La santidad de Dios
Peter Amsterdam
La existencia de Dios difiere de la de todos los demás seres. Solamente Él es infinito y no es fruto de una creación[1], por ende es diferente de todo lo creado. El término teológico para referirse a esto es trascendencia, que significa que Él existe más allá de las limitaciones del universo material y no está sujeto a ellas. La trascendencia expresa que Su existencia es de una calidad superior a la nuestra, que es lo que se esperaría de un Creador respecto de Su creación[2]. El término bíblico que describe esa diferencia, esa singularidad de Dios, es santidad.
Significado de la santidad
El término hebreo que se tradujo como santidad, y la familia de palabras de la misma raíz, en todos los casos implican segregación, apartamiento, santidad, sacralidad. Afirmar que Dios es santo es lo mismo que decir que está separado, que es singular y completamente distinto de cualquier otra cosa.
La santidad de Dios con relación a Su esencia representa todos los atributos que lo hacen diferente y mayor que nosotros. Representa la divinidad de Dios. Constituye la diferencia esencial entre Dios y los hombres. Únicamente Dios es Dios; no hay nada ni nadie como Él. Es sagrado. Es el Creador, y el hombre es Su criatura. Es superior al hombre en todo sentido. Es divino.
La santidad se considera también un atributo moral de Dios. Moralmente Dios es perfecto, lo que también lo distingue completamente del hombre y su naturaleza pecaminosa. Aunque la santidad de Dios lo diferencia de la humanidad, tanto esencial como moralmente, es un atributo que, al igual que otros atributos divinos, podemos poseer en pequeña medida. Cualquier santidad que podamos manifestar, por haber sido apartados por Dios y consagrados a Él o por actuar moralmente, es apenas un vestigio de la santidad divina, que es infinitamente superior. La diferencia yace en que si bien nosotros podemos actuar con santidad, Dios es santidad.
La santidad de Dios denota Su suprema majestad, Su grandiosidad, el hecho de que está sumamente exaltado por encima de todas las criaturas. En la visión que Isaías tuvo de Dios en el sexto capítulo del libro que lleva su nombre, habló de la santidad de Dios:
Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y Sus faldas llenaban el templo. Por encima de Él había serafines. Cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces diciendo: «¡Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de Su gloria!» Isaías 6:1-3
Seguramente habrás notado que en ese versículo se afirma que Dios es «santo, santo, santo». Timothy Keller —pastor y conferencista cristiano— comenta que en el Antiguo Testamento el concepto de magnitud se expresa por medio de la repetición de una palabra.
En el pasaje referido se describe de manera tan sublime la santidad de Dios que se repite tres veces.
Dios no es solamente santo, ni santo santo; es santo santo santo. Está en una categoría aparte, superior a cualquier otra[3].
La incomparable naturaleza divina
La santidad divina es infinitamente sagrada. Se trata de la máxima expresión de santidad. Es superlativa. No hay ninguna santidad que se asemeje a ella. Eso es válido no solamente para la santidad de Dios, sino para todos Sus atributos. El amor de Dios es la máxima expresión de amor que existe. Lo mismo vale para Su sabiduría, Su conocimiento, Su poder; todas Sus cualidades son superlativas. No hay nada que se les compare. Si bien los humanos contamos con una medida pequeña de algunas de esas cualidades, pues estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, en ningún caso pueden compararse con la magnitud o infinidad de los atributos de Dios. Él es amor puro, poder puro. Solamente Él es santo santo santo.
No hay santo como el Señor; porque no hay nadie fuera de Ti ni refugio como el Dios nuestro. 1 Samuel 2:2
Además de los aspectos en que Dios es completamente distinto en cuanto a esencia y ser (ontológicamente), lo es también en cuanto a Su naturaleza ética y moral. En Su rectitud trasciende todo lo que ha creado. Dios es moralmente perfecto en carácter y acción. Es puro y justo; no tiene deseos, motivos, pensamientos, palabras o actos perversos. Es eterno e inmutablemente santo[4]. Está imbuido de pureza divina, sin la menor impureza. Como tal, se distingue claramente de la pecaminosidad del hombre.
En el Antiguo Testamento Dios mandó a los israelitas —tanto a los sacerdotes como al pueblo— que siguieran numerosos ritos y ceremonias de purificación. Cualquier cosa que contaminaba a una persona —que la volvía impura o inmunda, ya fuera interior o exteriormente— le impedía acercarse a Dios y a Su morada, el tabernáculo o templo. A raíz de eso Dios les indicó que realizaran todas esas ceremonias purificadoras. Era una demostración de que el Santo estaba separado de todo aquello que no es santo.
Dado que Dios es santidad pura, Él no tiene parte en el pecado y la perversidad moral. No puede comulgar con el pecado. Constituye una ofensa contra Su propia naturaleza. La Biblia dice: «Tú eres demasiado puro para consentir el mal, para contemplar con agrado la iniquidad»[5]. «Tú no eres un Dios que se complace en la maldad, el malo no habitará junto a Ti»[6].
Dada la santidad inherente de Dios, Él no puede tolerar el pecado; sin embargo, todos los seres humanos pecamos. No obstante, como Dios es también amor y misericordia supremos, concibió un plan de redención que requirió la encarnación de Jesús, Su vida sin pecado y el sacrificio de Su vida en la cruz por los pecados de la humanidad. Todo ello satisface la justicia y equidad divinas y propicia la reconciliación entre Dios y quienes aceptan a Jesús. Él lo hizo por amor a nosotros, Su creación.
«De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna». Juan 3:16
Artículo publicado por primera vez en septiembre de 2011. Pasajes seleccionados y publicados de nuevo en mayo de 2017.
[1] Cottrell, Jack: What the Bible Says About God the Creator, Wipf and Stock Publishers, Eugene, 1996, p. 211.
[2] Packer, J. I.: Attributes of God, part 2, charla 11, «Transcendence and Character».
[3] Keller, Timothy: The Gospel and Your Self, Redeemer Presbyterian Church. 2005.
[4] Lewis, Gordon R., y Demarest, Bruce A.: Integrative Theology, Zondervan, Grand Rapids, 1996, libro 1, p. 233.
[5] Habacuc 1:13 (DHH).
[6] Salmo 5:4.
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