¡No te rindas! Relatos de perseverancia
Recopilación
Los Moffat
Un veterano predicador fue reprendido por uno de sus diáconos un domingo en la mañana antes del culto.
—Pastor —le dijo el hombre—, algo no anda bien con sus prédicas. En todo un año no se ha sumado sino una sola persona a la iglesia, y encima es un niño.
El clérigo escuchó. Los ojos se le humedecieron; su mano delgada le temblaba.
—Lo sé y me duele —respondió—, pero Dios sabe que he procurado cumplir con mi deber.
Ese día, ante su congregación, el religioso tenía el corazón apesadumbrado.
Cuando todos los demás se habían ido, justamente el mencionado niño se le acercó y le preguntó:
—Pastor, ¿cree usted que si soy aplicado en los estudios podré llegar a ser un predicador y quizás un misionero?
Nuevamente se le llenaron los ojos de lágrimas al ministro.
—Ah, lo que has dicho me cura el dolor que siento —dijo—. Robert, ya veo la mano Divina. Que Dios te bendiga, hijo mío. Sí, creo que llegarás a ser un predicador.
Muchos años después un anciano misionero regresó a Londres desde el continente africano. Su nombre se pronunciaba con reverencia. Los nobles lo invitaban a su casa. Añadió muchas almas a la iglesia de Jesucristo y llevó el Evangelio a los jefes de algunas de las tribus más primitivas de África. Se llamaba Robert Moffat, el mismo Robert que años antes había hablado con el pastor ese domingo en la mañana en la vieja iglesia escocesa.
Durante 10 años Robert y Mary Moffat habían misionado fielmente en Bechuanalandia —hoy Botsuana— sin un solo rayo de aliento que les alumbrara el camino. No pudieron dar cuenta de un solo converso. Finalmente la directiva de su junta de misiones cuestionó la sensatez de continuar con la labor. La idea de abandonar su puesto, no obstante, produjo una inmensa tristeza a la devota pareja, pues tenían la certeza de que Dios estaba presente en sus labores y que a su tiempo verían gente convertirse a Cristo.
Se quedaron; y por uno o dos años reinó la oscuridad. Hasta que un día un amigo de Inglaterra mandó decir a los Moffat que quería enviarles un regalo por correo y les preguntó qué deseaban. Confiando en que a la postre el Señor bendeciría la obra que realizaban, Mary Moffat contestó:
—Mándanos implementos para la comunión; estoy segura de que pronto los necesitaremos.
Dios premió la fe de esa querida señora. El Espíritu Santo se movió en los corazones de los aldeanos y al poco tiempo un reducido grupo de seis conversos se unió para conformar la primera iglesia cristiana de ese país. Los implementos para celebrar la comunión enviados desde Inglaterra se demoraron en el correo; pero el mismísimo día de la primera conmemoración de la cena del Señor en Bechuanalandia, llegaron.
Señor, ayúdanos a ser fieles. Danos luego la gracia para dejar en Tus manos los resultados. Anónimo
Dios proveerá
Un amigo mío asistió a una reunión en la que varios dirigentes de iglesias cristianas contaron testimonios acerca de su trabajo. Un ponente de Sudamérica dijo que se había propuesto edificar una iglesia que Dios le había dicho que construya. En un momento dado el dinero que sustentaba la obra era tan poco que se hizo difícil continuar. Para colmo se presentaron algunos imprevistos que hicieron que el pastor se cuestionara si valdría la pena seguir adelante. No solo él abrigó dudas, sino también algunos miembros de su congregación. No obstante, tras inquirir a Dios acerca de los contratiempos, Él le confirmó que deseaba que finalizara la obra y —tal como Nehemías cuando reconstruía los muros de Jerusalén— que no debía permitir que las circunstancias lo desanimaran.
Fue así como ese pastor decidió seguir a Dios por muy difícil que estuviera resultando la construcción de la iglesia. Poco tiempo después recibió una llamada de un patrocinador que había prometido financiar la obra pero lo había venido posponiendo hasta entonces. Ese señor donó la cantidad exacta que hacía falta para terminar la edificación. El pastor concluyó su testimonio recordando a los oyentes que las pruebas y dificultades no deben tomarse enseguida como señales de que estamos fuera de la voluntad de Dios, algo que a menudo tenemos tendencia a pensar. Steve Hearts
El conductor de bus
De niño, Norman Geisler asistió a un estudio bíblico invitado por otros chicos del vecindario. Por 400 domingos siguió asistiendo a la catequesis dominical de la misma iglesia. Cada semana lo recogía sin falta un conductor de bus. Semana tras semana asistió a la iglesia sin comprometerse nunca con Cristo.
Finalmente, durante su último año de secundaria, luego que lo recogieran 400 veces para llevarlo a la iglesia, sí consagró su vida a Cristo. ¿Qué habría pasado si aquel conductor se hubiera cansado de recoger a Geisler al cabo de 395 domingos? Imagínense si el chofer hubiera dicho: «Este muchacho no va a ninguna parte espiritualmente. ¿Para qué sigo perdiendo el tiempo con él?» Max Lucado[1]
Vale la pena esperar
Me incentivan mucho los ejemplos de paciencia de David y de Jesús. Es que soy una persona muy impaciente. En sentido figurado, no me importa el esfuerzo que exige una carrera corta, ¡pero no soporto el tedio de un maratón! Quiero llegar a la meta lo más rápido posible. Sin embargo, como reza el refrán: «La vida no es un esprint, sino un maratón». Los tramos largos y tediosos de la carrera son los que fortalecen mis músculos de paciencia. Al estar estos bien tonificados me ayudarán a resistir los tramos difíciles que me aguardan. Así, cuando al final cruce la línea de meta y reciba mi medalla, significará mucho más para mí gracias a la ardua espera y perseverancia.
Si preguntáramos a cualquier atleta por qué atribuye tanto valor a su medalla, no creo que diría: «Porque está hecha con materiales de primera» ni «porque me encanta la inscripción tan artística que lleva». Creo que diría más bien algo así: «Mi medalla no tiene precio para mí, pues me costó sangre, sudor y lágrimas. Luché por conseguirla. Tuve que esperar para obtenerla. Sufrí por ella». Cuando pienso que las circunstancias de la vida me obligan a andar a paso de tortuga, procuro recordar que lo mejor que puedo hacer es ser paciente, cumplir con la parte que me corresponde y visualizar esa medalla que Dios me ha prometido.
La Biblia promete una corona de vida a los que perseveren hasta el fin[2]. ¡Esa es una medalla por la que vale la pena perseverar!
En el primer capítulo de Santiago se encuentra un versículo que siempre me ha alentado a ser paciente y perseverar. Dice: «La prueba de su fe produce constancia. Y la constancia debe llevar a feliz término la obra, para que sean perfectos e íntegros, sin que les falta nada»[3].
«Perfectos e íntegros, sin que les falte nada»: ¡para eso sí que vale la pena esperar! Elsa S.
Publicado en Áncora en marzo de 2021.
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