Profecías cumplidas: La prueba de que Jesús es el Mesías
Tesoros
[Prophecy Fulfilled: Proof That Jesus Is the Messiah]
Los profetas del Antiguo Testamento predijeron la venida de Jesús cientos de años antes de Su nacimiento en Belén. Existen profecías mesiánicas de Su nacimiento, Su entrada triunfal a Jerusalén, que fue traicionado por Judas, Su juicio, Su crucifixión, Su sepultura y Su triunfante resurrección. Dichas predicciones no se expresaban en términos generales —no decían, por ejemplo, «vendrá un Mesías» o cosas así—, sino que se trataba de profecías específicas relacionadas con lugares, fechas y sucesos que se han cumplido en solo una persona: Jesucristo.
En el presente artículo, varias de las más destacadas profecías mesiánicas del Antiguo Testamento están dispuestas en orden cronológico, extraídas textualmente de las Escrituras. Luego de cada una exponemos sus correspondientes cumplimientos según el Nuevo Testamento.
El nacimiento de Jesús
Casi setecientos cincuenta años antes del nacimiento de Cristo, el profeta Isaías, en el Antiguo Testamento, vaticinó: «Por tanto, el mismo Señor les dará la señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará Su nombre Emanuel» (Isaías 7:14).
Como está registrado en la Biblia, María era una joven virgen y estaba prometida en matrimonio a José, un carpintero de Nazaret, cuando el ángel se le apareció y le dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con Su sombra; por lo cual también el santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1:35). Emanuel significa «Dios con nosotros», y cuando recibimos a Jesús como nuestro Señor y Salvador, Dios mora en nosotros.
Otra profecía de Isaías predice: «Porque un niño nos es nacido, un hijo nos es dado, y el dominio estará sobre Su hombro. Se llamará Su nombre: Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz» (Isaías 9:6). Este pasaje profetiza que el hijo de Dios tomaría forma humana y nacería haciéndose semejante a los hombres, y en la profecía dice que sería llamado «Dios fuerte» (Véase Juan 1:1; Filipenses 2:5-8).
Miqueas, profetizando en el siglo VIII a.C., predijo: «Pero tú, oh Belén Efrata, aunque eres pequeña entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será el gobernante de Israel, cuyo origen es antiguo desde los días de la eternidad» (Miqueas 5:2).
El Evangelio registra que: «Jesús nació en Belén de Judea» (Mateo 2:1). Aunque la nación judía no aceptó Su autoridad y soberanía, la profecía predice que Él «será el gobernante». En sentido espiritual, Jesús ya reina en quienes aceptan voluntariamente Su mesiazgo (Juan 1:12; Juan 3:3–6). Ocurrirá literalmente en Su Segunda Venida, cuando la Biblia dice que «el reino del mundo ha venido a ser el reino de nuestro Señor y de Su Cristo. Él reinará por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 11:15).
El origen de Jesús —es decir, Su existencia— «es antiguo desde los días de la eternidad». Jesús dijo: «Antes que Abraham existiera [2000 a.C.], Yo Soy» (Juan 8:58). Sus palabras aquí hacen eco a las palabras de Dios cuando se le apareció en persona a Moisés en la zarza ardiente, diciendo: «YO SOY EL QUE SOY» (Éxodo 3:14). Jesús es el eternamente presente Hijo de Dios.
Entrada triunfal a Jerusalén
En el libro de Zacarías en el Antiguo Testamento hay varias profecías en las que se predicen aspectos del ministerio de Jesús, Su muerte y crucifixión, empezando con Su entrada triunfal a Jerusalén. El profeta Zacarías ordenó al pueblo, mediante el Espíritu del Señor: «¡Llénate de alegría, hija de Sión! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu rey viene a ti, justo, y salvador y humilde, y montado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna» (Zacarías 9:9; 450 a.C.).
Cinco días antes de Su crucifixión, Jesús regresó a Jerusalén y dijo a Sus discípulos: «Vayan a la aldea que está enfrente de ustedes, y enseguida encontrarán un asna atada y un pollino con ella; desátenla y tráiganlos a Mí. […] Entonces fueron los discípulos e hicieron tal como Jesús les había mandado, y trajeron el asna y el pollino. […] Pusieron sobre ellos sus mantos y Jesús se sentó encima. […] Y las multitudes que iban delante de Él y las que iban detrás, gritaban: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito Aquel que viene en el nombre del Señor!”» (Mateo 21:2–9).
Algunos de los fariseos trataron de hacer callar a la multitud, pero Jesús, sabiendo que se tenía que cumplir lo que decían las Escrituras, les dijo «Si éstos callaran, las piedras clamarían» (Lucas 19:38–40). Las mismas personas que agitaban ramas de palmera y gritaban «¡Hosanna al Hijo de David!», cinco días después exigían Su crucifixión.
