«Si les falta el Niño Jesús, llamen al 7162»
Jean Gietzen
Cuando yo era niña mi padre trabajaba en una compañía petrolera en Dakota del Norte. La compañía lo trasladó a diversas partes del estado, y entre una mudanza y otra, se nos perdió nuestro pesebre navideño. Poco antes de la Navidad de 1943, mi madre decidió conseguir uno nuevo, y se puso muy contenta al conseguir otro en la tienda local de ofertas por solo 3 dólares y 99 centavos. Cuando mi hermano Tom y yo ayudamos a desempacarlo, descubrimos que traía dos figurillas del Niño Jesús.
—Alguien debió equivocarse al empacarlo —repuso mi madre, mientras contaba las figuras—. Tenemos un José, una Virgen María, tres reyes magos, tres pastores, dos corderos, un burrito, una vaca, un ángel y dos Niñitos. ¡Caramba! Me imagino que en la tienda tendrán otro pesebre al que le falta el Niño Jesús.
—Mamá, pero eso es fantástico —contestamos mi hermano y yo—. ¡Tenemos gemelos!
—Corran y vayan a la tienda, y le dicen al administrador que tenemos un Niño Jesús de más. Díganle que ponga un letrero en las otras cajas de los pesebres que diga que si les falta el Niño Jesús que nos llamen al 7162 —mi madre nos dio todas estas instrucciones—. Les voy a dar a cada uno un penique para que se compren unos caramelos. Y no olviden de ponerse las bufandas. Hace un frío glaciar en la calle.
Esperamos toda la semana que alguien nos llamara. Estábamos seguros que alguien echaría de menos aquella figurita tan importante. Cada vez que sonaba el teléfono, mi madre decía:
—Te apuesto que es sobre Jesús —pero nada.
Mi padre trató de explicar que la figurilla podría haberse perdido de un pesebre en Walla Walla, en Washington, y que esos errores al empacar ocurrían todo el tiempo. Y nos sugirió que guardáramos el Niño Jesús que nos sobraba dentro de su caja y olvidáramos todo el asunto.
—¿Guardarlo en la caja? —gimoteé—. Qué horrible hacerle algo así al Niño Jesús. Y para colmo, en Navidad.
—Seguramente alguien llamará —dijo mi madre—. Podemos poner los dos Niños Jesús, juntos, en el pesebre hasta que alguien llame.
Cuando la víspera de Nochebuena, a las cinco de la tarde aún no había llamado nadie por teléfono, mi madre insistió que mi padre corriera a la tienda para ver si quedaba algún pesebre sin vender.
—Mira por la ventana, encima del mostrador —dijo—. Si no queda ninguno, estoy segura de que alguien nos llamará esta noche.
—¿Correr a la tienda? —rugió mi padre—. ¡Estamos a quince grados bajo cero!
—¡Ay papá, podemos acompañarte —dije—. Tommy y yo nos abrigaremos bien. Y de paso vemos las decoraciones navideñas.
Mi padre soltó un suspiro y se dirigió al armario.
—No puedo creer que esté haciendo esto —murmuró entre dientes—. Cada vez que suena el teléfono todos me gritan para ver si se trata de Jesús y ahora voy a salir a la calle en la noche más fría del año solo para echar un vistazo y comprobar si Él está allí o no.
Mi padre continuó rezongando toda la cuadra mientras mi hermano y yo corríamos hasta el escaparate enmarcado por las lucecitas de Navidad que parpadeaban.
—No queda ningún pesebre papá —grité—. Parece que los han vendido todos.
—¡Viva, viva! —dijo mi hermano cuando llegó dónde yo estaba—. ¡El misterio se resolverá esta noche!
Mi padre, que venía detrás de nosotros, se dio la vuelta y regresó a casa.
Una vez dentro de la casa, nos dimos cuenta de que había desaparecido la figurilla extra del pesebre, y también mi madre.
—Será que alguien llamó y mamá fue a llevarles la figurilla —razonó mi padre mientras se sacaba las botas—. Chicos, ustedes pueden preparar guirnaldas de palomitas de maíz para colgar del árbol de Navidad mientras yo envuelvo el regalo de mamá.
Habíamos terminado casi la primera guirnalda cuando sonó el teléfono. Mi padre me dijo que contestara.
—Diles que encontramos un hogar para Jesús —dijo desde el piso superior.
Pero no se trataba de alguien preguntando por el Niño Jesús. Era mi madre dándonos indicaciones de que fuéramos inmediatamente a la calle Chestnut 205 y lleváramos tres mantas (cobijas, frazadas) una caja de galletas y leche.
—¿Y ahora en qué lío nos está metiendo? —suspiró mi padre mientras se abrigaba de nuevo—. La calle Chestnut 205. Eso queda a ocho cuadras de aquí. Envuelve bien la leche en las mantas o para cuando lleguemos allí se habrá convertido en hielo. ¡Por Dios bendito! ¿Es que no podemos estar tranquilos en Nochebuena? Debemos estar a veinte grados bajo cero. Y el viento sopla cada vez más fuerte. Qué cantidad de locuras estamos haciendo esta noche.
Tommy y yo fuimos cantamos villancicos hasta llegar a la calle Chestnut. Mi padre cargando el fardo de mantas y leche se parecía a San Nicolás llevando los regalos. De vez en cuando mi hermano le decía:
—Papá, actuemos como si estuviéramos buscando un lugar donde quedarnos, como José y María.
—Imaginemos que nos encontramos en Belén a cuarenta grados a la sombra —respondió mi padre.
