La samaritana
Tesoros
Aunque la mayoría hemos oído a menudo el término buen samaritano, puede que no sepamos quiénes eran los samaritanos o que no seamos conscientes de que existía una gran enemistad entre ellos y el pueblo judío. Para los judíos de la época de Jesús, la palabra samaritano era un insulto (v. Juan 8:48). Esa enemistad tenía raíces históricas.
En el año 720 a. C., Salmanasar, rey del Imperio asirio, invadió Israel y se llevó cautivas a la tierra de Asiria a las diez tribus del norte. Luego mandó traer extranjeros de lejanas tierras como Babilonia, Cuta, Ava, Hamat y Sefarvaim para que poblaran las ciudades del norte de Israel en las que habían vivido los judíos. Con el tiempo, esa región fue conocida como Samaria (2 Reyes 17:22–34).
Muchos de los habitantes de la región descendían de los israelitas del Reino del Norte, que se casaron con personas no judías que fueron a establecerse allí y fueron asimilados culturalmente por los recién llegados. Esas gentes aprendieron a rendir culto al Dios de los judíos, pero no consideraban que Jerusalén fuera una ciudad santa, ni adoraban en el templo judío de esa ciudad. Para ellos, el monte Gerizim de Samaria era el lugar más sagrado donde se podía adorar a Dios, y en su cima edificaron un templo. Por ser los samaritanos una raza mixta, con costumbres y prácticas religiosas que diferían de las de los judíos, estos evitaban asociarse con ellos.
Para huir de Sus enemigos religiosos en la tierra de Judea, Jesús en cierta ocasión decidió ir a Galilea, Su provincia natal, dirigiéndose hacia el norte. La ruta más corta y directa entre Judea y Galilea pasaba por Samaria; pero como los judíos no se trataban con los samaritanos, cruzaban el río Jordán y daban un largo rodeo con el fin de no pisar Samaria. Así que los discípulos de Jesús se asombraron cuando Él se saltó esos convencionalismos y los condujo a través de Samaria.
Jesús y Sus discípulos habían salido de madrugada y se habían adentrado muchos kilómetros en Samaria, andando por terreno accidentado y desigual. Ya era casi mediodía, y el sol caía con fuerza sobre el camino que serpenteaba entre el monte Gerizim y el monte Ebal. Al doblar una curva, vieron algo invitador: el pozo de Jacob, que el gran patriarca y sus hijos habían cavado casi 2.000 años antes.
Sedientos y cansados, se detuvieron junto al famoso pozo, ansiosos por apagar su sed; mas no tenían cántaro con que subir el agua, que estaba a más de 30 metros de profundidad. Además, se les había agotado la comida. A menos de un kilómetro, en el hermoso valle que había entre ambos montes, se encontraba la ciudad samaritana de Sicar (llamada Siquem en el Antiguo Testamento). Se decidió, pues, que los discípulos irían a la ciudad a comprar comida. Jesús estaba cansado de tanto caminar, así que cuando ellos reemprendieron la marcha para ir a la ciudad, Él se sentó a descansar junto al pozo (Juan 4:5,6).
Después que se fueron Sus discípulos, Jesús oyó pasos. Al levantar la mirada, descubrió a una mujer que venía al pozo cántaro en mano. Ella, al aproximarse, se sorprendió de que hubiera un extraño sentado a la sombra ahí cerca. Lo miró un par de veces con recelo.
—Obviamente es judío —se dijo.
Y esperando que no la molestara, se dispuso a bajar el cántaro para sacar agua.
—¿Me das de beber? —le preguntó Jesús (Juan 4:7).
Ella, sorprendida, lo miró.
—¿Cómo es que Tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? —le preguntó.
Los judíos, por tradición, tenían prohibido beber de una vasija que hubiera tocado un samaritano impuro, y más aún una mujer samaritana. Los judíos no tenían ningún trato con los samaritanos (Juan 4:9).
Jesús le respondió:
—Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: «Dame de beber», ¡tú le habrías pedido a Él, y Él te daría agua viva!
La mujer, perpleja, contestó:
—Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde tienes esa agua viva?
Y quizá con el ánimo de bajarle los humos a aquel forastero judío, añadió:
—¿Acaso eres Tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados? (Juan 4:10–12).
Jesús se levantó, se acercó al pozo, apoyó Su mano en el borde y dijo:
—Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed, mas el que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás; ¡sino que el agua que Yo le daré será en él una fuente que salte para vida eterna!
«¡Qué afirmación más extraordinaria! —pensó ella—. ¡Imagínate! Si tuviera una fuente interior de agua, ¡nunca más sentiría sed!» Sin estar del todo segura de que lo entendía, le contestó:
—Señor, dame de esa agua para que no vuelva a tener sed ni siga viniendo aquí a sacarla (Juan 4:13–15).
Jesús inesperadamente le respondió:
—Primero ve, llama a tu esposo, y vuelve acá.
Ella le respondió:
—No tengo esposo.
Jesús entonces le dijo:
—Bien has dicho que no tienes esposo. Has tenido cinco, y el que ahora tienes no es tu esposo. En esto has dicho la verdad (Juan 4:16–18).
