Personalidad y racionalidad
Peter Amsterdam
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Los cristianos debemos «despojarnos del pecado» y «revestirnos» de Cristo. Es necesario «desechar las obras de las tinieblas y vestirnos de las armas de luz»[1]; «revestirnos del Señor Jesucristo»[2]; «renunciar a nuestra antigua manera de vivir [...] y ponernos el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad»[3].
Si bien no me gusta hablar del pecado, el pecado está ligado a la vida de cada ser humano, y al irnos revistiendo de Cristo debemos hacer frente al pecado y superarlo. Claro que nunca lograremos erradicar completamente el pecado de nuestra vida terrenal, pero sí podemos disfrutar de cierta medida de victoria, por la gracia de Dios y con Su ayuda. La salvación nos libera del férreo dominio que el pecado tiene sobre nuestra vida y posibilita que el Espíritu de Dios nos transforme.
La Escritura nos dice: Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza.» [...] Y creó Dios al hombre a Su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó[4]. Este versículo nos revela que los seres humanos están hechos tomando como modelo a Dios. Dios es personal, y nosotros, al igual que Él, somos racionales, conscientes de nosotros mismos e inteligentes. Estamos dotados además de voluntad, emociones y conocimiento. Poseemos la facultad de pensar, razonar y aprender.
También tenemos una similitud moral con Dios. La Escritura enseña que cada ser humano lleva la ley de Dios «escrita en su corazón»[5]. Todo el mundo sabe distinguir intrínsecamente entre el bien y el mal, ya que cada uno es poseedor de una conciencia que lo acusa cuando hace lo malo.
No estamos facultados para decidir si debemos ajustarnos o no a los valores morales de Dios, puesto que Dios ya estableció ese parámetro cuando nos creó. Podemos decidir que no queremos atenernos a Sus principios, pero eso no quita que tenemos la obligación de hacerlo y que existen consecuencias en caso de actuar contrariamente a la ley moral de Dios. Cuando cada uno tenga que rendir cuentas ante Dios al término de su vida, ninguno podrá aducir que ignoraba que asesinar, mentir, robar, etc. estuviera mal. Dios ha infundido en cada ser humano los principios elementales de la moral.
La Escritura habla del papel que juega la mente en nuestra vida de fe y determinaciones morales[6]. A saber, la Biblia emplea las palabras pensar 54 veces, razonar 50 veces, y entender o entendimiento 145 veces. Hacemos uso de la mente para pensar, razonar, juzgar, sacar conclusiones, evaluar situaciones, etc. La Escritura también se refiere a nuestra facultad de elegir, nuestra voluntad, el hecho de que podemos actuar según nuestros deseos. Somos seres dotados de libre albedrío, y la capacidad de decisión forma parte de nuestra persona.
También poseemos sentimientos y emociones, y autodeterminación. En nuestra totalidad, somos seres pensantes, sintientes y actuantes. Pensamos con la mente, sentimos con el corazón y actuamos con la voluntad. Aunque se los enumera como si funcionaran de manera independiente, nuestra mente, corazón y voluntad, en conjunto, son parte integral de lo que somos.
Al referirse al concepto de que los seres humanos somos personas racionales, morales, por lo general se lo califica de similitud constitucional de Dios. La imagen de Dios inserta en los seres humanos tal como fueron creados en un principio (Adán y Eva) comprendía también la similitud funcional. Esta última significa que el género humano, como fue creado originariamente, pensaba, sentía y actuaba de tal modo que complacía a Dios. La similitud constitucional tiene que ver con nuestra condición de persona. La similitud funcional se refiere al modo de pensar, sentir y actuar de la persona, y también se la denomina personalidad. Al principio, cuando fueron creados los seres humanos, antes de la caída, se los hizo a semejanza de Dios en lo que respecta a su condición de persona y a su personalidad.
Desde la caída, los seres humanos nacen con una naturaleza congénitamente pecadora, lo que significa que estamos inherentemente inclinados a pecar. Este estado en el que nacemos se llama «pecado original». Después de la caída de la humanidad, la similitud constitucional de Dios permaneció en nuestro interior, aunque algo lesionada. Todavía somos seres racionales, pensantes, sintientes y actuantes. No obstante, hemos perdido la similitud funcional de Dios en el sentido de que ya no pensamos, sentimos y actuamos naturalmente a semejanza de Dios. Nuestra mente subconsciente ya no está orientada hacia Dios con pensamientos, sentimientos y actos íntegros; de ahí que somos proclives a pecar.
