¿Por quién haces el tonto?
Linda Cross
«Permanezcan en Mí, y Yo en ustedes. Como la rama no puede llevar fruto por sí sola si no permanece en la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en Mí. [...] El que permanece en Mí y Yo en él, este lleva mucho fruto. Pero separados de Mí nada pueden hacer»[1].
Pude comprobar la veracidad de este versículo en mi propia vida. Cuando hice el esfuerzo de poner a Jesús en primer lugar pasando un buen tiempo leyendo Su Palabra y en oración, las oportunidades empezaron a llegar y se empezaron a abrir puertas, ¡lo cual demuestra que es todo obra de Su Espíritu! Sorprendentemente, muchas de las oportunidades que he tenido para marcar una diferencia se presentaron mientras llevaba a cabo mis tareas diarias, o con frecuencia cuando estoy viajando en transporte público en la ciudad suiza en la que vivo.
En uno de dichos viajes, iba con mi hijo más pequeño en su cochecito. Al llegar a la estación de buses, vi a dos hombres que evidentemente estaban ebrios. Uno de ellos llevaba una bolsa de plástico cargada de latas de cerveza. Estaban siendo muy ruidosos y molestos, y mi reacción inicial fue mantenerme alejada, ya que no quería arriesgarme a que me molestaran.
De inmediato escuché que el Señor me decía: «¡Háblales!» Me di cuenta de lo rápido que los juzgué tan solo por su apariencia y comportamiento. La Biblia dice: «El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Señor mira el corazón»[2]. A Jesús no le importaba de qué clase social o qué título tenían las personas cuando decidía brindarles Su amor y atención. Hasta Él mismo fue acusado de ser un borracho y denunciado por rodearse de malas compañías. Él puso el amor por encima de la reputación y la comodidad.
Me sentí algo incómoda porque dentro de mí debatía si debía hacer lo que Él me pedía. Pero decidí hacer el intento. Les di el folleto Alguien te ama y les dije que les cambiaría el día.
Comenzaron a hacerme un montón de preguntas sobre mi fe y a qué iglesia pertenecía. Les expliqué que no voy a ninguna iglesia, pero que encontré ayuda y fortaleza tan solo leyendo la Biblia y gracias a una conexión personal con Jesús. El hombre que tenía la bolsa con las latas de cerveza me dijo que había tenido demasiadas malas experiencias con cristianos que hablaban del amor de Jesús, pero que luego se mostraban muy altivos.
—No quiero saber nada de ellos —agregó.
La terminal de buses se llenaba más y más de gente, pero ellos prestaban mucha atención a nuestra conversación sobre la salvación. Yo solo oraba para poder dar las respuestas correctas.
De pronto, el más grosero de los dos, con sonrisa maliciosa y en voz muy alta, dijo:
—¡Yo acepto a Jesús si me puedo meter en tus bragas!
Sonreí ante su intento de amedrentar y avergonzar a una cristiana, y antes de poder responderle, agregó suspirando:
—…o tan solo dame algo de comer.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo? —pregunté.
—No he comido nada en dos días —respondió.
Silencio. Le pregunté al Señor qué debía hacer. Sabía que esta era Su oportunidad de llegar a esta alma perdida y demostrarle que de verdad lo ama.
—Muy bien —respondí—. Esta noche voy a preparar fideos con salsa de carne para mi familia. Les puedo traer comida caliente a la hora de la cena.
Nos pusimos de acuerdo en la hora, y a partir de ahí su actitud cambió de ser grosero a respetuoso.
Quedaba poco tiempo antes de que el bus llegara, y sentí que Dios me empujaba a orar con ellos.
—La bebida me ha destruido —me dijo—. He intentado dejar de beber muchas veces.
Esto me recordó algo que leí una vez sobre la adicción, donde decía que era una fuerza externa que solo puede ser vencida por un poder externo mayor que el propio…
—…y ese poder —proseguí— es Dios.
Ante ese mensaje, su compañero —que hasta entonces había sido el más educado— comenzó a gritar furioso:
—¡¿Y cómo va a ayudarlo Jesús?!
Pero el hombre con el que yo hablaba lo retó y dijo:
—¡Más respeto por la oración, hombre! Ella va a rezar por mí.
Posé mi mano sobre su hombro y sentí el poder del Espíritu Santo que corría por mis venas mientras ambos agachábamos la cabeza frente a una multitud que nos observaba, y pedí por su salvación, para que comprendiera cuánto lo ama Jesús, y para que fuera liberado del alcoholismo.
Estaba muy conmovido, y con voz cortada, dijo:
—Sentí un calor especial en el corazón cuando usted rezaba. Jamás había sentido algo así en mi vida.
Justo llegó el bus, y subí.
—¡Gracias! —dijo, y nos despedimos.
Luego de preparar la cena esa tarde, mi hijo adolescente me dijo que sentía que Jesús quería que llevara comida para dos. Así lo hicimos, y agregamos cubiertos descartables y servilletas antes de partir. Fue genial ver cómo mis hijos se involucraron.
Me preguntaba si se presentaría a la hora que habíamos acordado, y lo hizo, pero ahora estaba sobrio. Nos quedamos en la estación que estaba vacía, y conversamos un rato sobre el poder sanador de Jesús. Al entregarle su comida, le expliqué que sentimos que debíamos poner suficiente para dos.
—¡Gracias! —exclamó—. Mi compañero también tiene hambre, y yo pensaba compartir mi ración con él.
¡Vaya milagro! ¡Dios lo sabía! También pusimos un folleto para su amigo.
Le pregunté si había leído el folleto que le había dado antes, y dijo que sí. No se sentía listo para recibir a Jesús aún, pero yo sentía que Dios había plantado la semilla en su corazón y que nuestras oraciones la regarían.
El Señor puso en mí el deseo de darle un abrazo, y le dije:
—¡Jesús te ama!
—Jamás nadie había hecho algo así por mí —respondió.
Sentí una emoción tan grande por el resultado de haber estado dispuesta a hacer lo que Jesús me pedía, de salirme de mi zona de confort para testificar y llegar al alma de ese señor con Su amor, aunque al principio me moría de vergüenza por el público que nos observaba. Esto hace que quiera animarme más a hacer el tonto por Cristo[3], sea lo que sea que me pida o por muy difícil que me resulte al principio. Este es el desafío: «Yo hago el tonto por Cristo. ¿Y tú por quién lo haces?»
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