Lealtad a Dios
Peter Amsterdam
Una de las enseñanzas más significativas que Jesús impartió mediante Sus palabras y Su forma de vivir fue la suprema importancia de Dios en nuestra vida. Para Jesús, Su Padre lo era todo. Estaba totalmente entregado a Su Padre, dependía por entero de Él, y enseñó a Sus seguidores a vivir de esa manera. El primer paso para crecer en devoción a Dios y emular a Cristo consiste en aceptar a Dios como un Ser vivo y todopoderoso que creó todo lo que hay y que ama y cuida a todos los seres humanos. No es un ente distante que creó el universo, le dio cuerda como si fuera un reloj y se marchó, dejando que funcionara por sí solo.
Todo el Antiguo Testamento habla de la interacción de Dios con la humanidad y a través de lo que narra el Antiguo Testamento sobre el trato de Dios con la humanidad entendemos que Él está vivo, que es una persona, un espíritu, santo, recto, justo, paciente, misericordioso, amoroso, que existe por Sí mismo, eterno, omnisciente, omnipotente y omnipresente. Como Él es nuestro creador y el sustentador de nuestro ser, nuestra relación con Él es la más importante. Se merece nuestro amor, adoración, devoción, obediencia y lealtad.
La expresión sucinta y a la vez general de ese compromiso está en el primero de los diez mandamientos que dio Dios a los israelitas después de librarlos de la esclavitud en Egipto: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de Mí»[1]. Cuando le preguntaron a Jesús cuál era el mayor mandamiento, expresó el mismo concepto con otras palabras: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas»[2].
No tener otros dioses delante de Él significa no anteponer nada a Dios en nuestra vida. No quiere decir que no amemos otras cosas o que no nos importen; claro que las amamos, y mucho. Pero lo que tiene prioridad absoluta es amar a Dios por encima de todo. A fin de cuentas, Él es el creador de todas las cosas, Él ha hecho todo lo que amamos: a nuestros padres, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, hermanos, amigos, mascotas, etc. En las palabras de Jesús y en todo el Antiguo Testamento se trasluce la expectativa de que nuestro anhelo de Dios, nuestro deseo de amarlo y servirlo, debe perseguirse con todo el corazón y toda el alma.
«¿Qué pide de ti el SEÑOR, tu Dios, sino que temas a SEÑOR, tu Dios, que andes en todos Sus caminos, que ames y sirvas al SEÑOR, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma?»[3]
Debemos ser leales a Dios y a Su Palabra. Esta expectativa de lealtad se hace evidente en el Antiguo Testamento, basada en el pacto que Dios hizo con Israel, que Él sería su Dios y ellos serían Su pueblo. Como tal debían guardar los mandamientos de Dios; y a cambio, Dios les daría una tierra donde vivir y considerarla propia, y cuidaría y proveería para ellos.
Esta misma expectativa de lealtad a un pacto se expresa en el Nuevo Testamento. Al derramar Su sangre por nosotros, Jesús estableció entre Dios y Su pueblo una nueva alianza, mejor, eterna[4]. Jesús nos comunica esa expectativa de amor y fidelidad a Él al decir que le debemos más lealtad que a la familia. «El que ama a padre o madre más que a Mí, no es digno de Mí; el que ama a hijo o hija más que a Mí, no es digno de Mí»[5].
El principio por el que Él se rigió y que enseñan las Escrituras es que amar a Dios de todo corazón tiene prioridad absoluta. A Él lo amamos sobre todo y ante todo; y en segundo lugar amamos a nuestros padres, cónyuge, hijos, familia, etc. El amor a Dios no merma el profundo amor que sentimos por otras personas, pero sí lo pone en su debido lugar.
Amar a Dios por encima de todo era lo que hacía Jesús, hasta el punto de que se sometió a la voluntad de Su Padre y fue a la cruz para que pudiéramos convertirnos en hijos de Dios, en miembros de Su familia.
La consecuencia natural de amar a quien nos creó, nos ama y nos cuida, al objeto de nuestra lealtad, es adorarlo. Lo adoramos por lo que es y por lo que ha hecho.
