Los ángeles navideños
Dos relatos de Navidad
Era el 23 de diciembre de 1993. Para una madre soltera que asistía a la universidad y sustentaba sola a mis hijos, la Navidad se veía sombría. Miré alrededor de mi pequeño hogar, y comprendí lentamente y con dolor que éramos pobres.
Nuestro pequeño hogar tenía dos dormitorios, ubicados al lado de la sala. Eran tan pequeños que la cuna de mi hija bebé apenas entraba en un cuarto y la cama gemela y la cómoda de mi hijo tuvimos que meterlas con mucho esfuerzo en la otra habitación. No había forma en que pudieran compartir una habitación, por eso cada noche yo hacía mi cama en el suelo de la sala.
Los tres compartíamos el único clóset de la casa. Estábamos apretujados, día y noche a muy poca distancia unos de otros. Como los dormitorios de los niños no tenían puertas podía verlos y oírlos a toda hora. A ellos los hacía sentir seguros y a mí muy cerca de ellos, una bendición que no habría tenido en otras circunstancias.
Eran como las ocho de la noche. La nieve caía suave y silenciosamente, y mis niños dormían. Yo estaba abrigada por una manta, sentada al lado de la ventana, viendo cómo los copos de nieve ondeaban en la penumbra, cuando escuché que llamaban a la puerta.
Alarmada, me pregunté quién pasaría por la casa sin avisar, en una fría noche de invierno en plena nevada. Abrí la puerta y encontré un grupo de extraños sonriendo de oreja a oreja, con los brazos cargados de cajas y bolsas.
Confundida, pero contagiada por sus expresiones alegres, les sonreí.
—¿Eres Susan? —Preguntó el hombre dando un paso al frente, mientras me ofrecía una caja.
Asentí torpemente, sin que me saliera palabra alguna; yo estaba segura que estarían pensando que tenía alguna discapacidad mental.
—Estas son para ti.
La mujer me pasó otra caja con una amplia y reluciente sonrisa. La luz del pórtico y la nieve que caía por detrás relucían sobre su cabello oscuro, dándole una apariencia angelical.
Me fijé en la caja y estaba llena hasta el borde de deliciosos dulces, un pavo grande y todo para hacer una tradicional cena navideña. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando comprendí el motivo por el cual habían venido.
Finalmente, recobrando el sentido, me salió la voz y los invité a pasar. Detrás del esposo venían dos niños, que se tambaleaban bajo el peso de los paquetes. La familia se presentó y me dijeron que los paquetes eran todos regalos para mi pequeña familia. Esta hermosa y maravillosa familia, unos completos desconocidos para mí, de algún modo sabía exactamente lo que necesitábamos. Nos trajeron presentes para cada uno de nosotros envueltos en papel de regalo, una cena completa para que yo haga en el día de Navidad y varias cosas más que yo jamás habría podido comprar. Imágenes de una Navidad hermosa y normal daban vueltas en mi cabeza. Por alguna razón mi deseo secreto para Navidad se estaba materializando delante de mí. Las oraciones fervientes de una madre soltera habían sido escuchadas y en ese momento supe que Dios me había enviado ángeles.
Luego estos misteriosos ángeles me entregaron un sobre blanco, me regalaron más sonrisas y se turnaron para abrazarme. Me desearon una Feliz Navidad y desaparecieron en la noche tan repentinamente como cuando aparecieron.
Asombrada y profundamente conmovida, me fijé en las cajas y regalos que había a mis pies y sentí que el dolor de la depresión de pronto se transformaba en un gozo infantil. Me puse a llorar. Lloré fuertemente, sollozando lágrimas del más profundo agradecimiento. Me invadió una gran sensación de paz. Saber que el amor de Dios había llegado a mi pequeña parcela en el mundo me rodeó como una abrigada manta. Tenía el corazón henchido. Caí de rodillas en medio de las cajas e hice una sentida oración de agradecimiento.
Poniéndome de pie, me envolví en mis frazadas y me volví a sentar para observar la nieve que caía suavemente por la ventana. De pronto, recordé el sobre. Como una niña, lo abrí y quedé boquiabierta ante lo que vi. Una lluvia de billetes cayó al suelo. Los junté y me puse a contar los billetes de 5, 10 y 20 dólares. Como la vista se me había vuelto borrosa por las lágrimas, conté el dinero y luego lo volví a contar para asegurarme de que había contado bien. Sollozando nuevamente, dije en voz alta: Cien dólares.
Miré a mis hijos que dormían profundamente, y a través de mis lágrimas esbocé por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa feliz y sin preocupaciones. Mi sonrisa se convirtió en una sonrisita al pensar en el día siguiente: Nochebuena. Una visita hecha por unos perfectos desconocidos había transformado mágicamente un día penoso en uno que siempre recordaré con… felicidad.