En el relato de la entrada de Jesús a Jerusalén en el evangelio de Juan, después de citar la profecía en Zacarías, las Escrituras añaden: «Al principio, Sus discípulos no comprendieron estas cosas; pero cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban escritas acerca de Él, y de que así le habían sucedido» (Juan 12:12–16).
Su traición
Zacarías también predijo que Jesús sería traicionado: «Y les dije: “Si les parece bien, denme mi paga; y si no, déjenla”. Y pesaron como mi salario treinta monedas de plata. Entonces el Señor me dijo: “Arrójalo al alfarero (ese magnífico precio con que me valoraron)”. Tomé pues, las treinta monedas de plata y las arrojé al alfarero en la casa del Señor» (Zacarías 11:12,13).
Vemos el cumplimiento de esta profecía cuando Jesús fue traicionado por Judas, que se describe en el evangelio de Mateo: «Entonces Judas Iscariote, que era uno de los doce, fue a ver a los principales sacerdotes, y les dijo: “¿Cuánto me darían, si yo les entrego a Jesús?” Y ellos le asignaron treinta piezas de plata» (Mateo 26:14,15).
Más adelante, en el mismo Evangelio, se cuenta: «Cuando Judas, el que lo había traicionado, vio que Jesús había sido condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos. Les dijo: “He pecado al entregar sangre inocente”. Entonces Judas arrojó en el templo las monedas de plata, y después de eso salió y se ahorcó. Los principales sacerdotes tomaron las monedas y dijeron: “No está bien echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es el precio de sangre derramada”. Y después de ponerse de acuerdo, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultar allí a los extranjeros» (Mateo 27:3–7).
Su juicio
Una profecía del libro de Isaías nos dice: «Por cárcel y por juicio fue quitado; y Su generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de Mi pueblo fue herido» (Isaías 53:8). En el transcurso del juicio de Jesús, Pilato preguntó a los judíos: «¿Quieren, pues, que les suelte [de la cárcel] al Rey de los judíos?» Entonces volvieron a gritar, diciendo: “No a Este, sino a Barrabás”» (Juan 18:39,40). Pilato, después de interrogar a Jesús, se presentó tres veces delante del pueblo judío proclamando: «Yo no hallo ningún delito en Él». Su veredicto, por consiguiente, fue que Jesús era inocente de los cargos que se le imputaban (Juan 18:38; 19:4–6).
Pero el pueblo no quedó satisfecho con dejarlo en la cárcel ni con el veredicto de Su inocencia, sino que, aprovechando la influencia política que ejercía sobre Pilato, insistió hasta persuadirlo de que se doblegara ante la sanguinaria multitud. Y tomó a Jesús «por cárcel y por juicio» y «lo entregó a ellos para que fuera crucificado» (Juan 19:16).
Su crucifixión
El rey David profetizó, aproximadamente en el año 1000 a.C.: «Porque perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malhechores; me horadaron las manos y los pies. Puedo contar todos Mis huesos; ellos me miran, me observan. Se reparten entre sí Mis vestidos, y sobre Mi ropa echan suertes» (Salmo 22:16–18). (Véase también Zacarías 12:10; 13:6).
Vemos el cumplimiento de esa profecía en el Nuevo Testamento. «Entonces los soldados, cuando crucificaron a Jesús, tomaron Sus vestidos e hicieron cuatro partes, una parte para cada soldado. Y tomaron también la túnica; y la túnica era sin costura, tejida en una sola pieza. Por tanto, se dijeron unos a otros: “No la rompamos; sino echemos suertes sobre ella, para ver de quién será”» (Juan 19:23,24).
Los judíos de la época de David no practicaban la crucifixión —más bien, utilizaban la lapidación o matar a las personas a pedradas—. No obstante, en esta profecía David predijo —mil años antes de que aconteciera— el método de ejecución que padecería el Mesías, el cual era prácticamente desconocido por los judíos de su época.
Otra profecía en otro salmo más adelante dice: «El Señor le cuida cada uno de Sus huesos, y ni uno solo de ellos se le quebrará» (Salmo 34:20). El profeta Isaías describió a Jesús como «el Justo» que con Su muerte «justificará a muchos» (Isaías 53:11,12). Jesús sufrió una muerte terrible por nuestros pecados y «derramó Su alma hasta la muerte y con los transgresores fue contado», pero Dios no permitió que ninguno de Sus huesos fuera quebrado.
Jesús fue crucificado en vísperas de la Pascua de los hebreos. Por eso, para cerciorarse de que los cuerpos de los ladrones y el de Jesús no quedaran en la cruz durante el día sagrado de los judíos, quebraron las piernas a los ladrones para precipitar su muerte. «Cuando llegaron a Jesús, como vieron que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas; pero uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza» (Juan 19:31–34).
