¿Tengo que hacerlo?
Mila Nataliya A. Govorukha
De tanto en tanto doy clases bíblicas en una escuela dominical para niños de tres a cinco años. El grupo es muy pequeño, a veces no pasa de cuatro o cinco niños. Una de las niñas que asiste frecuentemente es muy inteligente, locuaz y decidida. Hace poco pasó por una etapa en que se ponía muy testaruda, hasta en cosas insignificantes. En cierta ocasión se negaba a venir a clase porque tenía el pelo desaliñado, pero al mismo tiempo no dejaba que su madre la peinara, porque esta había olvidado unas cintas rosadas para el pelo, con flores, que eran sus preferidas. Resultó que encontré unas cintas rosadas en la caja de manualidades, y la nena consintió en que le trenzara el cabello.
Cuando hube terminado, a pesar de las tenues sugerencias de su madre y las firmes instancias de su padre, la niña se negaba a dar las gracias. Muy probablemente la razón de fondo por la que estaba enojada es que tenía celos de su hermanita menor, que era objeto de mucha atención por parte de sus padres y de otras personas cercanas. Cuando le pidieron una vez más que expresara su agradecimiento, se cruzó de brazos y con una mirada severa y contrariada dijo en voz baja:
—¿Tengo que hacerlo?
Por un momento no supe qué decir. Entonces le contesté:
—No, mi amor, no tienes que hacerlo —y procedí a explicarle que los buenos modales suavizan las asperezas de la vida y facilitan la interacción entre las personas. Y más que nada, que demostrar gratitud ablanda el corazón de los demás y que un espíritu agradecido siempre tiene buena acogida. Sin mencionar además que es la voluntad de Dios dar gracias «en todo»[1]. Aquello no tuvo el efecto deseado, pero como los otros niños estaban esperando tuve que dejarlo pasar y dar comienzo a la clase.
Aquel mes había sido difícil para mí emocionalmente, incluso angustiante. Mi hijo, que vive en otro continente y a quien no veía desde hacía un año, tenía previsto venir a visitarme por tres semanas. Su hermano mayor, que vive más cerca —aunque igualmente en el extranjero— también tenía pensado reunirse con nosotros. Teníamos planeadas algunas aventuras, toda una serie de actividades entretenidas y bien programadas, y ya habíamos reservado alojamiento. Pero no resultó. Por distintos motivos tuvimos que cancelarlo todo.
Quedé tan decepcionada que durante un par de semanas no lograba tomar las riendas de mi vida. Hasta llegué a dudar de si Dios de verdad se interesaba por mí, al permitir que ocurriera algo así. Hice todo lo posible por rezar con frecuencia, particularmente al despertar y poco antes de dormir. Como suele ser el caso de muchos de nosotros los seres humanos, oro con más asiduidad cuando las cosas marchan mal.
Por la noche, aquel día, después de la escaramuza con mi pequeña alumna de catequesis, no podía dormir y pensé en mis hijos. Aunque ya son adultos, todavía recuerdo sus simpáticas travesuras de cuando eran chiquillos. ¿Por qué? ¿Por qué no puedo estar con ellos ahora? Llevábamos meses planificando aquel encuentro. ¿Qué pasó, Señor? Racionalmente sabía que no tenía derecho a ofuscarme con Dios, pero en mi corazón estaba defraudada. Entonces recordé el incidente de las trenzas y las cintas rosadas. ¿Acaso Dios me ve como aquella niñita testaruda con los brazos cruzados? ¿Estoy infantilmente contrariada porque las cosas no salieron como yo quería y ahora estoy alterando a los demás con mi malhumor?
Eché mano de un viejo álbum de fotos y mientras ojeaba los retratos reí y lloré recordando tantos bellos momentos y tanto amor que nos habíamos mostrado. En una de las fotos aparezco leyendo un cuento a mis hijos —por aquel entonces, de dos y cinco años— antes de ir a la cama. En esta otra estamos cocinando juntos. En aquella otra se los ve durante una actuación en la academia de música. En otra más jugamos un juego de mesa con sus mejores amigos.
Abrí archivos de fotos en el computador. En una se nos ve juntos a los tres el invierno pasado en las montañas: los chicos se deslizan en snowboard mientras yo los filmo. En la siguiente cabalgamos en un paraje de una belleza extraordinaria. Otra es una foto grupal de hace algunos años cuando trabajamos de voluntarios con un grupo de payasos en un hospital infantil. Veo también una serie de fotos en las que mi hijo menor recibe una medalla por graduarse del colegio con honores. De ahí aparezco yo tomándole una foto a mi hijo mayor dando de comer a unos pavos reales el verano pasado.
Luego yo, el año pasado, viajando por Europa, paseando por las montañas, nadando en el mar, asistiendo a un concierto, visitando un museo de arte, pintando un mural en un orfanato, estudiando en la universidad, cortando una torta en mi fiesta de cumpleaños, reuniéndome con viejos amigos y trabando nuevas amistades. Numerosas aventuras que merecen escribirse me llenaron el corazón de gratitud. Tengo tantos recuerdos que atesorar y momentos inolvidables que agradecer. ¡Tantos motivos para estar agradecida!
¿Debo decirle gracias a Dios? Sí, sin duda que sí. Quiero demostrarle mi gratitud y recordarme a mí misma que creó un mundo maravilloso para que lo habitáramos. ¡Tengo que seguir agradeciendo a Dios por mi propio bien, por el bien de los demás, por el bien de mis hijos y hasta por el bien de mis futuros nietos, a quienes procuraré enseñar a decir gracias a la gente y a Aquel que los ama más pase lo que pase!
[1] 1 Tesalonicenses 5:18
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