Seguir las pisadas de Jesús
Peter Amsterdam
Cuando estamos en búsqueda de caminos que nos lleven a transformar nuestra vida con miras a asimilarnos más a Jesús, es natural que nos fijemos en el ejemplo de vida que Él mismo nos dio, el único ser humano que tuvo plena coincidencia con Dios. Es preciso que busquemos orientación en el modo de vida que practicó y en algunas facetas de la vida de Jesús que nos sirven de indicadores en nuestro empeño de llegar a ser más como Él[1].
Jesús y Su profundo sentido de intimidad con Dios: En el Antiguo Testamento observamos que los seres humanos reaccionaron con pasmo ante Dios, una emoción con matices de sometimiento y temor. La Escritura por ejemplo nos dice que cuando Dios habló, Moisés «cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios»[2]. Ante la presencia de Dios, el profeta Isaías expresó: «¡Ay de mí, estoy perdido!... he visto con mis propios ojos al Rey, Señor del universo»[3].
En comparación, vemos que la relación que tenía Jesús con Dios era diferente. Gozaba de una profunda intimidad con Dios, la que expresaba tratándolo de Padre. Jesús sabía que contaba con el amor y la aprobación de Su Padre.
Jesús enseñó a Sus discípulos que al dirigirse a Dios ellos también debían llamarlo Padre[4]. Con ello les expresó que Su condición de Hijo hasta cierto punto los englobaba también a ellos. Si bien no eran hijos de Dios de la singular manera en que lo era Jesús, también eran hijos, y como tales eran amados por Él, tenían una relación con Él, formaban parte de Su familia y contaban con Su beneplácito. A lo largo del Sermón de la Montaña Jesús recalcó a Sus discípulos que Dios era Su Padre[5].
Comprender que Dios es nuestro Padre y que somos amados de Él forja los cimientos de nuestra relación con Él. Ser hijos de Dios nos da la certeza de que el amor que tiene por nosotros es incondicional. Podemos acceder a Él con una actitud de confianza y con la esperanza de que Él sabe lo que necesitamos y que proveerá para nosotros y nos cuidará.
Jesús expresó el amor y la atención paternales que nos brinda Dios cuando dijo:
«¿Quién de ustedes, si su hijo le pide pan, la da una piedra? ¿O si le pide un pescado, la da una serpiente? Pues si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan!»[6]
Considerar Padre a Dios no significa que mantenemos con Él una relación parecida a la que tiene un niño pequeño con su papá. Aunque siempre dependemos de Él para nuestra existencia, también nos ha concedido libre albedrío y autonomía. Se espera de los que somos hijos de Dios que empleemos nuestra mente y nuestro intelecto, que nos esforcemos en oración, que busquemos la guía de las Escrituras, que conversemos con Dios los temas que nos suscitan dudas y que escuchemos Su respuesta. Todos estos aspectos inciden en nuestra toma de decisiones y en nuestra relación con Él.
Humildad: A pesar de que era Dios encarnado y tenía la facultad de curar a los enfermos, resucitar a los muertos y dar de comer a la multitud, Jesús hizo uso de Su poder humildemente. Hubiera podido exigir privilegios, a los que habría tenido todo derecho, dada Su jerarquía en relación a Dios. No obstante, hizo caso omiso de esos privilegios y prestó servicio a Sus semejantes.
«Él [Jesús], siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Más aún, hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.»[7]
En lugar de aprovecharse de Su poder para ganar fama o ejercer autoridad sobre los demás —Satanás lo tentó con eso—, empleó ese poder a favor de la gente. Al percibir que el pueblo pretendía nombrarlo rey, se retiró al monte Él solo[8]. Dijo: «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar Su vida en rescate por todos»[9].
En repetidas ocasiones exhortó a Sus seguidores a mantener una actitud de humildad y servicio.
«Entonces Jesús, llamándolos, dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo.»[10]
Jesús asumió la condición de siervo revestido de humildad; los creyentes debemos seguir Su ejemplo.
Jesús también se acercó a los marginados de Su época. Un ejemplo de eso fue cuando le dijo a Zaqueo —el recaudador de impuestos, un hombre odiado por sus compatriotas— que quería alojarse en su casa. La gente murmuró que había acudido de invitado a casa de un pecador[11]. Zaqueo era un marginado de la sociedad por su colaboracionismo con los opresores romanos.
