La semejanza con Cristo
Peter Amsterdam
La base de la semejanza con Cristo es una devoción centrada en Dios. Para ello es menester tener la correcta actitud personal hacia Dios y reconocer lo que Él representa y nuestra posición con respecto a Él, lo cual incluye tres elementos: el temor de Dios, el amor de Dios y el deseo de Dios.
Temor de Dios
La Escritura emplea la frase temor de Dios en dos sentidos muy distintos: (1) el de pavor ansioso y (2) el de veneración, reverencia y sobrecogimiento. El temor en el sentido de pavor ansioso se produce al tomar conciencia de la inminente sanción divina contra el pecado, como en el caso de Adán que se escondió de Dios después que pecó porque sintió miedo[1]. No obstante, al habernos librado de la ira de Dios, el temor a estar eternamente separados de Él desaparece para los cristianos. Naturalmente que podemos ser objeto de la disciplina divina a causa de nuestros pecados, y quizá le temamos a esa disciplina, mas no sentimos pavor a la cólera de Dios.
Para los creyentes, el significado primordial del temor de Dios es veneración y honra, reverencia y sobrecogimiento. Jerry Bridges escribió: «Es la actitud que suscita adoración y amor, reverencia y honor en nuestro corazón. Se centra no en la ira de Dios, sino en Su majestad, santidad y gloria trascendente»[2].
Leemos, por ejemplo, que cuando Isaías se encontró ante la presencia de Dios quedó pasmado por Su gloria y majestad. Su reacción demostró lo sobrecogido que se sintió en presencia de semejante pureza y santidad: «Soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito, porque han visto mis ojos al Rey, el Señor de los ejércitos»[3].
El apóstol Juan escribió al referir su visión de Jesús en los cielos: «Me volví para ver la voz que hablaba conmigo. Cuando lo vi, caí a Sus pies como muerto. Y Él puso Su diestra sobre mí, diciéndome: “No temas”»[4]. Tales reacciones nacen de un profundo sentido de veneración, tributo y temor reverencial.
Con frecuencia nos concentramos en el amor, misericordia y gracia de Dios, y prestamos menos atención a Su imponencia, gloria, majestuosidad, santidad y poder. Sin embargo, todos estos son atributos de Dios, y a veces existe dentro de nosotros una sana tensión entre los dos. Jesús instruyó a Sus discípulos a tratar a Dios de Padre, lo que indica una íntima relación personal. En el mismo tenor, está bien reconocer la veneración, respeto reverencial, magnificencia y gloria ligados a Dios. Es precisamente esta faceta de nuestra relación con Él la que se expresa cuando experimentamos el temor de Dios. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento observamos la expresión de ese asombro y reverencia.
Parte de nuestra relación con el Señor consiste en temerle en el sentido de venerarlo, de expresarle profunda reverencia, honra, admiración y adoración. Temerle también significa confesar Su absoluta singularidad, reconocer Su majestuosidad, santidad, imponencia, gloria y poder. Incluir este aspecto en nuestra noción de Dios nos motiva a obedecer Su Palabra, toda vez que reconocemos que cada uno de nuestros pecados constituye una afrenta a Su dignidad y majestad. Nuestra reverencia a Dios influirá en nuestro comportamiento y regulará nuestra conducta.
Amor de Dios
El segundo elemento de una actitud correcta hacia Dios es un conocimiento y aceptación del amor que Él nos profesa. Puesto que Dios es santidad perfecta, Él tiene que disociarse del pecado; por lo tanto, siendo nosotros —los seres humanos— pecadores, se crea un cisma entre Dios y la humanidad. No obstante, gracias a la muerte de Jesús en la cruz, esa separación se ha salvado. En la primera epístola de Juan leemos que Dios es amor. El apóstol se explaya luego y explica que Dios nos manifestó Su amor enviando a Su Hijo para la propiciación de nuestros pecados, es decir para ser el sacrificio que posibilitara el perdón de nuestros pecados y reparara nuestra relación con Dios.
«En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados.»[5]
Los cristianos comprendemos que de no haberse manifestado el amor de Dios por medio de Cristo, estaríamos sujetos a la ira de Dios. Su amor por la humanidad hizo posible que eludiéramos el castigo que a causa de Su santidad pura Él estaba obligado a imponer sobre el pecado, y eso lo realizó mediante la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesús. Nos redimió de la penalidad que nos acarreaba nuestro pecado. Desde luego que vemos el amor de Dios manifestado de múltiples maneras: el hermoso mundo en que habitamos, Su creación, Su provisión de nuestras necesidades, nuestra familia y amigos y mucho más. Así y todo, el principal medio por el que experimentamos Su amor es aceptando el sacrificio que hizo para restablecer nuestra comunión con Él: la muerte expiatoria de Jesús.
