Mi milagro navideño
Taylor Caldwell
Muchos recordamos una Navidad más que las demás. Aunque no lo adiviné, mi Navidad «más verdadera» comenzó un día lluvioso de primavera en el año más sombrío de mi vida. No tenía trabajo y estaba de camino al centro para visitar las oficinas de empleo. No tenía paraguas, y cuando me senté en el tranvía vi un hermoso paraguas de seda con un mango de plata con incrustaciones de oro y motas de esmalte. Nunca había visto algo tan hermoso.
Examiné la manija y vi un nombre grabado, así que decidí llevármelo y encontrar al dueño. Salí del tranvía en medio de un aguacero y afortunadamente abrí el paraguas para protegerme. Luego busqué una guía telefónica y encontré el número que buscaba. Llamé y respondió una mujer.
Dijo que sí era su paraguas, que sus padres, ya fallecidos, se lo habían regalado para su cumpleaños. Pero, agregó, se lo habían robado hacía más de un año. Ella estaba tan emocionada que me olvidé que estaba buscando trabajo y fui directamente a su pequeña casa. Tomó el paraguas y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Ella quería darme una recompensa, pero su felicidad era tal que haber aceptado dinero habría estropeado la experiencia. Hablamos un rato y debo haberle dado mi dirección.
Los siguientes seis meses fueron horribles. Pude obtener solo trabajo esporádico a tiempo parcial, pero guardé dinero cuando pude para los regalos de Navidad de mi niña. Mi último trabajo terminó el día antes de Navidad, tenía que pagar el alquiler, y el poco dinero que tenía, Peggy y yo lo íbamos a necesitar para comprar comida. Había llegado de la escuela y estaba deseosa de recibir al día siguiente los regalos que ya le había comprado. También había comprado un pequeño árbol; íbamos a decorarlo esa noche.
El ambiente tormentoso estaba colmado del sonido de la alegría navideña mientras caminaba desde el tranvía hasta mi pequeño apartamento. Sonaban las campanas y los niños gritaban en el amargo atardecer de la noche. Pero para mí no habría Navidad. Sin regalos y sin recuerdo alguno. Luchando entre la nieve, casi llegué al punto más bajo de mi vida. Si no ocurría un milagro, me iba a quedar sin casa en enero, sin comida, sin trabajo. Había orado constantemente durante semanas y no había habido respuesta más que esta frialdad y oscuridad, el áspero ambiente, el abandono. Dios y la humanidad me habían olvidado por completo. ¿Qué iba a ser de nosotras?
Abrí mi buzón. Solo había facturas y dos sobres blancos que yo estaba segura que serían más cuentas pendientes. Subí tres tramos de escaleras hasta el apartamento y lloré, temblando con mi delgado abrigo. Pero me forcé a sonreír para poder saludar a mi hija con una falsa alegría. Me abrió la puerta y se tiró en mis brazos, gritando alegremente y exigiendo que decoráramos el árbol inmediatamente.
Peggy aún no tenía seis años, pero había puesto con orgullo nuestra mesa de la cocina y sacado las cacerolas y las tres latas de comida que serían nuestra cena. Por alguna razón, cuando miré esas cacerolas y latas me sentí con el corazón roto y me abrumó una sensación de miseria. Por primera vez en mi vida, dudé de la existencia de Dios.
El timbre sonó y Peggy corrió a abrir, ilusionada diciendo que debía ser Santa Claus. Entonces oí a un hombre que le hablaba y fui a la puerta. Era un repartidor, y sus brazos estaban llenos de paquetes. «Debe ser un error», le dije, pero leyó el nombre en los paquetes y eran para mí. Cuando se fue, me quedé boquiabierta mirando las cajas. Peggy y yo nos sentamos en el suelo y las abrimos. Una muñeca enorme, tres veces más grande que la que yo le había comprado. Guantes. Dulces. Un bolso de cuero precioso. ¡Increíble! Busqué el nombre del remitente. Era la mujer del paraguas, la dirección solo decía «California», donde se había mudado.
La cena de esa noche fue la más deliciosa que jamás había comido. Oré: «Gracias, Padre». Me olvidé de que no tenía dinero para el alquiler y no tenía trabajo. Mi hija y yo comimos y reímos juntas y felices. Luego decoramos el arbolito y nos maravillamos. Puse a Peggy en la cama y coloqué sus regalos alrededor del árbol, y una dulce paz me inundó como una bendición. Tenía algo de esperanza otra vez. Incluso pude mirar el montón de facturas sin temor a lo que vería. Después abrí los dos sobres blancos. Uno contenía un cheque de una compañía para la que había trabajado brevemente en el verano. Era una nota que decía, mi «bono de Navidad». ¡Mi renta!
El otro sobre era una oferta de un puesto de funcionaria permanente, para comenzar dos días después de Navidad. Me senté con la carta en la mano y el cheque sobre la mesa delante de mí y creo que ese fue el momento más feliz de mi vida.
«¡Nació el Señor!», cantaron las campanas de la iglesia a la noche cristalina y la oscuridad risueña. Alguien comenzó a cantar: «¡Vengan, fieles todos!» Me uní y canté con los extraños que me rodeaban.
No estoy sola en absoluto, pensé. Nunca estuve sola.
Y ese es, desde luego, el mensaje de la Navidad. Nunca estamos solos. Ni cuando la noche es más oscura, el viento más frío y el mundo aparentemente más indiferente. Porque sigue siendo el momento que Dios elige[1].
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