Nuestro campo de misión: el mundo
Peter Ámsterdam
En los últimos meses he pensado en los primeros discípulos de Jesús y en algunos cambios que pasaron al inicio de su vida de fe. Estuvieron con Él unos tres años y medio, fueron testigos de las maravillas que hizo, lo oyeron predicar, enseñar y contar parábolas y fueron testigos de Sus milagros.
Vivieron una vida de increíbles emociones, muy distinta a la de la gente común. Tenían una relación excepcional con Jesús. Fue su profesor particular. Participaron en Su ministerio. Su comunicación con Él fue íntima y personal. Sabían que solo contaban con cinco panes y dos peces, pero distribuyeron suficientes para alimentar a 5000; y en otra oportunidad, con siete panes y unos cuantos pececitos dieron de comer a 4000. ¿Se pueden imaginar lo increíble que debe de haber sido eso?
Viajaron con Él, estuvieron presentes cuando Él mismo les impartió Sus enseñanzas y revelaciones, lo vieron sanar a los enfermos, enfrentarse a los escribas y fariseos, voltear las mesas de los cambistas, resucitar muertos… Todo eso debió de haber sido electrizante. ¡Ese sí que fue un estilo de vida asombroso!
Esperaban que continuaría al mismo tenor hasta que Jesús se coronara rey, tras lo cual estarían junto a Él con poder y gloria. Por eso hablaron y probablemente discutieron acerca de quién de ellos sería el mayor en el reino, quién se sentaría a la diestra de Jesús. Porque si Él iba a ser rey, ellos ―cómo no― serían prestigiosos e influyentes. La gente acudiría a ellos para pedirles patrocinio y favores. Serían ricos, famosos, importantes y poderosos.
Por fin llegaron a Jerusalén y la muchedumbre extendía sus mantos y colocaban ramas en el suelo mientras Jesús, montado en un burrito, entraba en la ciudad. La gente gritaba: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino venidero de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!»[1] ¡Qué emoción! Vaya expectativas las que deben de haber tenido los discípulos. Su futuro estaba asegurado, todo sería estupendo, cada vez mejor.
De repente… ¡zas! ¡Apresaron al Maestro!
En menos de 24 horas ya estaba muerto. Menudo golpe. De un día para otro todo cambió. Todas sus esperanzas quedaron truncadas; se acabó el estilo de vida que llevaban y sus expectativas del futuro. Se terminó, todo cambió. Todo el ambiente, toda la cultura, todo lo que tenían, ¡se esfumó! Debe de haber sido increíblemente difícil. Ni siquiera puedo imaginarme por lo que pasaron. No entendían, tenían miedo, se escondieron.
Claro que tres días después estaba de nuevo con ellos. ¡Qué alegría debió de proporcionarles ese hecho! Por los próximos cuarenta días les aclaró más las Escrituras, y empezaron a entender los cambios que enfrentaban, además de la tarea que tenían por delante.
Luego ascendió a los cielos y días más tarde el Espíritu Santo descendió sobre ellos, tras lo cual se desató una oleada de testificación. Predicaron con denuedo. Cinco mil conversos en un día; tres mil al día siguiente. Se reunieron en Jerusalén con muchos nuevos discípulos a quienes enseñaron y prepararon para la misión. Reunieron a la gente, permanecieron juntos, lo compartieron todo, vivieron conforme a Hechos 2:44-45: «Todos los que habían creído estaban juntos». A la larga hubo conflictos: la gente empezó a quejarse. Debieron establecer una estructura: eligieron diáconos para que atendieran los conflictos personales, elaboraran reglas, etc.
Jesús les había encomendado la misión de ir por todo el mundo, de hacer discípulos en todas las naciones. Les dijo que después que hubiera llegado el Espíritu Santo serían testigos en Jerusalén, en Judea, Samaria y hasta en lo último de la tierra.
Comenzaron en Jerusalén y, por lo que sabemos, quedaron con las manos llenas por un tiempo, dada la cantidad de conversos que tuvieron de un momento a otro. Transcurrió cierto tiempo antes que empezaran a dirigirse al resto del mundo. Cuando uno lee el libro de Hechos puede llegar a pensar que los sucesos ocurrieron rápidamente. Que se encontraban en Jerusalén llenándose del Espíritu Santo y unas cuantas semanas después estaban en Antioquía; y que poco después el apóstol Pablo ya estaba llevando el Evangelio a Turquía y Grecia. En realidad todo eso llevó años. Lo más probable es que tenían mucho que aprender mientras trabajaban juntos para enseñar, formar y dirigir a todos esos primeros conversos, lo que los ayudaría a llevar a cabo la tarea cuando estuvieran por su cuenta.
Llegó el momento en que debieron dispersarse, cuando los discípulos tuvieron que ir a otras tierras y dirigirse a otras personas. Habían vivido y trabajado juntos por años, tenían una historia en común, eran amigos, compañeros de armas, pero había llegado el momento de separarse unos de otros, de emprender la marcha y llevar el Evangelio a nuevos horizontes.