El soldado abrió el costado de Jesús para asegurarse de que estuviera muerto, cumpliendo así otra profecía de Zacarías, que dice: «Y me mirarán a Mí, a quien han traspasado. Y se lamentarán por Él, como quien se lamenta por un hijo único, y llorarán por Él, como se llora por un primogénito» (Zacarías 12:10).
Mucha gente lloraba y lamentaba la muerte de Jesús, como leemos en el libro de Hechos, cuando Pedro proclamó valientemente el mensaje del evangelio después del día de Pentecostés. «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien ustedes crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Cristo». En respuesta, leemos que al oír eso quedaron «conmovidos profundamente, dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: “Hermanos, ¿qué haremos?” Entonces Pedro les dijo: “Arrepiéntanse y sean bautizados cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo”» (Hechos 2:36–38).
Su sepultura
El capítulo 53 del libro de Isaías es una profecía sobre la vida, misión, muerte y sepultura de Jesús. En ese capítulo leemos: «Se dispuso con los impíos Su sepultura, pero con el rico fue en Su muerte, aunque no había hecho violencia, ni había engaño en Su boca» (Isaías 53:9). Esta profecía se cumplió en los acontecimientos que rodearon la muerte de Jesús. Aunque fue condenado como un criminal, y murió «con los impíos» pues dos ladrones fueron crucificados con Él —uno a cada lado (Mateo 27:38)—, fue colocado en el costoso sepulcro de un hombre rico.
En el evangelio de Mateo leemos que después de Su muerte «vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había convertido en discípulo de Jesús. Este se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús». Después de que Pilato ordenó que le entregaran el cuerpo, José «lo envolvió en un lienzo limpio de lino, y lo puso en su propio sepulcro nuevo», la sepultura de un rico, como indicaba la profecía (Mateo 27:57–60).
Su resurrección
Un salmo de David predice la resurrección de Jesús: «Porque Tú no abandonarás Mi alma en el Seol, ni permitirás que Tu Santo sufra corrupción» (Salmo 16:10). La palabra «seol» viene del hebreo y hace referencia a la tumba o al lugar de los muertos. Pedro citó esa Escritura en el libro de Hechos como una profecía cumplida en la resurrección de Jesús: «Hermanos, del patriarca David les puedo decir con franqueza que murió y fue sepultado. […] Pero siendo profeta […] miró hacia el futuro y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado en el Hades, ni Su carne sufrió corrupción» (Hechos 2:27–31).
Cuando los dolientes llegaron al sepulcro de Jesús, el ángel les dijo: «¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado» (Lucas 24:5,6). ¡Jesús está vivo! Las Escrituras muestran que anduvo por la tierra durante cuarenta días después de Su resurrección y fue visto por centenares de seguidores, y les habló sobre el reino de Dios (Hechos 1:3 y 1 Corintios 15:4–6). Luego ascendió hacia los cielos, donde está sentado a la diestra de Dios y un día volverá a la Tierra para establecer Su reino en la Tierra (Hechos 1:9–11; Marcos 16:19).
El consenso general entre los eruditos es que hay más de 300 profecías sobre Jesucristo —todas se escribieron siglos antes de Su nacimiento— que se cumplieron durante Su vida en la Tierra. Esas profecías anunciaron el nacimiento, vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret y no se han cumplido en ninguna otra persona. ¿Quién más nació de una virgen en Belén, fue llamado Dios, ingresó triunfalmente en Jerusalén montado en una asna, fue traicionado a cambio de treinta piezas de plata, proclamado inocente y, sin embargo, condenado injustamente a ser crucificado mientras los soldados se repartían Sus vestidos? ¿A quién más se lo asoció con los impíos, fue colocado en el sepulcro de un rico y resucitó de los muertos, todo ello en cumplimiento de distintas profecías? La respuesta, por supuesto, es nada más y nada menos que Jesús.
Jesús vino a esta Tierra y murió en la cruz porque te amaba a ti, a mí y a todas las personas del mundo. Nos amó tanto que asumió el castigo que nos merecíamos, murió y se separó de Su Padre a fin de que pudiéramos recibir el amor de Dios y Su regalo de la vida eterna. Dice otra profecía: «Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre Él la iniquidad de todos nosotros. Pero el Señor quiso quebrantarlo y hacerlo sufrir, y, como Él ofreció su vida para obtener el perdón de pecados […] por su conocimiento Mi siervo justo justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos» (Isaías 53:6–11).
Jesús murió por nosotros; y Dios se aseguró de que todas estas profecías se escribieran y se conservaran para que al leerlas se fortaleciera nuestra fe y nos convenciéramos de que «de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). «En ningún otro hay salvación, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos» (Hechos 4:12).
Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en septiembre de 2024.
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