La singularidad de Jesús
La Familia Internacional
Para cualquier historiador libre de prejuicios, los datos históricos de que se dispone acerca de Jesús son tan concluyentes y evidentes como los relativos a Julio César. No solo viene retratado con precisión en los documentos que conforman el Nuevo Testamento, sino que hay también decenas de manuscritos antiguos que, sin pertenecer a la Biblia, confirman que Jesús fue un auténtico personaje histórico que habitó en Palestina a principios del siglo I.
Si hubiera un calificativo para describir a Jesús, este sería único. Su mensaje fue único. Lo que dijo de Sí mismo también fue único. Únicos fueron Sus milagros. Y la influencia que ha ejercido en el mundo jamás ha sido igualada.
Un aspecto muy destacado e innegablemente singular de la vida de Jesús es que diversos profetas de la Antigüedad, muchos siglos antes de que Él naciera, hicieron literalmente centenares de predicciones y profecías acerca de Su nacimiento, Su vida y Su muerte con detalles que ningún mortal podría haber cumplido. En el Antiguo Testamento, hay más de 300 predicciones acerca del Mesías o Salvador. Los arqueólogos han descubierto cientos de manuscritos del Antiguo Testamento que demuestran sin sombra de duda que dichas profecías en efecto se escribieron siglos antes de que naciera Jesús.
En el año 750 a. C. el profeta Isaías profetizó: «El Señor mismo os dará señal: La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel»[1]. Al cabo de siete siglos y medio, una joven virgen de Israel llamada María recibió una visita del arcángel Gabriel. Este le anunció que alumbraría un hijo, el cual se llamaría Emanuel, que significa «Dios con nosotros».
El Nuevo Testamento narra que «María preguntó al ángel: “¿Cómo será esto?, pues no conozco varón”. Respondiendo el ángel, le dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que va a nacer será llamado Hijo de Dios”»[2].
El principio mismo de Su vida en la Tierra —Su concepción y nacimiento— fue no solamente único, sino también milagroso. Jesús de Nazaret no solo cumplió esta profecía, sino predicciones específicas sobre Su nacimiento, vida, ministerio, muerte y resurrección. Ciertamente Él fue y es, ¡único en todo el sentido de la palabra!
De los grandes líderes religiosos reconocidos —Moisés, Buda, Confucio, Mahoma—, ninguno afirmó jamás ser Dios. Algunos fueron endiosados por sus seguidores después de su muerte, pero ninguno se declaró Dios; esto es, salvo Jesucristo, quien dijo ser el Hijo de Dios, la manifestación de Dios en carne humana. A diferencia de todos los grandes filósofos, maestros, profetas y gurús que ha habido a través de los tiempos, algunos de los cuales impartieron enseñanzas sobre el amor y sobre Dios, Jesús dijo que Él era el amor de Dios para el mundo.
A pesar de ser literalmente amo y rey del universo, optó por no nacer en un elegante palacio, en presencia de la élite y de poderosos representantes de los gobiernos humanos; sino que nació en las circunstancias más humildes y modestas, en el sucio suelo de un establo, entre vacas y asnos, donde lo envolvieron en harapos y lo acostaron en el comedero de los animales.
Cuando dio comienzo a la obra de Su vida, fue por todas partes haciendo el bien. Ayudaba a las personas, daba afecto a los niños, aliviaba pesares, fortalecía a los cansados y comunicaba el amor de Dios a tantos como podía. No se limitó a predicar Su mensaje, sino que lo vivió entre nosotros como uno de nosotros. Aparte de cuidar de las necesidades espirituales de la gente, dedicó mucho tiempo a atender sus necesidades físicas y materiales: sanaba milagrosamente a los enfermos, daba vista a los ciegos y oído a los sordos, limpiaba leprosos y resucitaba muertos. Dio de comer a las multitudes cuando tenían hambre e hizo cuanto pudo por compartir con los demás Su vida y Su amor.
Justo antes de ser arrestado y crucificado, consciente de que pronto se reuniría de nuevo con Su Padre celestial, Jesús oró: «Ahora pues, Padre, glorifícame Tú al lado Tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiera. […] Pues me has amado desde antes de la fundación del mundo»[3].
El Creador de todas las cosas se despojó voluntariamente de Su ilimitado poder y se convirtió en un pequeño e indefenso recién nacido. La fuente de toda sabiduría y conocimiento tuvo que estudiar y aprender a leer y escribir. Dejó Su trono en el Cielo, donde incontables ángeles lo adoraban, donde todas las fuerzas del universo se sometían a Su poder, y tomó el lugar de un siervo: fue escarnecido, ridiculizado, perseguido y por último muerto precisamente por aquellos a los que había venido a salvar.
Dice la Biblia que Jesús es «un sumo sacerdote que se compadece de nuestras debilidades, […] que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado»[4]. ¡Imagínate! El Hijo de Dios se volvió literalmente un ciudadano de este mundo, un integrante de la humanidad, un hombre de carne y hueso, para redimirnos con Su amor, proveer una expresión tangible de Su compasión e interés y ayudarnos a comprender Su verdad.
