Regalar la Navidad
Lilia Poters
Era Nochebuena. Estaba apurada para terminar el trabajo temprano y prepararme para la velada que iba a pasar con mi familia y mis amigos, cuando sonó el teléfono. Respondí con impaciencia: «Sí, dígame.» Al otro lado de la línea exclamó alguien alegremente y con acento:
—¡Feliz Navidad, Lilia!
—¿Cecilia? ¡Gracias por llamar! ¡Feliz Navidad! ¿Cómo te va?
Tras los acostumbrados saludos y frases triviales, explicó que estaba de guardia aquella noche en el hospital donde nos habíamos conocido. Como es la matrona más veterana allí y es soltera, le había tocado hacerse cargo del turno de noche en Nochebuena. Normalmente iba al sur a pasarla con su familia y asistía a la misa del gallo en el pueblo donde nació. Por el tono de su voz, me di cuenta de que se sentía muy desanimada.
Como yo había sido asistente voluntaria en partos naturales, entablé amistad con ella mientras asistía al alumbramiento de una compañera mía. Seguí en contacto y la visité en ocasiones para informarle de nuestras actividades y proporcionarle la compañía que obviamente necesitaba y apreciaba.
Cecilia nunca se casó, pero crió a los hijos de su hermano menor, que falleció en un accidente de automóvil hace unos veinte años. Los chicos crecieron y se fueron a vivir lejos, así que Cecilia se quedó sola.
Sentí el impulso de decirle que pasaría a verla un rato esa noche, a pesar de tener otros planes. Su voz sonó gratamente sorprendida, e incluso emocionada con lo que le dije. Me dijo que no me preocupara si no lograba ir a verla, ya que, al fin y al cabo era Nochebuena y una fecha tan señalada debía pasarla con mi familia.
Cuando colgué, me di cuenta que acababa de hacer una promesa a la que sería difícil faltar. Mientras proseguía con mi trabajo y los preparativos para esa noche, hablé con uno de mis compañeros sobre Cecilia y le pregunté si querría acompañarme a visitarla al hospital más tarde esa noche, aunque solo fuera por media hora. Su no muy entusiasta respuesta me motivó a preguntarme si convendría que la llamara para explicarle que no podría ir. A fin de cuentas, Cecilia había dicho que no me molestara si era demasiado inconveniente...
Todos llegaron y temporalmente me olvidé de Cecilia, mientras disfrutábamos de la compañía mutua, cantábamos villancicos, tomábamos una taza de chocolate caliente y nos comíamos las galletas que habían preparado los niños. Era casi medianoche, cuando de repente me acordé de mi promesa a Cecilia. Un villancico cuya letra decía que Jesús había bajado del Cielo por amor me hizo sentir vergüenza de no dar más prioridad a ausentarme de mi pequeño cielo para ir a alegrar a Cecilia, que estaba sola.
Rápidamente llené un termo de chocolate caliente, envolví en una servilleta roja con motivos navideños unas galletas preparadas en casa, e imprimí unos relatos alentadores de Navidad. Preparé una tarjeta con un mensaje de amor y aprecio por la atención diligente de Cecilia a nuestros voluntarios y a todas las mujeres que dan a luz en su hospital. Lo puse todo en una bolsa de plástico, y tomé una vela decorativa para regalársela y una caja de fósforos para encenderla. A mi colega se le contagió la inspiración del momento, y resolvió acompañarme después de todo. Partimos poco después de la medianoche.
El hospital estaba en silencio y casi desierto. La enfermería de la sala de partos se encontraba a oscuras. Pensé: «Esta noche no hay partos. ¿Estará ya dormida?» Sin hacer mucho ruido, toqué a la puerta.
—¿Quién es?
—Cecilia, ¡soy Lilia!
Luego de unos instantes de silencio, la puerta corrediza se abrió de golpe, y Cecilia salió apresuradamente con los brazos abiertos y el rostro radiante. Nos abrazó, y exclamó con lágrimas en los ojos:
—¡Sabía que vendrías! ¡Lo sabía!
Me esforcé por no llorar, y en silencio di gracias a Dios por haber hecho caso de Su insinuación para ir a visitarla.
—Cecilia —le dije—, necesito unas tazas, porque traje chocolate caliente. ¡Celebremos juntas la Navidad!
—Vuelvo enseguida —contestó, mientras salía a toda prisa. Mi colega y yo apagamos las luces y encendimos la vela en una pequeña sala de espera junto a la enfermería. Cuando volvió, la grata sorpresa y la gratitud que se le reflejaban en el rostro bastaron para confirmarnos que aquella noche se sentía muy sola.
Nos sentamos, tomamos chocolate caliente y disfrutamos de las galletas. Conversamos, reímos, e incluso intentamos cantar villancicos juntos. Cecilia no dejaba de exclamar que jamás olvidaría esa Navidad, y que había sido la mejor de su vida.
Bastante después de la una de la mañana, preguntamos si podíamos orar por ella antes de partir. Casi no habíamos terminado nuestras breves palabras de alabanza y bendición, cuando alzó las manos para dirigirse a Dios, y con gran sinceridad le expresó su gratitud por habernos enviado. Siguió orando sin parar mientras le rodaba una lágrima por la mejilla. No entendimos todo lo que dijo, pues se expresó en su idioma materno, pero nos dimos cuenta de la huella tan profunda que había dejado el pequeño gesto de amor que tuvimos esa noche.
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