Mi Navidad en julio
Katrin Prentice
Cuando tenía poco más de veinte años, inicié una trayectoria que transformó mi vida como parte de un grupo de canto cristiano. El objetivo era llevar alegría y amor a niños en orfanatos que anhelaban un rayo de luz en sus vidas. La Navidad es una época particularmente encantadora; de pronto estaba dirigiendo un espectáculo navideño animado con un grupo de niños, todos de unos cinco años de edad. No tenía idea que esa experiencia marcaría el comienzo de una historia conmovedora que se completaría quince años después.
Cuando el ambiente se llenó de expectación y emoción, cantamos canciones con coreografía que resonaron por los pasillos del orfanato y captaron la atención de los niños llenándolos de emoción. A la par de las melodías, les enseñamos villancicos que compartían la historia eterna del nacimiento de Jesús, y el mensaje de amor y esperanza. Cuando terminamos el show, le dimos a cada niño un regalo de Navidad sencillo que incluía un afiche colorido, para recordarles que Jesús los ama, algo que pudieran guardar mucho después de la temporada navideña.
En medio de las risas y los momentos compartidos, sucedió algo extraordinario.
Avanza quince años a un caluroso día de verano de julio de 2005. Unos pocos días antes de casarme con el amor de mi vida, Brian. Nos estábamos quedando con la familia de nuestro padrino de boda, rodeados de los preparativos de la misma con la emoción de un nuevo capítulo en la vida.
Sin relación con el bullicio de la boda, la casa donde estábamos quedándonos necesitaba algunas reparaciones de verano en todo el perímetro de la propiedad, y nuestros amigos habían contratado a unos hombres para ayudar con el trabajo. Cuando llegaron los trabajadores, nuestros amigos no estaban en casa y mi novio y yo hicimos de anfitriones. Yo me ocupé de hacer café y galletas para todos mientras trabajaban en arreglar la pared y los azulejos. Lo que sucedió después fue totalmente extraordinario.
Mientras les daba las tazas y las galletas, mi mirada se encontró con los ojos curiosos del aprendiz joven. Una sensación de asombro lo invadió, congelándolo momentáneamente en el tiempo. Me sentí incómoda e intrigada, y le pregunté qué estaba pensando. Lo que me dijo me dejó totalmente sorprendida.
—Todo está bien, señora —comenzó diciendo; su voz estaba llena de asombro y alegría—. Solo estoy encantado y desconcertado al verla. La recuerdo. No puedo creerlo.
Mi incomodidad se agudizó mientras intentaba reconocer un rostro que estaba segura que nunca había visto antes.
—Permítame volver en el tiempo —sugirió con una sonrisa en los labios—. ¿Puedo preguntarle si su nombre es Katrin?
Asentí, para validar su consulta. Un destello de comprensión brilló en sus ojos cuando continuó:
—Toca la guitarra, ¿no? Y canta muy bien, ¿verdad que sí?
Sonreí mientras me sonrojaba asintiendo. No pude evitar preguntarme cómo podía saber tantos detalles sobre mí.
—Lo sabía —exclamó—. Probablemente no me recuerda, porque fue hace mucho tiempo, tenía unos 5 años y éramos muchos...
Lo que me contó me conmovió mucho. Él dijo para era uno de los huérfanos para los que yo había actuado todos esos años durante ese memorable espectáculo de Navidad. Con claridad vívida, relató que yo había tomado sus manitas, lo había mirado a los ojos y le había reafirmado el amor de Jesús.
—Todavía guardo ese afiche que me dio —añadió entre lágrimas—. Y nunca me olvidé del día que la conocí.
El afiche que le había dado se había convertido en más que una muestra de buena voluntad estacional. Había sigo un catalizador que encendió una semilla de fe en su corazón que lo guió a través de los años.
Había probablemente más de cincuenta niños pequeños corriendo a nuestro alrededor haciendo la coreografía de las canciones con nosotros durante ese inolvidable show de Navidad. ¿Qué probabilidades existen de volver a ver a uno de ellos quince años después en la víspera de mi boda? Y ahí estábamos: dos vidas —conectadas por un acto de bondad y una semilla de fe plantada años atrás— volvieron a encontrarse.
Mi Navidad en julio, como la terminé llamando, tuvo un profundo significado para mí. Me susurró el impacto delicado pero de gran alcance de cada palabra pronunciada, cada mirada intercambiada y cada acto de bondad otorgado.
Es fácil subestimar el impacto que tenemos, especialmente en los pequeños. Pero ese extraño encuentro me recordó que cada interacción es una oportunidad para formar las vidas de los jóvenes de manera significativa. Destacó la importancia de nuestras interacciones con los niños, recordándome que no son molestias ruidosas, sino individuos únicos con destinos a los que vale la pena dar forma.
Ese encuentro inesperado también subrayó la importancia de sembrar semillas de fe, incluso cuando no podemos predecir el resultado. Me pregunto lo diferente que hubiera sido su vida si me hubiera perdido la oportunidad de decirle al huerfanito que Jesús lo amaba. Afortunadamente ese no fue el caso. Y ahí estaba; el pequeño huérfano se había convertido en un joven extraordinario y era un testimonio del increíble poder del amor de Dios.
Nuestra historia había cerrado el círculo, desde aquel conmovedor show de Navidad hasta un encuentro inesperado en julio. En el tapiz de la vida, cada encuentro, sin importar lo insignificante que parezca, añade un hilo único que teje una hermosa historia. Las palabras del joven coincidieron con la verdad que afirma que «lo poco es mucho si Dios es parte de ello».
¿Y si ese encuentro inesperado en julio no fuera solo una coincidencia? ¿Y si fue un recordatorio intencionado del impacto ilimitado del amor y la gracia inquebrantable de Dios?: El mejor regalo de bodas.
Cuando pronunciamos los votos matrimoniales, mi esposo y yo también hicimos el voto de seguir transmitiendo la lección aprendida, atesorar cada momento, nunca subestimar el poder de una palabra amable, y siempre ser fieles y compartir el mensaje de Jesús con todas las personas que conocemos.
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