Han pasado varios años desde que nos visitaron nuestros ángeles navideños. Me he vuelto a casar y nuestro hogar es feliz y grandemente bendecido. Cada año desde aquella Navidad de 1993, hemos escogido una familia menos favorecida que nosotros. Les llevamos obsequios elegidos con esmero, comida, cosas ricas y tanto dinero como podamos permitirnos. Es nuestra manera de pasar a otros lo que nosotros hemos recibido. Es el efecto dominó en marcha. Esperamos que el ciclo continúe y que, algún día, las familias con las que compartimos puedan hacer lo mismo. Susan Fahncke[1]
*
La Navidad es mi época favorita del año. Me encanta todo: los aromas, las vistas y los sonidos. Cuando me pongo a pensar en la Navidad me vienen hermosos sentimientos. Siempre experimenté una sensación mágica. Después de todo, ¡es el cumpleaños de Cristo! ¿Será que habré leído y visto demasiados libros y películas de Navidad? Debo admitir que «It's a Wonderful Life» (Qué bello es vivir) es una de mis películas favoritas y también creo que la vida es bella la mayor parte del tiempo.
Mi esposo ha apoyado mi entusiasmo y ha contribuido muchísimo para que yo ame la Navidad. Este año que pasó mi burbuja se reventó y sentí una tristeza que fue casi demasiado difícil de sobrellevar. Ya no pensaba que la vida fuera maravillosa. Mi esposo partió a casa a estar con el Señor y yo quedé sola para Navidad. Los recuerdos me envolvían y donde quiera que mirara me traía recuerdos de nuestra vida juntos. Nuestras tradiciones, muy especiales para mí, ahora se habían enrevesado por completo. ¿Cómo iba a hacer para pasar mi época favorita del año sin él? Solo Dios sabía. Pero decidí que podía hacerlo con la ayuda de Dios.
No iba a dejar que mi dolor le robara la Navidad a mi familia. Seguía siendo el cumpleaños de Jesús. Después de todo, en virtud del nacimiento de Cristo y de Su muerte en la cruz por mi marido y por mí, tenía la seguridad de que mi estupendo marido estaba pasando la eternidad con Él.
La parte fácil era decidir lo que iba a hacer para la celebración navideña. Llevar a la práctica mi plan resultó mucho más difícil. No tenía que celebrar la Navidad siempre de la misma manera. Algunas tradiciones tenían que cambiar, pero yo sabía que tenía que mantener algunas o se perdería el significado de la Navidad.
Yo atesoraba la ceremonia de las velas en la Nochebuena. Nuestra familia siempre asistía al servicio de las 11 pm, encendíamos las velas y cantábamos juntos Noche de paz. Mi esposo y yo hacíamos esto desde que empezamos a salir hace 37 años. Yo quería ir a la iglesia; era mi momento favorito, me encantaba escuchar cómo nació Jesús (Lucas 2). Los ángeles, los pastores, María, José y los reyes magos que buscaban a Jesús, todo eso era muy importante. Yo también quería buscar a Jesús. Pero nada pudo haberme preparado para aquella noche.
Ninguno de mis hijos me pudo acompañar al servicio, así que fui sola. Al llegar a la iglesia, se me cayó el alma a los pies. Todos habían llegado con alguien, madres, padres, hijos, tías y tíos. La familia es muy importante en un momento así. Me armé del valor que seguramente Dios me dio y me las arreglé para llegar a la puerta de entrada. Gracias a Dios, en ese momento vi a una familia que conocía y me las arreglé para preguntarles si me podía sentar con ellos. «Por supuesto», fue la respuesta. Fue todo lo que pude hacer para sentarme sin ponerme a llorar a mares. Los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas y a rodar por mis mejillas de manera incontrolable. «Dios, por favor ayúdame», recé. «Quiero estar aquí y quiero escuchar una vez más por qué tenemos la Navidad.»
No acababa de susurrar mi oración cuando pasó algo de lo más maravilloso. La niñita que estaba sentada a mi lado —mi ángel navideño— puso su mano sobre la mía y la apretó. Fue como si Dios me estuviera dando el cariño que tanta falta me hacía. En ese momento, comprendí que los ángeles que cantaron en aquella noche de hace tantos años en el nacimiento del Salvador todavía vienen y nos ministran hoy en día. Dios me hizo saber con aquel apretoncito en la mano que Él estaba conmigo y me amaba. Kathy Schultz[2]
[1] https://people.howstuffworks.com/culture-traditions/holidays-christmas/inspirational-christmas-stories7.htm
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