Siendo personas que aspiran a tener una mayor afinidad con Jesús, vemos la salvación no solo como un don que Dios ha puesto al alcance de la humanidad, sino de cada uno de nosotros individualmente. Cuando leemos que de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna[6], le atribuimos el sentido de que Dios «me ama a mí personalmente». Ese conocimiento del amor personalizado que Dios tiene por nosotros, Su perdón de nuestros pecados y el restablecimiento de nuestra relación íntima con Él es la clave para progresar en nuestra imitación de Cristo.
La belleza del amor y perdón de Dios reside en que es una obra de gracia; depende enteramente de la obra de Jesús y se nos concede como regalo de amor. Dado que se basa en la gracia y no en nuestras obras o comportamiento, el amor que Dios abriga por nosotros nunca cambia. Su amor es incondicional; de ahí que por muchos altibajos espirituales, fracasos, pecados o episodios de desaliento que experimentemos, podemos tener la certeza de que Dios nos sigue amando. Él nos ama y nos acepta en Su familia en calidad de hijos Suyos única y exclusivamente porque nos unimos a Su Hijo a través de la salvación. Nada nos separará de Dios y Su amor.
«Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro»[7].
Esta conciencia del amor incondicional que Dios abriga por nosotros y la confianza en el mismo debiera estimularnos a profesarle una devoción más profunda a Dios y nos debe conminar a amoldarnos a Él en mente, cuerpo, alma y espíritu.
Deseo de Dios
Nuestro deseo de Dios se aprecia en lo que escribió el rey David: «Una sola cosa le pido al Señor, y es lo único que persigo: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor y recrearme en Su templo»[8].
Ya que Dios es espíritu, David no contemplaba en ese momento la belleza física de Dios, sino Sus atributos. Gracias a lo que representa y al amor que alberga por nosotros, deseamos comulgar con Dios. Al igual que Enoc y Noé, anhelamos «caminar con Dios»[9]. Deseamos habitar «en la casa del Señor durante días sin fin»[10], permanecer unidos a Él y que Él permanezca unido a nosotros[11].
Nuestro deseo de Dios implica más que simplemente servirle; es también más que la oración o la lectura de la Biblia, aunque todas esas acciones son parte de ello. Desear al Señor significa anhelarlo, ansiar Su compañía y Su presencia en nuestra vida. La culminación de nuestra futura unión con Dios se puede apreciar en la descripción de la nueva Jerusalén, cuando Él morará con Su pueblo en la Tierra.
«Vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de parte de Dios, ataviada como una esposa hermoseada para su esposo. Y oí una gran voz del cielo, que decía: El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán Su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios.»[12]
El llamado que Jesús hizo a una de las iglesias del Apocalipsis es el mismo que nos hace hoy a nosotros: «Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo»[13].
Se entendía que compartir una comida con alguien era tener comunión o compañerismo con él. Nuestro deseo de Dios engloba nuestro deseo de compartir con Él, de conocerlo mejor, de amarlo más profundamente. Cuando pasamos un rato en Su presencia irradiamos ante los demás Sus atributos, es decir Su amor, bondad, calidez y misericordia.
La veneración y temor reverencial que expresamos al Señor, nuestro entendimiento del profundo amor que abriga por nosotros y nuestro hondo deseo de Él crean dentro de nosotros una devoción centrada en Dios, que es la base para alcanzar una semejanza con Él.
Artículo publicado anteriormente en noviembre de 2016. Adaptado y publicado de nuevo en septiembre de 2021.
[1] Génesis 3:9-10.
[2] El presente artículo se basa en elementos extraídos del libro de Jerry Bridges La devoción de Dios en acción (Libros Desafío, 10 de octubre de 2011).
[3] Isaías 6:5 (LBLA).
[4] Apocalipsis 1:12, 17.
[5] 1 Juan 4:9-10.
[6] Juan 3:16.
[7] Romanos 8:38-39.
[8] Salmo 27:4 (NVI).
[9] Génesis 5:21-24; 6:9 (NVI).
[10] Salmo 23:6 (BLPH).
[11] Juan 15:4.
[12] Apocalipsis 21:2-3.
[13] Apocalipsis 3:20.
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