La Pascua: lo determinante es la resurrección
Peter Amsterdam
[Easter—Why the Resurrection Matters]
En la Pascua se festeja el suceso más importante de la fe cristiana: la resurrección de Cristo. ¿Y por qué tiene tanta importancia? Porque sin la resurrección, nuestra fe sería ilusoria. El apóstol Pablo expone claramente las razones (1 Corintios 15:17). De no haberse producido la resurrección no habríamos sido redimidos y por tanto todavía tendríamos que rendir cuentas por nuestros pecados. Sin la resurrección, nuestra fe carece de sentido y somos falsos testigos cuando nos dirigimos a los demás (1 Corintios 15:14-15). Gracias a que Dios levantó a Jesús de los muertos sabemos que tenemos la salvación.
El hecho de que Jesús resucitó de los muertos corroboró todo lo que había afirmado sobre Su mesiazgo y Su divinidad. De no haber resucitado de los muertos, Jesús simplemente habría engrosado la lista de hombres judíos del siglo primero que adujeron ser el Mesías pero que resultaron ser impostores mesiánicos, mesías frustrados. (V. Hechos 5:36-37.)
En aquellos días se entendía que un mesías era un hombre ungido por Dios para liberar a Su pueblo de los opresores extranjeros y que ocuparía el trono en el restablecido reino de David. Los dirigentes judíos rechazaron a Jesús, porque lo consideraron un falso mesías. Según ellos, Jesús era uno de tantos otros que reivindicaban su mesiazgo. De no haber resucitado Jesús de entre los muertos se habría demostrado que ellos tenían razón. Lo más probable es que Sus discípulos hubieran regresado a sus hogares, se hubieran reintegrado a sus antiguos oficios y hubieran resuelto que habían sido presa de un engaño y tomados por tontos.
Sin embargo, Dios levantó a Jesús de los muertos, y eso marcó la diferencia. Dios se sirvió de la resurrección para proveer evidencia de que lo que Jesús había declarado sobre Su persona era cierto. El hecho de que resucitó de los muertos luego de morir por nosotros demostró que Jesús ciertamente era el Mesías cuya venida estaba predicha a lo largo del Antiguo Testamento y que es el divino Hijo de Dios, en igualdad con el Padre.
Luego de Su resurrección, Jesús habló de la autoridad que poseía: «Toda autoridad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mateo 28:18). Al resucitar de los muertos la primera mañana de Pascua, Jesús demostró que Sus reivindicaciones de autoridad eran válidas.
A lo largo del Antiguo Testamento, la Escritura predice la venida de un hombre que conduciría a Israel, un rey que cumpliría las profecías que Dios había revelado a David y a otros. Dichas predicciones hablaban de un profeta y rey de la tribu de Judá, de la casa de David, del pueblo de Belén, que tendría un reino eterno. Esa persona sería un ungido, un mesías, un siervo sufriente que cargaría sobre sí las transgresiones del pueblo, un rey llamado «nuestro justo salvador»[1].
Ciertamente Él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores, pero nosotros lo consideramos herido, golpeado por Dios, y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre Él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a Sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre Él la iniquidad de todos nosotros (Isaías 53:4-6).
Después de décadas de exilio en Babilonia y de vivir bajo la supremacía de grandes imperios como el griego y el romano, el pueblo judío empezó a emplear el término mesías en explícita referencia al caudillo que restablecería la independencia de Israel en cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. En la época de Jesús, la aspiración judía era que el mesías fuera un soberano político-militar que liberara al pueblo judío de la opresión romana.
Los romanos que gobernaban Israel en tiempos de Jesús eran muy escrupulosos en sofocar toda rebelión y eliminar a todo el que pudiera considerarse un mesías en potencia. Dado el peligro que acarreaba, en la primera parte de Su ministerio Jesús no solía hacer pública su reivindicación mesiánica. Estando en Israel propiamente dicho, Jesús rara vez se autodenominó Mesías; en cambio, sí lo hizo cuando se encontraba en Samaria y lugares fuera de las fronteras de Israel (Juan 4:25-26).
Con frecuencia indicaba a quienes había sanado que no se lo contaran a nadie, pues no quería ser foco de atención (Lucas 5:12-14). Lo podrían haber confundido con un agitador que pretendía exaltar los sentimientos nacionalistas judíos, y los romanos estaban al acecho de cualquiera que concitara demasiadas simpatías entre el pueblo y tuviera un halo mesiánico, lo que podría constituir una amenaza para su régimen.
Luego de dar de comer milagrosamente a cinco mil almas, Jesús se apartó de la muchedumbre al percatarse de que la gente pretendía coronarlo rey, lo que le hubiera acarreado antes de tiempo la ira de Roma. «Pero Jesús, dándose cuenta de que querían llevárselo a la fuerza y declararlo rey, se retiró de nuevo a la montaña Él solo» (Juan 6:15.)
