¡Qué diferencia hace la fe!
George Sosich
Mi padre padeció profundos problemas mentales que nos causaron a él, a mi madre y a sus siete hijos mucho dolor. Tuve una infancia muy infeliz.
Cuando tenía 2 años sufrí terribles quemaduras al caerme encima una olla con agua hirviendo; a día de hoy todavía tengo cicatrices en varias partes de mi cuerpo.
A los 17 años se me diagnosticó glomerulonefritis, una enfermedad crónica de los riñones que no suele afectar a personas tan jóvenes.
A los 20 años enfermé de salmonella, lo que me mantuvo seis semanas en el hospital. Sobreviví de milagro, pero la enfermedad causó estragos en mis malogrados riñones.
A los 37 años, mis riñones dejaron de funcionar por completo. Me mantenía con vida —de manera artificial— una máquina de diálisis. El tratamiento limpiaba las toxinas de mi sangre tres veces a la semana durante cuatro horas, y el proceso se llevaba a cabo en la clínica local. Sin aquel tratamiento, habría muerto al cabo de una semana.
Dos años y medio después, mi hermana se ofreció a donarme un riñón y ello me liberó de la máquina de diálisis, pero debía tomar medicamentos inmunosupresores cada doce horas y hacer visitas periódicas a la clínica para medir el funcionamiento del órgano trasplantado. De lo contrario, perdería la vida.
Cinco meses después de aquel salvador trasplante de riñón, mi hermosa esposa murió de forma repentina con solo 34 años. Su partida me dejó solo con cinco hijos pequeños y los problemas de salud. Fue una pérdida devastadora.
Pero seguí adelante. Varios años después me volví a casar, y junto a mi preciosa mujer hemos tenido dos bellísimos hijos. Así y todo, hace dos años mi riñón trasplantado dejó de funcionar y nuevamente debo mantenerme con vida de forma artificial con una máquina de diálisis. Tengo 57 años y estoy a la espera de un segundo trasplante de riñón.
Mi historial médico incluye extensos periodos de enfermedad y de estar prostrado en cama, emergencias de vida o muerte, cientos de visitas al hospital, unas mil agujas, montones de medicamentos, incontables análisis de sangre y otras pruebas, varias operaciones, muchas complicaciones y muchos ingresos a hospitales. Y esto aún no termina.
Soy consciente de que hay muchas personas con existencias mucho más difíciles que la mía. Pero, en mi opinión, mi vida ha sido mucho más difícil que la de casi todas las personas que conozco. A pesar de ello, he tenido una vida maravillosa. Pese a todo, he estado felizmente casado con dos maravillosas mujeres, soy padre de siete hermosos hijos, he servido a Dios como misionero y voluntario durante 38 años, y he vivido o visitado 18 países, donde he desarrollado muchas emocionantes y fructíferas labores y disfrutado de toda clase de aventuras.
¿Se preguntan cómo mantengo una actitud optimista y vuelvo a levantarme una y otra vez luego de que la adversidad —al parecer— me asestara un golpe mortal? ¿Cómo me las he arreglado para sonreír y tener una perspectiva alegre de la vida y de los desafíos que me esperan? La respuesta es mi fe en Dios.
De no tener fe en Dios o en la vida después de la muerte, solo se puede dar por sentado que la vida termina al morir. Al sufrir problemas como los míos o peores, uno podría preguntarse: «¿Por qué yo? ¿Qué clase de maldición tengo encima? ¿Más aún cuando los demás parecen llevar una vida fácil y cómoda?»
Lo que altera dramáticamente mi perspectiva es la fe en Dios y en el Cielo. Veamos algunos ejemplos:
- Sé que, si bien desconozco los motivos por los que he tenido tan poca «suerte», Dios los conoce, y Él lo hace todo bien[1].
- Sé que, aunque mi familia y seres queridos a veces no entienden por lo que estoy pasando, Dios sí lo entiende.
- Sé que Él me ama y cuida de mí, incluso al hacer frente a terrible adversidad y dolor. Él no me desamparará ni me dejará[2].
- Sé que ni Jesús mismo fue eximido del sufrimiento terrenal y que, por lo tanto, entiende cómo me siento y simpatiza conmigo, luego de que Él mismo fue blanco de burlas y torturas y fue rechazado, traicionado y al final cruelmente ejecutado[3].
- Sé que la Biblia promete que «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien»[4] y que de alguna manera Él convertirá mis «maldiciones» en bendiciones.
- Sé que se encuentra gozo después de la desesperación, porque Él ha prometido que «por la noche durará el lloro y a la mañana vendrá la alegría»[5].
- Sé que un golpe de nocaut no es un golpe mortal. Con la ayuda de Dios podré levantarme y continuar luchando. «Porque, aunque siete veces caiga el justo, volverá a levantarse»[6].
- Sé que Dios se vale de mis problemas para enseñarme a ser un luchador y que un día repasaré mi vida y sentiré enorme satisfacción al saber que perseveré y superé la adversidad. Ello ha hecho de mi vida algo especial.
- He encontrado consuelo en el relato bíblico de Job, el acaudalado terrateniente del Antiguo Testamento que perdió su inmensa fortuna, su ganado, su casa, sus hijos, y al final hasta su salud, a causa de una terrible serie de acontecimientos personales y naturales. Pese a todo, no perdió su fe en Dios, y al final de dura prueba, fue bendecido por partida doble con más de lo que perdió en primer lugar.
- Sé que el sufrimiento enseña valiosas lecciones de vida, incluyendo compasión y empatía por otras personas que sufren, y que me ha convertido en una fuente de ánimo para esas personas.
- Sé que esta vida es una preparación para la próxima, y que las lecciones aprendidas aquí tendrán valor por la eternidad.
- Sé que algún día estaré completamente curado en el Cielo, y que me espera una eternidad libre de lágrimas, problemas, enfermedad y dolor. «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron»[7].
- Sé que si mis problemas fueran causados por la inhumanidad de otros hacia mí, y aunque —aparentemente— se hayan salido con la suya en esta vida, Dios se encargará de impartir justicia. Él juzgará con rectitud a los hacedores de maldad, y me recompensará de alguna manera.
La fe genera tantos beneficios que sería imposible enumerarlos todos aquí; baste saber que son enormes. Una vida de fe nos ayuda a mantener una actitud mucho más optimista y esperanzadora que si no se depositara la fe en Dios.
Si no crees en Dios, conéctate con Él ahora recibiendo a Su Hijo, Jesús, en tu vida y da inicio hoy a una vida de fe. Si eres nuevo en la fe cristiana, procura aumentar y fortalecer tu fe mediante el estudio de Su Palabra, la Biblia, y otros escritos cristianos que edifican la fe. «La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios»[8].
La fe produce una diferencia abismal a la hora de superar la adversidad. Bien vale el tiempo y el esfuerzo que se dedican a aumentar y fortalecer la fe en Dios.
[1] V. Marcos 7:37.
[2] V. Hebreos 13:5.
[3] V. Hebreos 4:15.
[4] Romanos 8:28.
[5] Salmo 30:5.
[6] Proverbios 24:16.
[7] Apocalipsis 21:4.
[8] Romanos 10:17.
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