La obra del Espíritu Santo en nuestra vida
Peter Amsterdam
En el Antiguo Testamento, la presencia de Dios en la Tierra se manifestó en la columna de fuego y de nube, en los truenos y relámpagos en el monte Sinaí, en la zarza ardiente. Jesús encarnó durante Su vida la presencia de Dios en la Tierra. Desde el día de Pentecostés, el Espíritu Santo ha morado en el interior de los nacidos del Espíritu, los que han entrado al reino de Dios habiendo reconocido a su salvador en Jesús. El Espíritu de Dios que se aloja en los creyentes ha sido la manifestación primordial de la presencia de Dios en la Tierra desde que Jesús ascendió al Cielo[1].
El Espíritu Santo está presente en los creyentes e influye en nosotros de variadas maneras. Cuando hablamos a los demás de Jesús y de la salvación que Dios nos ofrece gratuitamente, lo hacemos por el poder del Espíritu. Nuestra interacción con otros cristianos en cuanto a hermandad, reuniones de culto y labor de conjunto en la testificación, en asuntos de la iglesia y en diversos ministerios, está potenciada por los dones del Espíritu Santo.
El Espíritu ejerce un importante papel en nuestra relación con el Señor, nuestro crecimiento espiritual y en el modo de vida que llevamos en armonía con la voluntad y la manera de proceder de Dios. El Espíritu de Dios nos guía, orienta y dirige a cada uno individualmente. Nos enseña y nos da entendimiento. Gracias a Él obtenemos la garantía de que somos hijos de Dios, de que permanecemos en Él y Él en nosotros.
Papel del Espíritu en la testificación
Justo antes de ascender al Cielo, Jesús encargó a Sus discípulos que volvieran a Jerusalén y esperaran «la promesa del Padre», comunicándoles que serían bautizados con el Espíritu Santo[2]. Seguidamente les explicó que cuando el Espíritu viniera sobre ellos, recibirían poder para testificar[3].
El día de Pentecostés el Espíritu vino sobre los discípulos, y con el tiempo ellos se hicieron testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria y en todo el mundo conocido. Existen numerosos relatos acerca de cómo los apóstoles y discípulos testificaron con el poder del Espíritu Santo.
El mismo Espíritu de Dios que facultó a los primeros cristianos para evangelizar, que obró milagros por medio de ellos y los impulsó a proclamar valientemente el mensaje aun en medio de fuerte oposición y con riesgo de martirio, mora en los cristianos de hoy en día. La misión que se les encomendó a los primeros discípulos y a todos los que ha habido desde entonces es dar a conocer el evangelio; y el Espíritu Santo nos da el poder y la unción para hacerlo.
Cierto autor escribió que el Espíritu Santo es un «Espíritu misionero». Cuando un cristiano está dispuesto a transmitir el evangelio, el Espíritu de Dios lo carga de poder para que trascienda su propia capacidad y actúe de testigo[4].
El encargo de testificar está claro; el poder para testificar está presente en el Espíritu Santo; y cuando cumplimos con nuestra parte y optamos por transmitir el evangelio a los demás, el Espíritu nos confiere poder y ungimiento para hacer llegar el mensaje a los perdidos y necesitados. Gracias a nuestra testificación, otras personas oyen el llamado del Espíritu de Dios para que se salven, se conviertan en hijos de Dios y vivan con Él para siempre.
Los dones del Espíritu
El Espíritu Santo nos concede dones para apacentar a los demás, tanto a las personas a las que testificamos como a otros cristianos con los que servimos y tenemos comunión. Los dones del Espíritu se mencionan y enumeran en seis pasajes de las epístolas[5]. En estos listados se alude a diversos dones, además de algunas funciones o vocaciones como la de apóstol o evangelizador. Asimismo se dice que se nos conceden esos dones para el bien de todos[6].
Estos son los dones enumerados: la vocación de apóstol, de profeta, de maestro; el don de hacer milagros, de sanar, de ayudar, de administrar, de lenguas, de hablar palabras de sabiduría o de conocimiento, de fe, de discernimiento de espíritus, de interpretación de lenguas; la función de evangelizador, de pastor; el don de animar, de socorrer, de dirigir, de practicar la misericordia, del matrimonio, del celibato, de hablar, de servir. Estos dos últimos, que se mencionan en la primera epístola de Pedro, pueden considerarse dones generales que engloban a los demás.
«Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo.»[7]
Todos ellos los podemos emplear en nuestra evangelización y en nuestro servicio al Señor y a los demás. Cada uno de ellos es un don que el Espíritu Santo entrega individualmente a las personas. Todos ellos vienen de la mano de Dios y tienen gran valor en nuestra vida y en nuestro servicio al prójimo.
Crecimiento espiritual
La presencia del Espíritu Santo en nuestra vida produce una evolución progresiva hacia la naturaleza divina. Dios es santo, y Su Espíritu nos mueve a vivir de una manera que emule Su naturaleza y personalidad. Vamos creciendo en fe, en nuestra aplicación de la Palabra de Dios a nuestra vida cotidiana, en la toma de decisiones y resoluciones que estén en armonía con la voluntad, la Palabra y la manera de ser de Dios. Conforme hacemos eso, crecemos en santidad y «somos transformados a Su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu»[8].