En el Antiguo Testamento, la adoración incluía oración, pero se centraba más que nada en los sacrificios que se ofrecían en el templo, sacrificios de animales y también de harina, aceite y vino. En el curso de Su conversación con la samaritana, Jesús habló de un cambio que se avecinaba, de un tiempo en que el lugar donde se adorara carecería de importancia. En vez de adorar en un lugar sagrado —como el templo para los judíos o el monte Gerizim para los samaritanos—, el creyente se convertiría en morada del Padre, Jesús y el Espíritu Santo.
«Jesús le dijo: “Mujer, créeme que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. […] Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que lo adoren. Dios es Espíritu, y los que lo adoran, en espíritu y en verdad es necesario que lo adoren”»[6].
Lo que adoramos —tanto si es una persona como una cosa— está íntimamente ligado con lo que ocupa en nuestra vida el primer lugar y goza de nuestra lealtad. Cuando Satanás tentó a Jesús, trató de convencerlo para que transfiriera Su lealtad, quiso seducirlo con las riquezas y la gloria de este mundo. «Entonces Jesús le dijo: “Vete, Satanás, porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él servirás’”»[7].
En los evangelios, Jesús alude a Su Padre más de 100 veces. Con ello transmite la importancia de creer correctamente en Dios, entenderlo bien y relacionarse adecuadamente con Él. En el Antiguo Testamento, Dios reveló Su naturaleza y personalidad a Su pueblo y Jesús nos reveló aún más, mediante lo que dijo e hizo en los años que vivió en la Tierra.
Jesús nos ayudó a entender más a fondo la relación que podían establecer con Dios los seres humanos. Enfatizó el concepto de que Dios es nuestro Padre y nosotros Sus hijos, por lo que podemos relacionarnos con Él como hijos Suyos. Con ello volvió más personal nuestro trato con Dios. Somos Sus hijos, y Él nos ama y cuida. Podemos confiarle total y absolutamente toda faceta de nuestra vida. Podemos dejar de preocuparnos porque Él nos conoce, nos ama y es consciente de lo que necesitamos[8].
Si bien en varios pasajes del Antiguo Testamento se describe a Dios como un padre, nunca nadie se dirige a Él de esa manera. Jesús introdujo la palabra Padre como fórmula íntima para dirigirse a Dios. Empleó el vocablo arameo Abba, que era un término cariñoso para referirse al papá de uno. Jesús mostró que el Padre nos ama y nos trata como a hijos, y que podemos gozar con Él de intimidad familiar, como la que se tiene con un padre amoroso.
El apóstol Pablo señala: «Ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: “¡Abba! ¡Padre!” El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios»[9]. Aunque Jesús es Hijo de Dios de una manera particular, también nosotros somos hijos Suyos, y el Padre nos ama como tales, nos cuida y nos tiene a todos en estima.
La relación que debemos tener con Dios no es una distante, fría y temerosa, sino plena de amor y confianza. Sabiendo la clase de relación que deberíamos tener con nuestro Padre celestial, debería resultarnos más fácil llegar al conocimiento y convencimiento de nuestra valía como personas. Para Dios somos valiosos, pues somos hijos Suyos; por consiguiente, nosotros también deberíamos reconocer nuestro propio valor.
Jesús nos reveló la relación que tenía Él con Su Padre, una de amor y confianza, que Él puso como ejemplo de la relación que debemos tener nosotros con Dios. La conciencia de que Dios es nuestro creador y de que nos ama aun siendo infinitamente mayor que nosotros debería motivarnos a alabarlo, adorarlo, amarlo, guardar Sus mandamientos y desear hacer lo que lo glorifica.
Publicado por primera vez en marzo de 2016. Adaptado y publicado de nuevo en marzo de 2022.
[1] Éxodo 20:2–3. A menos que se indique otra cosa, todos los versículos de la Biblia proceden de la versión Reina-Valera, revisión de 1995, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1995. Utilizados con permiso.
[2] Marcos 12:30.
[3] Deuteronomio 10:12.
[4] V. Lucas 22:20; Hebreos 7:22, 13:20 (NTV).
[5] Mateo 10:37.
[6] Juan 4:21–24.
[7] Mateo 4:8–10.
[8] Mateo 6:8, 31–33.
[9] Romanos 8:15–16 (NVI).
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