. La tomó con anticipación y sacó el sobre de su interior.
…para recibir su propia naranja, leyó Jean. ¿Una naranja? ¿Ese era el regalo deseado? Le parecía una idea ridícula.
¡Una naranja! ¿Toda para él? Sí, le aseguraron los demás. Cada uno recibiría una. El pequeño cerró los ojos para imaginar aquella maravillosa noche. Un árbol. Velas. Una buena cena. Y una naranja solo para él.
Conocía el olor dulce y penetrante, pero solo el olor. Se había detenido a olfatear las naranjas en el mercado. En cierta ocasión hasta se atrevió a tocar la piel brillante y marcada de la fruta con un dedo. Imaginó que su mano seguía oliendo a naranjas durante días. Pero, ¿probar una, comer una? Era el cielo.
El relato terminó de manera abrupta, pero a Jean eso no le importó mucho. Sabía que continuaría.
La noche siguiente, Jean esperó con ilusión el sonido del timbre. Y no quedó decepcionada. Pero esta vez, la bolsa de color dorado pesaba más que las anteriores. Presa de la emoción, abrió el sobre que descansaba sobre el papel.
La noche antes de Navidad sucedió todo lo que había sido prometido. El delicioso aroma del pino competía con el del guiso de cordero y el pan horneado. Cientos de velas iluminaban el cuarto con destellos dorados. El pequeño observó con la boca abierta mientras cada niño recibía una naranja y daba las gracias.
La fila avanzó rápidamente y al cabo de poco se encontró bajo el gigantesco árbol y frente al director de la institución.
«Qué lástima, jovencito, qué lástima. Pero el conteo se llevó a cabo antes de que llegaras. Parece que no quedan naranjas. El año que viene. Sí, el año que viene tendrás una naranja.»
Con el corazón hecho pedazos, el pequeño corrió escaleras arriba para enterrar su rostro y sus lágrimas en la almohada.
¡Espera! Ella no quería que la historia terminara así. Jean sintió el dolor y la soledad del pequeño.
Poco tiempo después, el niño sintió un suave golpecito en la espalda. Intentó disimular los sollozos. Los golpecitos continuaron, hasta que finalmente levantó el rostro de la almohada.
Incluso antes de verla, percibió el delicioso aroma. Una servilleta de tela descansaba a su lado sobre el colchón. En su interior había una naranja pelada. Su olor dulce y penetrante era increíble. Estaba hecha de gajos de otras naranjas. Cada compañero suyo donó un gajo, y juntos completaron una naranja.
Una naranja solo para él.
Jean se limpió las lágrimas que corrían por sus mejillas. Del fondo de la bolsa de regalo sacó una naranja, una naranja de chocolate envuelta en papel metálico, separada delicadamente en gajos. Y por primera vez en semanas, sonrió. Sonrió como nunca.
Se dio a la tarea de hacer copias del relato y envolver gajos de la naranja de chocolate. Al otro lado de la calle vivía la Sra. Potter, que pasaría su primera Navidad sola en 58 años. Más allá vivía Melanie, que pronto se sometería a una segunda ronda de quimioterapia. Su amiga Jan, con quien salía a trotar, era madre soltera de un hijo adolescente problemático. El solitario Sr. Bradford estaba perdiendo la vista. Sue cuidaba sola a su madre, que era de edad avanzada…
En ese momento supo que una parte de ella podría completar la vida de otra persona.
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