El fruto o efecto de que el Espíritu Santo more en nosotros es que nos volvemos más amorosos, alegres, apacibles, pacientes, amables, buenos, fieles, mansos y capaces de controlarnos. En breve, llegamos a reflejar más los atributos de Dios y nos hacemos más santos. Con un mayor dominio propio somos más capaces de resistir los arranques de ira y evitar impacientarnos con los demás, tratarlos con poca amabilidad, poco afecto o albergar malos sentimientos hacia ellos. Es menos probable que nuestras acciones resulten hirientes para los demás o para nosotros mismos a causa de actitudes y acciones negativas que desentonan con Dios. Tenemos mayor capacidad para superar nuestros rasgos humanos pecaminosos, propios de nuestra naturaleza.
Si en nuestra vida cotidiana aceptamos la guía del Espíritu, tomando buenas decisiones, decisiones éticas, que se ajusten a los principios de la Palabra de Dios, gradualmente iremos creciendo en nuestra relación con el Señor. El Espíritu Santo obra en nosotros y nos ayuda a decidir con acierto, dándonos fuerzas para resistir el pecado y optar por proceder más como Dios espera de nosotros. Nunca logramos erradicar de nuestra vida el pecado y la tentación de pecar; pero conforme vamos creciendo espiritualmente con la ayuda del Espíritu Santo, estamos en mejores condiciones de rechazar con firmeza el pecado y no ceder a la tentación.
La presencia del Espíritu
A lo largo del libro de los Hechos el Espíritu Santo vino sobre los creyentes; era evidente que estaban llenos del Espíritu. «Dios confirmó el mensaje mediante señales, maravillas, diversos milagros y dones del Espíritu Santo según Su voluntad»[9]. En nuestra época la presencia del Espíritu Santo sigue manifestándose de diversas maneras en la vida de los creyentes, por medio de los dones espirituales que nos concede y también a través de milagros, señales y prodigios.
Interiormente, tenemos conciencia de la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida gracias al testimonio que da el Espíritu dentro de nosotros certificando que somos hijos de Dios y Él es nuestro Padre[10], que permanecemos en Él y Él en nosotros[11]; y por medio de la garantía o cumplimiento inicial de la promesa de gozar de la eternidad con el Padre. «Dios […] nos ha sellado y nos ha dado, como garantía, el Espíritu en nuestros corazones»[12].
Disfrutar de la presencia continua del Espíritu en nuestra vida
Reproduzco unas bellas palabras del escritor Wayne Grudem:
Estar lleno del Espíritu Santo es estar lleno de la presencia inmediata de Dios, la cual nos permite sentir lo que Él siente, desear lo que Él desea, hacer lo que Él quiere, hablar con Su poder, orar, apacentar y asesorar con Sus fuerzas, y conocer con el conocimiento que Él mismo da[13].
Los cristianos somos privilegiados por cuanto el Espíritu Santo mora en nosotros. Se nos ha concedido el honor de que nuestro cuerpo sea templo del Espíritu Santo, de contar con la presencia de Dios en nuestra vida.
Si bien el Espíritu de Dios está presente en nuestra vida, el grado en que se manifieste esa presencia depende de nosotros personalmente, de cuánto nos abramos a la influencia del Espíritu. El Antiguo Testamento habla de individuos, como Sansón y Saúl, que disfrutaban de la presencia e influencia del Espíritu Santo, pero cuyos pecados hicieron que el Espíritu se apartara de ellos.
En el Nuevo Testamento se nos exhorta a no entristecer al Espíritu Santo ni apagarlo. La palabra griega que emplea Pablo en su primera epístola a los Tesalonicenses y que se tradujo como apagar es sbennumi, que significa extinguir, suprimir, sofocar. Pablo les advirtió que no hicieran eso con la acción del Espíritu Santo, tanto la que tiene lugar en ellos como la que se produce por medio de ellos. «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención»[14]. El Espíritu de Dios no se nos impone a la fuerza; así y todo, Su influencia puede menguar debido a nuestra poca receptividad, como consecuencia de pecados deliberados, falta de interés, desobediencia o incredulidad.
Son muchos los beneficios que obtenemos de que el Espíritu Santo participe activamente en nuestra vida. El Espíritu Santo ejerce una influencia positiva en nosotros; aumenta nuestra eficacia como testigos; nos ayuda a atender mejor espiritualmente a los demás; nos hace actuar más a tono con Dios; nos ayuda a resistir el mal y el pecado, y nos convierte en tabernáculos o moradas para Dios, de manera que los demás lo vean en nosotros y se sientan atraídos a Él. El «don del Padre» que se nos ha concedido es el inapreciable obsequio de contar con la presencia de Dios en nuestra vida[15]. Qué honor[16].
Artículo publicado por primera vez en julio de 2013. Texto adaptado y publicado de nuevo en marzo de 2020.
[1] Grudem, Wayne: Teología sistemática: Una introducción a la doctrina bíblica, Vida, 2007, p. 666.
[2] Hechos 1:4,5.
[3] Hechos 1:8.
[4] Williams, J. Rodman: Renewal Theology, Systematic Theology from a Charismatic Perspective, Zondervan, Grand Rapids, 1996, p. 249.
[5] V. 1 Corintios 12:8–10, 28; Efesios 4:11; Romanos 12:6–8; 1 Corintios 7:7; 1 Pedro 4:11.
[6] 1 Corintios 12:4,7,11.
[7] 1 Pedro 4:10,11.
[8] 2 Corintios 3:18 (NVI).
[9] Hebreos 2:4 (NTV).
[10] Romanos 8:16.
[11] 1 Juan 3:24.
[12] 2 Corintios 1:21,22.
[13] Grudem: Teología sistemática, p. 682.
[14] Efesios 4:30.
[15] Santiago 1:17.
[16] La idea general de este artículo está basada en el libro de Wayne Grudem titulado Teología sistemática: Una introducción a la doctrina bíblica, capítulo 30, «La obra del Espíritu Santo».
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