La situación cambió. Llegó el momento de marcharse, tal vez solos o con un grupo pequeño, a lugares donde el cristianismo no existía, donde la gente no había oído hablar de Jesús. En cierto sentido debían comenzar de nuevo. Se mudaron lejos de amigos y no contaban con el respaldo de comunidades numerosas. Se vieron obligados a empezar de cero, conocer nuevas personas, testificarles, crear una obra a partir de los cimientos. Era preciso que sobrevivieran en una nueva situación. Tenían que comenzar a testificar y conquistar a nuevas personas para el Señor. Seguramente los invadió una soledad terrible. La empresa en que se embarcaron debió de ser dificilísima. La situación tuvo que ser muy distinta a la que estaban acostumbrados. Sin embargo, aquellos hombres y mujeres llevaron el Evangelio a donde Dios les indicaba y fueron los causantes de que las enseñanzas y mensaje de Jesús se divulgaran por el mundo.
Testificaron, predicaron, enseñaron, conquistaron almas, crearon comunidades y la fe siguió divulgándose. Tenían que hacer lo que podían día a día para llevar la fe a los demás. Y lo hicieron. Fue diferente de lo que habían hecho antes. Probablemente fue más difícil y sin duda llevó tiempo empezar de nuevo, adaptarse a los cambios; pero se comprometieron a hacer su parte, a llevar a cabo la misión en las regiones adonde Dios los había llevado.
El Señor continúa pidiendo a Sus seguidores que prediquen el Evangelio, que hagan discípulos. Desea valerse de cada uno para cambiar su entorno particular. Sin importar el lugar donde se encuentren o la tarea que les haya encomendado, pueden lograr una diferencia en su mundo, en las personas que los rodean y a quienes Él pone en su camino.
El Señor quiere que aprovechen sus dones de modo que destaquen en gran medida. Poseen aptitudes, dotes y habilidades únicas que hacen de ustedes quienes son. Dios quiere aprovechar todo eso para Su gloria, para el bien de los demás, para cambiar el entorno de ustedes y el de ellos.
Algunas personas tienen talento en la música, otras aptitud para los negocios, otras habilidad en el cuidado físico de los demás; otras, se comunican bien con la gente, otras son expertas en puericultura, otras son excelentes para escuchar a los demás; otras tienen pasatiempos que les ofrecen oportunidades de conocer gente. Sea cual sea el don, talento o pasión que tengan, el Señor puede valerse de él para ayudarlos a comunicar a otros el amor y mensaje del Señor.
Además de que sus talentos sean una bendición para los demás, Él quiere que también sean de bendición para ustedes. A menudo se ha dicho que el empleo ideal es el que permite que utilicen sus dones, el oficio en el que se desempeñan en lo que se les da bien y en lo que disfrutan. ¿Qué mejor manera de llevar a cabo la misión que combinar sus aptitudes con llevar a la gente al reino de los cielos?
Dios les ha dado esas aptitudes y, como discípulos y cristianos, quiere que comuniquen el mensaje a la gente. Se nos ha pedido que divulguemos las buenas nuevas. La misión de ustedes podría darse en su ciudad natal o tal vez en un campo de misión en tierras lejanas. Dios los ha llamado a ir a ese mundo al que Él les ha indicado que vayan, el cual está constituido por las personas con quienes interactúan, ya sea en un empleo o en el parque en compañía de sus hijos, o que incluso pueden ser esos mismos hijos, o en un ministerio de plena dedicación. Se les pide que lleven el mensaje a las personas de su entorno, las personas con las que entran en contacto, que tal vez compartan con ustedes los mismos intereses o pertenezcan al mismo club.
Independientemente del lugar adonde los guíe Dios, el mundo que los rodea es su campo de misión mientras Él los tenga allí. No significa forzosamente que vayan a dedicarse de manera exclusiva al ministerio cristiano, sino que al relacionarse con los demás habrá oportunidades de conocer a personas a las que puedan testificar, personas por las que puedan orar, en quienes puedan influir positivamente, llevarles la salvación, enseñarles y prepararlas.
Me imagino que cuando los discípulos partieron y andaban por su cuenta más que antes, se sentían solos y no sabían cómo iban a hacer un aporte significativo. Fue difícil, probablemente desalentador a veces, pero testificaron, predicaron, enseñaron, conquistaron a otros para el Señor y, con el tiempo y el paso de los años, crearon comunidades de creyentes. Establecieron nuevas redes sociales, hicieron nuevos amigos, influyeron en quienes los rodeaban y, puesto que hicieron lo que podían día tras día, año tras año, el cristianismo creció y se transmitió de generación en generación.
Es posible que se hayan sentido solos, pero no lo estaban. Quizá tú te sientas solo algunas veces en tu vida, pero no lo estás. El Señor te acompaña. Y si sigues a Dios, vas a donde Él te haya revelado que vayas y haces lo que te haya indicado, tendrás la confianza de que sea cual sea la situación en que te encuentres ahora mismo, el Señor está presente. Él quiere valerse de ti, y lo hará, a fin de que dejes huella en tu mundo.
Dios quiere que produzcas un cambio en tu mundo. Tienes la oportunidad de hacerlo si realizas lo que Él te ha llamado a realizar, si llevas la vida que Él te ha señalado que vivas, si dejas que brille tu luz, si influyes en quienes te rodean, si siembras las semillas de fe en la vida de las personas, si les das a Jesús, si las acompañas en su senda espiritual y si haces discípulos de quienes reciban la vocación. Es posible que tome tiempo, pero cumplir con tu parte día a día contribuirá a transformar el mundo que te rodea, a cambiar el corazón de quienes el Señor haya puesto en tu camino. Esa es nuestra vocación. Esa es la misión.
Artículo publicado por primera vez en octubre de 2011 y adaptado en enero de 2014.
[1] Marcos 11:9–10.
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