Jesús hizo muchas afirmaciones específicas y singulares acerca de Él mismo. He aquí algunos ejemplos en palabras del propio Jesús: «Yo soy el pan de vida. El que a Mí viene nunca tendrá hambre, y el que en Mí cree no tendrá sed jamás»[5].
En lo profundo de su ser, la mayoría de las personas saben que les falta algo. Es posible que aparenten tener de todo: dinero, posición social, amigos, todo lo que supuestamente proporciona felicidad. Sin embargo, sienten un vacío, un hambre que nada consigue saciar. Jesús dijo que Él es el pan de vida, capaz de satisfacer el hambre y la sed que hay en nuestro corazón. La soledad, vaciedad e insatisfacción tan común en la experiencia humana pueden ser reemplazadas por una paz y una alegría duraderas cuando acudimos a Él.
También afirma: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por Mí»[6]. Esta es una aseveración extraordinaria, y de hecho constituye la esencia y fundamento de todo el Nuevo Testamento: que Jesús es el único camino que conduce a la vida eterna, la salvación y la unión con Dios.
Jesús, Su vida y Sus enseñanzas son universales. Dios envió a Su Hijo para mostrar a todos los hombres y mujeres, a todas las naciones, a todos los pueblos, cómo es Él, para prodigarnos Su gran amor y verdad. La gente pregunta con frecuencia: ¿Por qué no hablar simplemente del amor de Dios? ¿Para qué insistir en usar el nombre de Jesús? ¿Por qué es tan exclusivo el cristianismo?
Si Jesús es el Hijo de Dios, y si Dios lo escogió para manifestarse al mundo, esa insistencia procede del propio Dios. Las condiciones las pone Él: «Si me amas, ama a Mi Hijo». La Biblia dice: «Todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre, que lo envió»[7].
Ningún mortal, bien fuese profeta, maestro, filósofo o gurú, podría haber hecho lo que hizo Jesús. Solo el propio Dios, en la persona de Su Hijo, podía expiar nuestros pecados y asumir el castigo que nosotros nos merecíamos. Solo Él podía hacer eso en la persona de Su Hijo, Jesús. Por eso solo Jesús podía proclamar legítimamente: «Yo soy el camino, la verdad y la vida».
Sencillamente no hay otra manera de estar en paz con Dios. Él no acepta otros términos ni otros arreglos. Lo que hace falta para la salvación y redención de la humanidad se hizo realidad con Jesús, y nunca será necesario que vuelva a suceder. Por eso podemos afirmar sin vacilación que para el mayor de los males de la humanidad existe un único remedio específico: Jesús.
Ninguna persona que examine con seriedad y amplitud de miras los datos históricos acerca de Jesús de Nazaret podría negarlos. Quienes buscan sinceramente la verdad tampoco pueden negar que en Él se cumplieron profecías del Antiguo Testamento, dadas muchos siglos antes de Su nacimiento, que describían Su venida al mundo, Su vida, Su obra, Su muerte y Su resurrección.
Tampoco existe razón alguna para poner en duda que luego de Su muerte sucedió algo extraordinario que convirtió a Su minúsculo grupito de abatidos seguidores en una cohorte de testigos que ni todas las persecuciones del Imperio romano fueron capaces de detener. Aquellos discípulos, desilusionados y desanimados después que su Señor fuera cruelmente crucificado por Sus enemigos, pensaron que sus esperanzas habían fenecido y sus sueños habían sido destrozados. Pero a los tres días de la muerte de Jesús, su fe se reavivó de un modo tan espectacular que no hubo fuerza terrenal capaz de sofocarla.
Dice el Nuevo Testamento que Jesús, después de resucitar, se apareció en persona a más de 500 testigos oculares[8]. Ese fue el resonante mensaje que Sus primeros discípulos proclamaron valientemente por el mundo: «Dios lo levantó de los muertos»[9].
Y aquel humilde puñado de hombres que habían seguido a Jesús desde el principio salió a proclamar por todas partes la buena nueva; no solo que Dios había enviado a Su Hijo al mundo para enseñarnos Su verdad y manifestarnos Su amor, sino también que Jesús había muerto por nosotros y luego había resucitado, para que todos los que lo conocemos y creemos en Él no tengamos nunca más temor a la muerte, sabiendo que estamos salvados y vamos rumbo al Cielo, gracias a Jesús.
Publicado anteriormente en mayo de 1988. Texto adaptado y publicado de nuevo en abril de 2021.
[1] Isaías 7:14.
[2] Lucas 1:26–35.
[3] Juan 17:5, 24.
[4] Hebreos 4:15.
[5] Juan 6:35.
[6] Juan 14:6.
[7] Juan 5:23.
[8] 1 Corintios 15:6.
[9] Hechos 13:30.
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