La salvación por medio de la fe en la muerte y resurrección de Jesús anula el poder del pecado en nuestra vida. No produce un cese del pecado, pero sí altera el dominio que éste tiene sobre nosotros. La salvación modifica nuestra relación con Dios. Gracias a que Cristo llevó una vida libre de pecado y a que se sacrificó con Su muerte en la cruz, no estamos ya bajo el yugo del pecado. Dios ya no nos considera culpables; no estamos ya alejados de Él[7]. Antes de eso estábamos bajo el poder del pecado; sin embargo, por medio de la salvación ese poder se rompe. Nos hemos librado de la esfera en que reinaba el pecado y nos trasladamos a la esfera de la gracia de Dios.
La salvación separa a los cristianos del resto de la humanidad por cuanto ya no comparecemos ante Dios en calidad de culpables; se nos ha declarado justos. Nos transformamos mediante un nuevo nacimiento y la renovación del Espíritu Santo.
Haber nacido de nuevo y habernos renovado por obra del Espíritu Santo significa que en nuestra vida ha tenido lugar una transformación, la cual implica que hemos sido hechos «conformes a la imagen de Su Hijo»[8]. Conformarnos a la imagen del Hijo se puede interpretar en el sentido de ajustar nuestra vida de tal forma que produzca cambios en nuestro modo de pensar, sentir y actuar, y así poder asumir la semejanza de Cristo. En cierto sentido, exige un cambio en nuestro subconsciente, una reprogramación de los esquemas con que fuimos creados. Si bien nuestros pensamientos, palabras y acciones tienen lugar en un plano consciente, constituyen expresiones de nuestra naturaleza interior esencial, la cual subyace en un plano subconsciente. El término teológico para ese cambio o transformación de nuestra vida es santificación, que entraña un crecimiento gradual y progresivo hacia la armonía con Dios, gestado por el Espíritu Santo.
El apóstol Pablo habla del proceso de ir incorporando en nosotros la imagen de la gloria del Señor: «Nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en Su misma imagen»[9].
La raíz griega de la palabra transformados, traducida aquí, indica un cambio interior, no exterior. Al emplear esa palabra Pablo se refiere a una metamorfosis profunda y fundamental de la naturaleza íntima de los cristianos. Supone una variación de nuestra personalidad —que ya definimos en párrafos anteriores, en cuanto a nuestro modo de pensar, sentir y actuar—, una renovación de nuestros circuitos internos. Un cambio a ese nivel fundamental encauza nuestros pensamientos, sentimientos y acciones de tal modo que concuerden con la naturaleza de Dios. Nuestros actos externos emanan de las realidades internas de nuestra personalidad.
Transformarnos y conformarnos a la imagen de Cristo es posible gracias a la salvación, que nos libera del dominio que el pecado ejerce en nuestra vida y nos permite pensar y actuar —tanto consciente como inconscientemente— de manera más acorde con los principios divinos. Eso no quiere decir que no pecamos; más bien posibilita que vayamos creciendo en imitación de Cristo. Así podremos desligarnos de la esclavitud al pecado a la que estábamos sujetos anteriormente. Aunque las conductas pecaminosas perduran dentro de nosotros, el pecado ya no tiene el mismo influjo sobre nosotros. A veces caemos, porque somos humanos, pero en lo más profundo de nuestro ser deseamos hacer lo correcto. El pecado no se enseñorea ya de nosotros; más bien deseamos acercarnos a Dios, lo cual conseguimos al alejarnos del pecado.
Acérquense a Dios, y Él se acercará a ustedes. Limpien sus manos, pecadores; y ustedes de doble ánimo, purifiquen sus corazones[10].
Acercarse a Dios es alejarse del pecado.
El presente artículo se basa en puntos esenciales del libro Classical Arminianism [Arminianismo clásico], de F. Leroy Forlines[11]. Artículo publicado por primera vez en julio de 2016. Pasajes seleccionados y publicado de nuevo en abril de 2019. Leído por Gabriel García Valdivieso.
[1] Romanos 13:12. A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995.
[2] Romanos 13:14 (DHH).
[3] Efesios 4:22-24 (DHH; NVI).
[4] Génesis 1:26-27.
[5] Romanos 2:14-16.
[6] Mateo 22:37; Romanos 14:5; Hebreos 8:10.
[7] Colosenses 1:19-22 (NVI).
[8] Romanos 8:29.
[9] 2 Corintios 3:18.
[10] Santiago 4:8 (NBLH).
[11] Nashville: Randall House Publications, 2011.
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