Ella quedó atónita. ¿Cómo podía aquel extraño, al que no conocía de nada, saber esos detalles de su vida privada? ¿Cómo era posible que los supiera a menos que fuera un profeta? De pronto se le ocurrió una idea. ¡Él sería la persona más indicada a quien hacerle la pregunta más polémica y debatida de la época!
—Señor, me parece que tú eres profeta —dijo.
Tras una breve pausa, señaló el templo que había en la cima del monte Gerizim, no muy lejos de allí, y continuó:
—Nuestros padres adoraron en este monte; en cambio ustedes, los judíos, dicen que en Jerusalén es donde se debe adorar.
Jesús le contestó:
—Mujer, créeme que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre tales adoradores busca que lo adoren. Dios es Espíritu, y los que lo adoran, en espíritu y en verdad es necesario que lo adoren (Juan 4:19–24).
La contestación la dejó boquiabierta. «¡Qué maravilla sería adorar a Dios interiormente en cualquier lugar!», se dijo. Y visto que su anterior pregunta había quedado tan bien respondida, decidió hacerle una aún más difícil sobre la anhelada venida del Salvador, el Mesías.
—Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo. Cuando Él venga nos declarará todas las cosas.
Jesús, mirándola profundamente a los ojos, le dijo:
—Yo soy, el que habla contigo (Juan 4:25,26).
Ella lo escrutó asombrada. «¿Será este hombre de verdad el Mesías, el Cristo?»
En ese momento se vieron interrumpidos por las voces de los discípulos de Jesús, que regresaban. Cuando ya se acercaban, la mujer se levantó de un salto y, dejando su cántaro de agua, se fue corriendo a la ciudad.
Llegó a Sicar jadeando. El mercado bullía aún de actividad, y había hombres sentados a la sombra junto a las puertas de la ciudad, descansando y conversando.
—¡Vengan! —exclamó emocionada, con lo que una muchedumbre se congregó a su alrededor—. Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será este el Cristo? (Juan 4:28,29).
Viendo su convicción y entusiasmo, muchos creyeron lo que les decía, que el hombre que ella había conocido junto al pozo era el tan esperado Mesías.
Al poco rato, los discípulos de Jesús avistaron un numeroso grupo de personas que habían salido de la ciudad y se acercaban a toda prisa por el camino. Entre ellas estaba la mujer, que seguía hablando emocionada. Apenas llegaron al pozo, al lugar donde estaba Jesús con Sus discípulos, le rogaron que se quedara con ellos en la ciudad para enseñarles. Jesús accedió a quedarse un par de días, y los samaritanos, jubilosos, los acompañaron a Sicar y les ofrecieron el mejor alojamiento y la mejor comida que pudieron prepararles.
Jesús estuvo dos días enseñando en aquella ciudad. Al oír las hermosas palabras de verdad que les decía, muchos creyeron en Él y le comentaron maravillados a la mujer:
—Ya no creemos solamente por lo que has dicho, pues nosotros mismos hemos oído y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo, ¡el Cristo! (Juan 4:39–42).
El último día, cuando Jesús y Sus discípulos se disponían a reemprender la marcha hacia Galilea, una gran multitud se agolpó para despedirlos y regalarles alimentos y vino para el trayecto. La samaritana, con el corazón henchido de amor por Jesús, se abrió paso entre la muchedumbre para despedirse de Él. Sonreía de felicidad, pues había entendido plenamente el significado de las palabras que Él le había dirigido dos días antes junto al pozo, y una fuente de agua viva manaba ahora de su alma.
De este bello relato del Evangelio de Juan se desprende que Jesús no vacilaba en quebrantar las tradiciones de Su época para llevar el amor y la verdad de Dios a la gente perdida y solitaria. No solo hizo caso omiso de las diferencias culturales, raciales y religiosas entre judíos y samaritanos para ofrecer a estos últimos la verdad, sino que también, al conversar con la mujer junto al pozo, vio más allá de sus pecados para descubrir un alma que ansiaba el amor divino y la salvación.
Jesús le dijo a la samaritana que, si ella supiera cuál era el don de Dios, le habría pedido agua viva que brotara en ella para vida eterna. Esa es una de las promesas más bellas de la Biblia: la promesa de la salvación, de la vida eterna que Dios nos regala. Romanos 6:23 dice: «El regalo de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor». El agua viva simboliza no solo la vida eterna, sino también el divino Espíritu Santo, que Jesús prometió que viviría en nuestro corazón una vez que creyésemos en Él (Juan 7:37–39).
La Biblia dice que «el Altísimo no habita en casas construidas por manos humanas» (Hechos 7:48). El verdadero templo de Dios está dentro de nosotros, como dice en 1 Corintios 6:19: «¿Acaso no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios?»
Si aún no has recibido el maravilloso regalo que Dios te ofrece —vida eterna por haber creído en Jesús, que murió en la cruz para que tú fueras perdonado—, hazlo ahora: ¡pídele que te salve y que haga que Su Espíritu viva en ti!
Tomado de un artículo de Tesoros publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en agosto de 2023.
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