¿Quién es mi prójimo?
Iris Richard
Estaba leyendo el conocido relato del buen samaritano desde una Biblia bien ilustrada con caricaturas a un grupo de estudiantes de escuela dominical de ocho a nueve años de edad. El episodio terminaba con la pregunta que Jesús hizo a los que lo escuchaban:
—¿Cuál de estos tres crees que fue el prójimo del hombre que cayó en manos de ladrones?
—El que tuvo misericordia de él —respondió alguien.
Jesús entonces dijo: —Ve y haz lo mismo.[1]
Uno de los chicos, un de pelirrojo tupido cabello y cara pecosa, preguntó:
—¿Y cómo encuentro un prójimo que necesite mi ayuda?
La pregunta me dejó pensativa. Es cierto que no todos los días nos encontramos a una persona golpeada y botada en la calle, si es que alguna vez, y no con mucha frecuencia somos testigos de algún robo o algún maltrato que haya sufrido alguna persona. Y mi vecino, que también es mi prójimo, rara vez necesita algo de mí que yo sepa, sobre todo cuando se vive en un enorme edificio de apartamentos como es el caso nuestro.
Ahondando más en el asunto, me puse a pensar en mis actividades diarias, que más o menos discurren así:
Media hora de reflexión y oración por la mañana temprano, seguida de un poco de ejercicio y un desayuno ligero. Para partir a tiempo y evitar el tráfico de la mañana generalmente ando con prisas. Aunque llegue a tiempo a mis citas, en nuestra ciudad de esta parte del África casi nadie es puntual, lo que atrasa mi llegada a la cita siguiente y por ende me une al círculo de los impuntuales. A su vez eso me deja contrariada, con poca compasión para detenerme y dar una moneda a una anciana en harapos que mendiga en la esquina o al hombre en silla de ruedas con muñones por piernas sentado a la vera del camino con la mano extendida.
¿Seran ellos mi prójimo? —me pregunté. Los pasé de largo a toda prisa.
¿No sería él mi prójimo? Pasé de una cita a la otra con poco tiempo para responder a un mensaje de texto de un amigo desilusionado que necesitaba unos minutos de mi tiempo. Un oído presto a escuchar tal vez habría significado mucho para él.
Hummmm, ¿podría haber sido mi prójimo? Miré a la rápida un correo electrónico de un viejo conocido que me contaba que su vida últimamente había dado un giro desafortunado y necesitaba alguien con quien hablar. Más tarde me ocupo de eso, decidí, y me puse a atender los correos de mi trabajo, cada uno esperando una respuesta con urgencia. ¿Tanto me hubiera demorado en escribirle unas breves palabras alentadoras que le hubieran cambiando su perspectiva ese día?
Al llegar hasta mi auto en el parking más tarde aquel día, el señor estacionado junto a mí intentaba frenéticamente y sin éxito dar partida a su vehículo. Por lo visto se le había descargado la batería y necesitaba puentearlo. Uff, eso tendría que hacerlo algún Buen Samaritano, no yo. Mis cables estaban enterrados en algún lugar del maletero debajo de unos productos que tenía que entregar a una de nuestras obras sociales camino a casa. Seguramente él no es mi prójimo, pensé mientras me sentaba al volante mirándolo con cara de lástima. En todo caso yo iba camino a un programa de asistencia humanitaria y se me hacía tarde.
Después de reflexionar sobre aquella jornada me di cuenta de que cada día pone en mi camino algún prójimo, o a dos o tres. Es fácil hacerlos a un lado y proseguir con quehaceres más importantes. Además tomé nota de las numerosas veces en que me beneficié de algún Buen Samaritano que espontáneamente decidió que yo sí era prójimo y me tendió una mano amiga cuando me encontraba en un aprieto.
Al otro día, durante mi momento de reflexión matinal, recordé que a menudo presto más atención a los actos solidarios más protagónicos. Por ser misionera y encontrarme regularmente con un montón de gente necesitada, había nutrido el hábito de concentrarme en las obras más grandes y más gratificadoras. Visto eso, decidí prestar más atención a los pequeños actos de bondad y gestos de solidaridad que puedo tener para con el prójimo que se cruce en mi ajetreado camino en días venideros.
Al poco tiempo enfrenté una prueba con respecto a aquella decisión. Resulta que me llamó una amiga para preguntarme si le podía cuidar a su pequeño hijo durante una hora mientras acudía a una cita odontológica. Aunque tenía pensado tomarme un descanso aquel sábado, recordé lo que había resuelto y le contesté que sí, confiando en que podría dedicarle esa hora y aún tendría tiempo para descansar después. Además envié una nota a aquel conocido que penaba y dejé una moneda a la mendiga de la esquina. Afortunadamente nadie necesitó de mis cables para puentear el auto ese día.
Aparecieron otros prójimos a lo largo de las siguientes semanas y habrá siempre muchos más en el futuro. Para poder prestar más atención a estos pequeños actos de bondad me pareció importante orar acerca de cuáles son los que debo atender yo personalmente. Borrar de un plumazo de mi lista a un vecino necesitado que me interrumpe era sin duda mucho más fácil; pero después de todo, ¡lo poco es mucho si Dios está en ello! Hasta una sonrisa puede llegar muy lejos, tanto como una mano amiga, unas moneditas de las que me puedo separar, unos brazos que ayuden a llevar una carga, un mensaje de texto alentador, una comida compartida, un momento de atención concentrada o un llamado telefónico.
Son incontables los pequeños gestos y actitudes —además de los grandes— que pueden mejorar nuestro entorno si prestamos atención, si recordamos al Buen Samaritano y preguntamos a Dios periódicamente: ¿Quién es mi prójimo?
«Tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; fui forastero, y me dieron alojamiento; necesité ropa, y me vistieron; estuve enfermo, y me atendieron; estuve en la cárcel, y me visitaron [...]. “¿Señor, cuándo te vimos como forastero y te dimos alojamiento, o necesitado de ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y te visitamos?” El rey les responderá: “Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de mis hermanos, aun por el más pequeño, lo hicieron por mí”.» (Mateo 25:35–40[2])
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