Recoger tu camilla
Recopilación
Jesús se encuentra con un enfermo cerca de un gran estanque al norte del templo de Jerusalén. […] El estanque se llama Betesda. Podría llamarse Central Park, Hospital Metropolitano o el Bar y Restaurante de Juan. Podría tratarse de las personas sin hogar que están amontonadas debajo de un céntrico puente. Podría ser cualquier grupo de personas lastimadas.
Un manantial subterráneo hacía que el estanque burbujeara de vez en cuando. La gente creía que las burbujas eran causadas porque un ángel movía las alas. También se creía que sería sanada la primera persona que tocara el agua después de que lo hiciese el ángel. ¿Esa curación ocurría? No lo sé. Lo que sí sé es que una multitud de inválidos llegaba allí para intentarlo.
Pongamos atención al breve y revelador diálogo entre el paralítico y el Salvador. Antes de que Jesús lo sane, le pregunta: «¿Te gustaría recuperar la salud?»
«Señor… no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando se agita el agua. Siempre alguien llega antes que yo».
¿El paralítico se queja? ¿Siente lástima de sí mismo? ¿O se limita a expresar cuál es su situación? No lo sé. Pero antes de pensar mucho en eso, veamos lo que sucede a continuación.
«Ponte de pie, toma tu camilla y anda».
«Al instante, el hombre quedó sano. Enrolló la camilla, y comenzó a caminar»[1].
Me gustaría que hiciéramos eso; que le tomáramos la palabra a Jesús. Deseo que, al igual que en los cielos, aprendiésemos que cuando Él dice algo, sucede. En particular, ¿cuál es la parálisis que nos confina? ¿Cuál es esa obstinada falta de voluntad de ser sanados?
Cuando Jesús nos diga que nos pongamos de pie, hagámoslo.
Cuando diga que hemos sido perdonados, bajemos la carga de la culpa.
Cuando diga que somos valiosos, creámosle.
Cuando diga que somos eternos, enterremos nuestro temor.
Cuando nos asegure que provee para nosotros, dejemos de preocuparnos.
Cuando diga: «Levántate», hagámoslo.
Me encanta la anécdota del soldado que persiguió y atrapó al caballo desbocado que pertenecía a Napoleón. Cuando devolvió el caballo al emperador, Napoleón le agradeció con estas palabras: «Gracias, capitán».
Con una sola palabra el soldado raso fue ascendido. Cuando el emperador lo dijo, el soldado lo creyó. Fue a ver al intendente, escogió un nuevo uniforme y se lo puso. Luego, fue al cuartel de los oficiales y eligió una litera. Seguidamente, se dirigió al comedor de los oficiales y comió.
El emperador lo había dicho. Así pues, el soldado lo creyó. Me gustaría que hiciéramos lo mismo. ¿Esto te pasa? Puede ser. Todos los elementos son los mismos. Un tierno desconocido ha entrado en tu mundo sufriente y te ha ofrecido una mano. Ahora tú decides si la aceptas. Max Lucado[2]
Levántate y anda
Jesús le dijo: «Levántate, recoge tu camilla y anda»[3].
A fin de apreciar el valor de la orden que dio Jesús, se debe tener en cuenta la cultura de la época. En la actualidad, aunque algunos tal vez piensen que no hacemos lo suficiente, hay oportunidades limitadas para que las personas físicamente discapacitadas trabajen y lleven una vida productiva. En el tiempo que pasó Cristo en la Tierra, los minusválidos eran marginados. Vivían de limosnas.
En el ejemplo anterior, el hombre había sido tullido por mucho tiempo. Tal vez sus únicas posesiones eran la ropa que llevaba puesta y la camilla donde se acostaba. La camilla era prácticamente un símbolo de la única esperanza que tenía en la vida. Su existencia era lamentable. No había cura conocida para lo que lo aquejaba (solo Jesús podía ayudarlo); y si hubiera habido una cura, sin duda él no podría permitírselo.