Esa no fue la única vez que Jesús se brindó a los demás más allá de los límites de lo socialmente aceptado. Otros ejemplos incluyen a la samaritana, la mujer que le lavó los pies en la casa del fariseo, los recaudadores de impuestos y el centurión romano, como también las ocasiones en que tocó y sanó a leprosos y a otros a quienes se los consideraba ritualmente impuros. Todos eran afuerinos y, sin embargo, Jesús los acogió. Con Sus actos los declaró dignos y aceptables, les manifestó un ejemplo del amor y la aceptación que Su Padre tiene por los pecadores, al igual que Su deseo de salvarlos. A lo largo de los Evangelios Jesús dedicó tiempo a los despreciados, los marginados, los mal vistos y los otros.
Si aspiramos a imitar a Jesús, abriremos nuestro corazón y nuestra vida para aceptar y acoger a los que representan la otredad y son distintos a nosotros. Eso puede abarcar a los que abrazan doctrinas religiosas o políticas distintas a las nuestras, a los que tienen una nacionalidad o etnicidad diferente, una situación económica o gustos y disgustos distintos a los nuestros, es decir los que difieren de nosotros en cualquier aspecto. Tender la mano a los que no forman parte de nuestro círculo normal rompe barreras y refleja el espíritu de Cristo.
Compasión: La compasión es tomar conciencia de la aflicción ajena junto con el deseo de aliviarla. En el texto de los Evangelios vemos que la compasión es el sentimiento que con mayor frecuencia se atribuye a Jesús. Él se conmovió al ver a los necesitados y realizó actos para aliviarles su situación. «Al desembarcar vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ella, y curó a todos sus enfermos»[12].
Poco antes de dar de comer a la multitud, dijo: «Tengo compasión de la gente, porque hace ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer»[13]. Cuando acudió a María y Marta luego de la muerte de Lázaro, el hermano de ellas, «Jesús entonces, al verla [María] llorando y a los judíos que la acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió»[14]. Lloró y enseguida levantó a Lázaro de los muertos.
En todos esos casos Jesús se conmovió emocionalmente y tuvo compasión para luego actuar a favor de la gente. Cada vez que se describe a Jesús en circunstancias en que abriga esos sentimientos se nos dice que actuó decididamente para remediar la situación.
La compasión es tomar medidas para mejorar la mala situación en que se encuentra una persona. La compasión no puede estar desligada de la acción. Sin acción equivale simplemente a lástima y simpatía por la necesidad ajena; o empatía. Jesús fue más allá de la simpatía y la empatía; pasó a la acción. Aunque no podamos actuar del mismísimo modo en que actuó Jesús, sí podemos seguir Su ejemplo y tomar alguna medida práctica para ayudar de quienes padecen necesidad.
No tomar represalia: En el Sermón del Monte, Jesús enseñó el principio de la no represalia: «A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos»[15].
Además de predicar la no represalia, vemos que Él también la practicó. Durante Su pasión, rechazó la opción de defenderse por la fuerza[16]. Pedro escribiría más tarde: «Cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente»[17].
Jesús exhortó a Sus seguidores a refrenarse de pagar mal por mal, que un yerro no se remedia con otro. Dicho principio se sustenta en la confianza de que Dios es dueño de la situación. En vez de tomar represalia, se nos insta a perdonar a quienes nos han hecho algún agravio.
Seguir las pisadas de Cristo desarrollando un profundo sentido de intimidad con Dios, servir a otros con humildad, tender la mano a los que se diferencian de nosotros, tener compasión para auxiliar a los demás y no tomar represalias cuando nos hayan hecho algún daño, no son conductas que nos surgen automáticamente por el hecho de ser cristianos. Para proceder como procedió Jesús, cultivar las cualidades asociadas a Dios y manifestar el fruto del Espíritu es preciso una transformación personal. Dicha transformación se produce por medio de la gracia de Dios, concedida a quienes toman la decisión y hacen el esfuerzo por crecer en Él, aplicar Sus enseñanzas y asemejarse más a Él.
Publicado por primera vez en abril de 2016. Adaptado y publicado de nuevo en abril de 2022.
[1] Los siguientes apartados son una síntesis de The Psychology of Christian Character Formation, de Joanna Collicutt (London: SCM Press, 2015).
[2] Éxodo 3:6.
[3] Isaías 6:5 (BLPH).
[4] Mateo 6:9 (BLPH).
[5] V. Mateo 5.
[6] Mateo 7:9–11 (RVC).
[7] Filipenses 2:6–8.
[8] Juan 6:15.
[9] Mateo 20:28.
[10] Mateo 20:25–27.
[11] Lucas 19:5–7.
[12] Mateo 14:14 (NC).
[13] Marcos 8:2.
[14] Juan 11:33.
[15] Mateo 5:39–41.
[16] Mateo 26:52–53.
[17] 1 Pedro 2:23.
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