Todas las cosas redundan en nuestro bien
Tesoros
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Uno de los principios más alentadores y reconfortantes que debe recordar continuamente un cristiano —sobre todo en épocas difíciles, de pruebas y tribulaciones— es que nuestro Padre celestial nos ama y ejerce un control soberano sobre nuestra vida. Aunque no siempre comprendamos bien el porqué de nuestros problemas, Dios ha prometido en Su Palabra que «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a Su propósito son llamados» (Romanos 8:28).
Como hijo Suyo que eres, Él nunca permitirá que te pase algo que no vaya a hacer que redunde de alguna manera en tu bien. Por supuesto, es posible que tengas la tentación de considerar que, en tu opinión, muchas cosas que han sucedido no fueron nada buenas. Pero seguro que con el tiempo, tarde o temprano, terminaste por convencerte de que de un modo u otro redundaron en tu bien. Y si no, algún día te convencerás, ¡en esta vida o en la otra!
El siguiente relato verídico ilustra este principio:
Una fría mañana de invierno, una flotilla de pesca salió de un pequeño puerto de la costa este de Terranova. Por la tarde se levantó una tempestad terrible. Al caer la noche, no había regresado al puerto ni un solo barco. Las esposas, las madres, los hijos y las novias de los pescadores se pasaron toda la noche recorriendo la playa de arriba abajo bajo el fuerte viento, retorciéndose las manos de angustia y suplicándole a Dios que salvara a sus seres queridos. Para colmo de horrores, una de las casitas del pueblo se prendió fuego. Como los hombres no estaban, no se pudo sofocar el incendio, y no quedó nada de ella.
Al despuntar el alba, hubo alegría general cuando la totalidad de la flotilla regresó a la bahía indemne. Sin embargo, el rostro de una de las mujeres era la viva imagen de la desesperación: el de la señora cuya casa se había incendiado. Al poner su esposo pie en tierra, ella lo recibió sollozando:
—¡Estamos arruinados! ¡Nuestra casa se incendió, y se quemó todo!
Cuál no fue su sorpresa cuando su marido exclamó:
—¡Gracias a Dios por ese incendio! Fue justamente la luz de nuestra casa en llamas la que les indicó a los barcos dónde estaba el puerto y nos salvó.
Jesús dijo: «Estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo» (Mateo 28:20). También promete: «No te desampararé, ni te dejaré» (Hebreos 13:5). Aun en los momentos más oscuros y difíciles, el Señor es siempre «un amigo […] más unido que un hermano» (Proverbios 18:24). «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo» (Salmo 23:4).
Por muchos recodos que tenga tu camino, Jesús te acompaña. Él vela por ti, y de alguna forma hará que hasta las situaciones aparentemente más sombrías y desalentadoras redunden en tu bien, tal como prometió.
Al llegar a una encrucijada,
no pienses: «Aquí se acaba todo»;
Dios, que ve mucho más lejos,
te anima: «Es solo un recodo».
Pues la senda sigue y es más llana.
Tómate un tiempo de reposo.
El fragmento del canto que falta
es el más vibrante y melodioso.
Relájate, entonces, cobra fuerzas,
confíale a Dios tu destino;
tu misión aún no ha terminado,
solo da un recodo el camino.
Helen Steiner Rice
Sabemos que el Señor nos ama, que es nuestra fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones (Salmo 46:1). Por tanto, si nos sobreviene una dificultad o una tragedia, si nos desanimamos, si sufrimos una pérdida, nuestra primera reacción en ese momento de necesidad debería ser buscar al Señor en oración y pedirle soluciones, orientación, fuerzas y aliento. Pase lo que pase, por muchas cosas aparentemente malas que nos sucedan, nosotros que somos cristianos podemos confiar en que Dios hará que redunden en nuestro bien, aunque no siempre se nos revele cómo ni lo entendamos inmediatamente, o incluso en esta vida.
A veces el Señor permite que nos sucedan cosas que parecen malas —lesiones, enfermedades, fracasos— para acercarnos a Él, para mantenernos humildes y cada vez más dependientes de Él. Por eso la Biblia dice: «Hermanos míos, considérense muy dichosos cuando tengan que enfrentarse con diversas pruebas, pues ya saben que la prueba de su fe produce constancia. Y la constancia debe llevar a feliz término la obra, para que sean perfectos e íntegros, sin que les falte nada» (Santiago 1:2–4).
Otras veces permite que suframos las consecuencias de nuestros pecados y malas decisiones, para corregirnos y evitar que nos apartemos de Su senda y Su voluntad. «“El Señor disciplina a los que ama y castiga a todo el que recibe como hijo”. Al soportar esta disciplina divina, recuerden que Dios los trata como a Sus propios hijos» (Hebreos 12:6,7).
Claro que a la mayoría no nos hace ninguna gracia que nos disciplinen. Ahora bien, el Señor dice: «Ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella» (Hebreos 12:11).