La casa de la calle Chestnut 205 resultó ser la más sombría de la cuadra. Una bombilla alumbraba la sala y en el momento en que llegamos al porche, mi madre abrió la puerta y nos gritó:
—Por aquí, por aquí. ¡Ay, gracias a Dios que llegaste, Ray! Ustedes niños lleven las mantas a la sala y envuelvan a los pequeños que están en el sofá. Yo llevaré la leche y las galletas.
—Ethel, ¿te importaría decirme qué está pasando? —preguntó mi padre—. Vinimos caminando a una temperatura bajo cero con el viento golpeándonos el rostro todo el camino…
—Eso no importa ahora —lo interrumpió mi madre—. La casa no tiene calefacción y esta joven madre se encuentra tan alterada que no sabe qué hacer. Su esposo acaba de abandonarla y estos pobres niños tendrán que pasar una Navidad muy triste, así que no te quejes. Le dije que tú podrías arreglarle esa estufa en un periquete.
Mi madre se dirigió a la cocina para calentar la leche mientras mi hermano y yo arropábamos a los cinco pequeños que se acurrucaban juntos en el sofá. La madre de las criaturas le explicó a mi padre que su esposo se había largado llevándose la ropa de cama, las prendas de vestir y casi todos lo muebles, pero que se las habían apañado hasta que se averió la estufa.
—He estado lavando, planchando para la gente y limpiando la tienda de saldos —dijo—. A diario veía el número de teléfono de ustedes en las cajas que estaban sobre el mostrador. Cuando se dañó la estufa, el número de teléfono de ustedes me continuaba resonando en la cabeza: 7162, 7162.
—En la caja decía que si a alguien le faltaba Jesús les llamara por teléfono a ustedes. Así supe que ustedes eran buenos cristianos, y que estaban dispuestos a ayudar a los demás. Entonces, supuse que tal vez también me podrían ayudar a mí. De modo que esta noche me detuve en la tienda de comestibles y llamé por teléfono a su esposa. Mire usted, a mí no me falta Jesús porque en verdad amo al Señor. Pero me falta calor.
—Los niños y yo no tenemos ropa de cama, ni prendas de abrigo. Conseguí algunos juguetes para ellos, pero no tengo dinero para arreglar la estufa.
—Bueno, bueno —dijo amablemente mi padre—. Llamaste al lugar indicado. Veamos. Tienes una pequeña hornilla de petróleo en la sala. No debe ser muy difícil arreglarla. Seguramente se trata de un tubo taponado. Le echaré un vistazo a ver qué le hace falta.
Mi madre entró a la sala trayendo un plato de galletas y una bandeja de tazas de leche caliente. Mientras colocaba las tazas sobre la mesita, me di cuenta de que en el centro de la misma había una figura del Niño Jesús. Era el único adorno navideño en toda la casa. Los niños pusieron ojos como platos al contemplar el plato de galletas que mi madre colocó ante ellos. Uno de los más chiquitos se despertó y se salió de debajo de la manta. Al ver a todos los desconocidos que había en la casa se puso a llorar. Mi madre lo alzó en brazos y empezó a cantarle.
Es, es el Cristo, el Rey, que hoy acaba de nacer, cantó mientras el pequeño gemía. Ven, ven a adorarle aquí al Niño de María, siguió cantando sin hacer caso de los llantos del niño. Siguió cantando y bailando con el niño en brazos hasta que éste se tranquilizó nuevamente.
—¿Escuchaste eso, Chester? —dijo la joven madre dirigiéndose a otro de los niños—. Esta señora está cantando sobre el Señor Jesús. Él nunca nos ha abandonado. Por eso, Él envió a estas personas para que arreglaran nuestra estufa. Y ahora también tenemos mantas. Esta noche sí estaremos calentitos.
Mi padre, una vez terminado su trabajo en la estufa de petróleo, se limpió las manos en su bufanda y dijo:
—Ya funciona, pero necesitará más combustible. Cuando llegue a casa, haré algunas llamadas y les conseguiremos más petróleo. Pues sí, llamó usted al lugar indicado —dijo con una amplia sonrisa.
Cuando mi padre calculó que la estufa estaría de nuevo funcionando bien, nuestra familia se puso de nuevo sus abrigos y regresamos a casa. Mi padre no volvió a decir nada sobre el frío y apenas llegamos a casa se puso a llamar por teléfono.
—¿Ed? Hola, ¿cómo estás, Ed? —le escuché decir—. Sí. Feliz Navidad para ti también. Mira, Ed, se nos presentó una situación fuera de lo normal y sé que tú tienes una camioneta. Quería preguntarte si podríamos reunir a los muchachos y buscar un árbol de Navidad, tú sabes, y un par de cosas para…
El resto de la conversación nos lo perdimos en el barullo de palabras mientras mi hermano y yo corríamos a nuestros cuartos y comenzábamos a sacar prendas de los armarios y juguetes de las repisas. Mi madre repasó nuestras pertenencias en busca de tallas y cosas que hicieran juego, y añadió a nuestro montón algunos de sus suéteres y pantalones. Aquella noche nos quedamos levantados hasta tarde envolviendo nuestros regalos. Los hombres a quien mi padre telefoneó consiguieron petróleo para la estufa, ropa de cama, dos sillas, tres lámparas y antes de que terminara la noche hicieron dos viajes a la calle Chestnut 205. En el segundo viaje, apilamos en el camión todos nuestros regalos, y a pesar de que, para entonces, debíamos estar a treinta grados bajo cero, mi padre nos dejó ir en la parte posterior de la camioneta.
Nadie llamó nunca para preguntar por la figurilla perdida del pesebre, pero me di cuenta al hacerme mayor que no fue un error de embalaje en absoluto.
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