Durante toda Su misión Jesús trató de apartar a la gente de la creencia generalizada de que el Mesías sería un rey soldado, un libertador. Más bien, procuró hacerle comprender que la misión del Mesías entrañaba sufrimiento, rechazo y humillación. A la gente le costó entender eso, incluidos Sus más cercanos seguidores.
Hasta el propio Juan Bautista, precursor de Jesús y enviado para preparar Su camino, dudaba de si Jesús realmente era el que habría de venir, o sea, el mesías prometido. El concepto que Juan tenía de lo que haría el mesías desentonaba de lo que había oído que estaba haciendo Jesús. Este le respondió señalando que Su labor cumplía las profecías pronunciadas por Isaías sobre el mesías y que coincidía con lo que según Isaías 35 y 61 haría el mesías.
Juan estaba en la cárcel, y al enterarse de lo que Cristo estaba haciendo, envió a sus discípulos a que le preguntaran: —¿Eres Tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro? Les respondió Jesús: —Vayan y cuéntenle a Juan lo que están viendo y oyendo: Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas nuevas (Mateo 11:2-5).
Al principio de Su ministerio Jesús había citado textualmente partes de ese mismo pasaje de la Escritura y declarado que estas se cumplían en Él.
«El Espíritu del Señor está sobre Mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el año agradable del Señor.» [...] Entonces comenzó a decirles: —Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros (Lucas 4:18-19, 21).
Hacia el final de Su misión, cuando se hallaba cerca de Cesarea de Filipo —importante ciudad romana situada al norte del Mar de Galilea, cuya población siria y griega era pagana—, Jesús preguntó a Sus discípulos quién decía la gente que era Él. Ellos le respondieron que algunos decían que Juan el Bautista, otros que Elías, Jeremías o alguno de los profetas. El hecho de que la gente lo reseñara como uno de aquellos profetas coincidía con el anhelo expresado en el Antiguo Testamento de que habría de venir un gran profeta.
Cuando Jesús preguntó a Sus discípulos quién pensaban ellos que era Él, Pedro repuso: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Entonces Jesús le dijo: «Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino Mi Padre que está en el cielo» (Mateo 16:15-17).
Poco más de una semana después Jesús subió a un monte con tres de Sus discípulos y se transfiguró. «Y dos varones hablaban con Él, los cuales eran Moisés y Elías. Estos aparecieron rodeados de gloria; y hablaban de Su partida, que Jesús iba a cumplir en Jerusalén» (Lucas 9:28-31). Moisés y Elías representan la Ley y los Profetas, y su aparición demostró que el Antiguo Testamento daba fe de que Jesús era el Mesías.
Al comparecer ante el concilio, le preguntan a Jesús si es «el Cristo». «El sumo sacerdote insistió preguntándole: ‘¿Eres Tú el Mesías, el Hijo del Bendito?’ Jesús respondió: ‘Sí, lo soy. Y ustedes verán al Hijo del hombre sentado junto al Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo’» (Marcos 14:61-62).
Esa respuesta convenció al sumo sacerdote de que debía sentenciar a muerte a Jesús. Atribuirse que era el Mesías permitió a los líderes judíos llevar a Jesús ante Pilato para que lo sometiera a juicio, toda vez que el Mesías representaba una amenaza para Roma y las autoridades romanas ejecutaban a los que presumían de ser mesías.
Al nacer Jesús, los ángeles lo llamaron Mesías: «Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lucas 2:11); Pilato hizo lo propio antes de condenarlo a muerte: «¿Y qué voy a hacer con Jesús, al que llaman Cristo [Mesías]?» (Mateo 27:22).
Jesús, que a lo largo de los Evangelios declaró explícitamente ser el Mesías y al que otros habían llamado Cristo (Mesías), fue colgado cruelmente en una cruz hasta que expiró. Los dirigentes judíos y Pilato pensaron que con Su muerte se demostraría que había sido un falso mesías. Su resurrección, no obstante, evidenció que decía la verdad.
Al resucitarlo de entre los muertos, Dios demostró que Jesús era el anunciado a lo largo de las Sagradas Escrituras, el Mesías que cargó con nuestras penas y soportó nuestros dolores, que fue molido por nuestras iniquidades y que nos ha traído paz, el denominado «Señor de nuestra justicia».
Debido a la resurrección, tenemos la seguridad de la salvación, la capacidad de llevar una vida guiada por Cristo y el honor de vivir con Dios para siempre.
Publicado por primera vez en abril de 2014. Texto adaptado y publicado de nuevo en abril de 2023.
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