Jesús tuvo compasión de él, y al hablar, aquel hombre fue sanado. Jesús le dijo: «¡Levántate!» Que tomara su camilla y empezara a caminar. Resulta claro que se trataba de un regalo mucho más grande que lo que el dinero podría comprar. […]
Ese hombre se aferraba a su camilla. Sin duda había llegado a ser su bien más preciado. Dormía en ella, descansaba en ella; y desde su camilla veía pasar el mundo. No podía imaginarse un día sin ella. Jesús le dijo que la levantara y que caminara. Cuando Jesús terminó de hablar con ese hombre, este último ya no necesitaba su camilla. […] Creo que Jesús le dijo que recogiera su camilla porque ya no la necesitaría. No necesitaría un lugar para mendigar, preocuparse, sufrir. Ya no necesitaba depender de una camilla. ¡Había encontrado al Sanador!
Incluso en la actualidad, sea lo que sea que sostengas con fuerza además de tu fe, creo que Jesús te diría: «¡Recoge tu camilla y anda!» Si no tenemos cuidado, nuestras camillas pueden convertirse en nuestra esperanza, en vez de que nuestra esperanza esté en Cristo. […] Jesús quiere ayudarte y la mejor forma en que puede hacerlo es dirigiéndote para que confíes más en Él. ¡Presta atención a Su orden de recoger tu camilla y caminar! Ron Edmondson[4]
Grande es Tu fidelidad
La fe verdadera no es algo pasivo, actúa lo que cree, es algo práctico; no espera que Dios haga aquello que solo nosotros podemos hacer. Una persona creyente pone su fe en acción.
Cuando uno le ha pedido algo a Dios pasa a creer a Dios y le toma la Palabra. Cree que Dios habla en serio cuando dice algo, aunque la mente natural niegue a cada paso del camino lo que su fe ha invocado. Porque sabe que la Palabra de Dios es veraz y que Dios no puede faltar a Su Palabra: ¡Grande es Su fidelidad!
A eso muchas veces se le llama la postura de fe. Una gran ilustración de eso es la parte de la Escritura donde Jesús mandó a los leprosos a presentarse delante de los sacerdotes para ser limpiados. La Escritura dice: «Mientras iban fueron sanados»[5]. Ellos pusieron su fe en acción y Dios les salió al encuentro. Si nosotros hacemos el esfuerzo de una fe creyente, Dios honrará ese paso y nos saldrá al encuentro como en el caso del hombre de la mano seca. Jesús le dijo: «Extiende la mano». Para él era imposible extender la mano, sin embargo, cuando Jesús se lo ordenó, el hombre hizo el esfuerzo, y su mano fue completamente restaurada[6].
El asiento de la fe es la voluntad y Dios espera que pongamos nuestra fe en acción. Alguien dijo: «Cuando la fe va al mercado, siempre lleva una canasta». La fe no es algo grandioso, ni un sentimiento glorioso o alguna sensación maravillosa, como muchos creen. La fe es sencillamente creer lo que Dios dice.
Es depender por completo en la veracidad del Señor. Por tanto, la fe es una total dependencia en la veracidad y fidelidad de Dios. ¡Qué grande es Su fidelidad! ¿Puedes decir Amén a todo lo que Dios diga? En este mismo instante, Dios le dice al que está desanimado: «Yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré»[7]. Al que padece gran necesidad le dice: «Yo proveeré para todas tus necesidades conforme a Mis riquezas en gloria»[8]. ¿Dices amén a eso? ¿Dices amén a la Palabra de Dios? ¿Le tomas la Palabra a Dios? «He aquí, que no se ha acortado la mano del Señor para salvar, ni se ha agravado Su oído para oír»[9]. Eso también es la Palabra de Dios. Alza la vista al Señor en este momento y di: «¡Grande es Tu fidelidad!» Virginia Brandt Berg
Publicado en Áncora en octubre de 2017.
[1] V. Juan 5:1-9 (NTV).
[2] Max Lucado, Cast of Characters: Common People in the Hands of an Uncommon God (Thomas Nelson, 2010).
[3] Juan 5:8 (NVI).
[4] http://www.ronedmondson.com/2016/08/pick-up-your-mat-and-walk.html.
[5] Lucas 17:12-14.
[6] Marcos 3:1-5.
[7] Isaías 41:10.
[8] Filipenses 4:19.
[9] Isaías 59:1.
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