Ocasionalmente Él nos castiga porque nos ama y sabe que es necesario para que no nos apartemos de Él. Aunque a veces esos castigos nos duelen, son expresiones de Su amor, lo que C. S. Lewis denominaba «galanterías excesivas», una parte necesaria de nuestra formación, para hacernos crecer en la fe y volvernos más como Cristo.
A veces Dios permite que nos suceda algo para obligarnos a prestarle atención, sobre todo si estamos distraídos o demasiado preocupados o agobiados por los afanes de esta vida, hasta el punto de que nuestro pensamiento ya no persevera en Él. Esos tropiezos nos recuerdan una vez más cuáles son los verdaderos valores eternos: ¡Dios, Su Palabra y Su obra!
El rey David, el gran salmista, llegó a esta misma conclusión cuando el Señor lo afligió. Escribió: «Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; mas ahora guardo Tu palabra. Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda Tus estatutos» (Salmo 119:67,71).
Otras veces el Señor permite que sucedan cosas que nos decepcionan o nos parecen negativas porque misericordiosamente nos quiere evitar graves peligros o problemas o situaciones en que no se cumpliría Su voluntad y Su propósito. Con frecuencia no responde a nuestras oraciones conforme a lo que le pedimos porque ve el porvenir y sabe cuál es la mejor manera de que se cumpla Su plan en nuestra vida y en la de los demás.
Las respuestas del Señor a nuestras oraciones son infinitamente perfectas. Cuando le pedimos pan, no nos da una piedra. A veces le pedimos una piedra que a nosotros nos parece que es pan, cuando Él lleva un rato dándonos un pan que a nosotros, desde nuestra limitada perspectiva, ¡nos parecía que era una piedra! (Mateo 7:7–11.) La siguiente anécdota ilustra esta realidad:
Una noche tormentosa de 1910 llegó a la ciudad de Riga, cerca del mar Báltico, un grupo de músicos cristianos itinerantes para dar un concierto. Ahora bien, como hacía muy mal tiempo y el auditorio se encontraba lejos de la ciudad, el director de la orquesta trató de convencer al gerente del local para que cancelara el concierto. Le parecía que nadie se atrevería a salir en una noche tan inclemente y lluviosa.
El gerente se negó a cancelar el concierto, pero accedió a permitir que los músicos partieran temprano si no se presentaba nadie, de ese modo podrían tomar el barco nocturno para ir a Helsinki (Finlandia). Cuando llegaron al auditorio, vieron que solo había una persona sentada en las butacas: un señor mayor bastante corpulento que parecía sonreír a todo el mundo.
Por culpa de aquel amante de la música, la orquesta se vio obligada a tocar todo el concierto y no pudo salir temprano para tomar el barco. Cuando todo terminó, el anciano no se levantó de su butaca. Pensando que se había quedado dormido, un acomodador se le acercó y le tocó el hombro. Solo entonces se descubrió que había fallecido. ¡Habían dado todo un concierto para un muerto!
Ahora bien, eso les salvó la vida, pues el barco que deseaban tomar para ir a Helsinki se hundió aquella noche tormentosa. Aunque aquellos músicos hijos de Dios ansiaban no tener que tocar el concierto para poder tomar el barco, el Señor se valió de lo que en un principio parecía un chasco para librarlos de una catástrofe.
Hay otro motivo por el que el Señor permite que nos sucedan a veces cosas que a primera vista son malas: para convertirnos en vasijas mejores, que le sean más útiles, más humildes y amorosas. Las pruebas de fuego queman la escoria que hay en nuestra vida, las tormentas de tribulaciones se llevan la paja, y las aguas profundas nos enseñan a nadar. El Señor suele valerse de las dificultades para darnos victorias mayores, inclusive a partir de lo que parecen derrotas, pues estas hacen que nos acerquemos a Él y lo busquemos de todo corazón. De lo contrario, los seres humanos tendemos a quedarnos adormilados y seguir siempre la misma rutina.
Todo lo que Dios hace o permite que les suceda a Sus hijos que lo aman es siempre con amor, y Él ha prometido hacer que a los que lo aman todas las cosas los ayuden a bien. Así pues, cuando las cosas se pongan muy negras, no agaches la cabeza: ¡dirige la mirada hacia arriba y ponte a alabar al Señor por Su bondad! Al Señor le encantan las alabanzas y las acciones de gracias. Su Palabra dice que habita entre las alabanzas de Su pueblo (Salmo 22:3).
No olvides nunca que el Señor te ama y que muchas veces los momentos más oscuros de la vida se presentan justo antes del amanecer. Por muchas dificultades que te sobrevengan, no te desesperes, no te rindas, no tires la toalla. Acude a Jesús en tu hora de angustia y confía en esta promesa de Su Palabra, que pase lo que pase, Él ciertamente hará que redunde en bien. «Todas las promesas que ha hecho Dios son “sí” en Cristo. Así que por medio de Cristo respondemos “amén” para la gloria de Dios» (2 Corintios 1:20).
Tomado de un artículo de Tesoros publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en julio de 2023. Leído por Gabriel García Valdivieso.
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