La humanidad de Jesús
Peter Amsterdam
Según el plan de salvación divino (economía de la salvación), la naturaleza humana de Jesús es tan importante como Su naturaleza divina o deidad, toda vez que nuestra salvación depende de que Jesús sea enteramente Dios y enteramente hombre. Nadie, excepto Dios, puede asumir el peso de los pecados del mundo. Nadie que no sea eternamente Dios puede realizar un sacrificio de infinito valor, rendir perfecta obediencia a la ley de Dios y soportar la ira de Dios para redimir y liberar a otros del juicio de la ley.
Por lo mismo, solo quien se hace partícipe de lo humano puede hacer posible la salvación. Dado que el primer hombre, Adán, pecó y trajo condenación a toda la humanidad, se hizo necesario que otro ser humano tomara sobre sí el castigo y asumiera él mismo el juicio de Dios, pues un ser humano es el único capaz de representar de forma vicaria a la humanidad. «De hecho, ya que la muerte vino por medio de un hombre, también por medio de un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos volverán a vivir»[1].
Con frecuencia la gente se centra en la divinidad de Jesús y relega a segundo término Su humanidad. No obstante, mientras Jesús vivió en la Tierra en calidad de Dios revestido de carne humana, fue tan humano como cualquiera de nosotros. Tuvo las mismas necesidades y debilidades físicas que nosotros. Adoleció de las mismas limitaciones físicas y mentales que nosotros. Conoció las mismas emociones que tenemos nosotros. Tuvo la tentación de pecar y experimentó el mismo sufrimiento espiritual que padecemos nosotros interiormente. Fue hombre; nació, vivió y pereció como cualquier otro. Su naturaleza era humana, es decir, poseía un cuerpo material y un alma racional o mente.
Jesús poseía los dos elementos primordiales de la naturaleza humana: un cuerpo material y un alma racional. Habló de Su cuerpo y de Su alma/espíritu (en ciertos casos alma y espíritu se emplean indistintamente y significan lo mismo). Habló de Su carne y de Sus huesos[2]. La epístola a los Hebreos menciona que tenía carne y sangre[3].
En el libro de Juan, Jesús se calificó de hombre: «Buscáis quitarme la vida, a Mí, un hombre que os ha hablado la verdad, que oyó de Dios»[4]. Otros atestiguaron también que era hombre: «Pueblo de Israel, escuchen esto: Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes con milagros, señales y prodigios, los cuales realizó Dios entre ustedes por medio de Él»[5].
Jesús estuvo sujeto a las mismas leyes naturales de crecimiento y desarrollo por las que se rigen los seres humanos. Nació como un niño[6] y fue creciendo físicamente hasta llegar a la edad adulta[7]. Experimentó el proceso normal de aprendizaje que experimentan los niños. Fue adquiriendo conocimientos, comprensión, sabiduría y un sentido de la responsabilidad[8]. Con el tiempo se fortaleció en espíritu, merced probablemente a las lecciones que aprendió, como la de la obediencia a Sus padres, y también mediante el sufrimiento y otras vivencias[9].
Jesús también tenía las debilidades y necesidades físicas de los seres humanos. Padeció hambre, sed y cansancio[10]. Sintió debilidad física. Se fatigó. En una ocasión estaba tan agotado que durmió profundamente en una barca de pesca que era azotada por una violenta tempestad[11].
Jesús tuvo emociones y sentimientos como nosotros. Se compadeció de la gente[12]. Se apiadó de los menesterosos. Lloró[13]. Se maravilló, se conmovió profundamente, se enfureció[14]. Se afligió. Rezó en medio de la ansiedad, se apesadumbró, se angustió[15]. Tuvo amigos, por quienes sintió gran cariño[16]. Y como todo ser humano, Jesús murió. Su cuerpo expiró, dejó de vivir.
Toda la gente con la que Jesús se crió y vivió hasta el principio de Su labor pública lo consideraba un ser humano como cualquier otro. Lo evidencia la reacción que tuvieron sus coterráneos una vez que empezó Su ministerio. Luego de realizar milagros y de predicar en Galilea ante multitudes que lo seguían, visitó Su ciudad natal —Nazaret—, donde Sus propios vecinos y otros lugareños lo rechazaron[17].
Ni Sus propios hermanos creían en Él[18], aunque a la postre algunos llegaron a ser creyentes y cabezas de la iglesia: Santiago (Jacobo), Judas Tadeo.
Si quienes vivieron y alternaron con Él la mayor parte de Su vida desconocían de dónde había sacado la sabiduría y el conocimiento para hablar y predicar con tanta autoridad, y quedaron atónitos, está claro que lo veían como una persona normal y corriente. No lo consideraban Dios, ni siquiera lo reputaban de gran maestro. Para ellos era un ser humano más.
Martín Lutero expresó la realidad de la plena naturaleza humana de Jesús cuando dijo: «Comía, bebía, dormía y se despertaba; se agotaba, se entristecía y se alegraba; lloraba, reía; sentía hambre, sed, frío; sudaba, hablaba, trabajaba y oraba». Jesús fue íntegramente humano. Experimentó la vida tal como nosotros. Fue humano en todo sentido, salvo en lo tocante al pecado. Esa es la única y vital diferencia: que Jesús nunca, nunca pecó. «Él no cometió pecado ni se halló engaño en Su boca»[19].
A lo mejor te preguntas: «¿Podría haber pecado Jesús?» La respuesta, basada en la Escritura, parece ser que no; no hubiera podido. Una mirada a la Biblia nos revela que: 1) Jesús no pecó; 2) Jesús fue tentado en todo aspecto, igual que nosotros; de ello inferimos que efectivamente fue tentado a pecar[20], y 3) Jesús es Dios, y Dios no puede ser tentado al mal. «Cuando alguno es tentado no diga que es tentado de parte de Dios, porque Dios no puede ser tentado por el mal ni Él tienta a nadie»[21].
Uno de los atributos de Dios es Su santidad, que denota que está separado del pecado. Dios no puede pecar; si pudiera no sería Dios. La Escritura nos enseña que Jesús fue plenamente Dios y plenamente hombre. También afirma que Jesús fue tentado y que Dios no puede ser tentado.
De haber existido la naturaleza humana de Jesús independientemente de Su naturaleza divina, se habría parecido a Adán y Eva en el momento en que fueron creados, en el sentido de que habría estado libre de pecado, pero en teoría habría tenido la capacidad de pecar. No obstante, la naturaleza humana de Jesús nunca existió separada de Su naturaleza divina, puesto que las dos coexistían en una misma Persona. Un acto pecaminoso habría sido una acción moral y por ende es dable decir que habría comprometido a toda la persona de Cristo, tanto Su faceta divina como Su faceta humana. De haber ocurrido eso, la naturaleza divina de Jesús habría pecado, lo que implicaría que Dios habría pecado y que por tanto no es Dios. Sin embargo, eso no es posible, pues significaría que Dios estaría actuando en contra de Su propia naturaleza, lo cual Él no hace.
Por consiguiente, se aprecia que la unión de las naturalezas humana y divina de Jesús en una Persona impidió que pudiera pecar. En todo caso, no nos es posible saber exactamente cómo llegó a ser todo eso. Es uno de esos misterios del cristianismo, que se justifica por el hecho de que Jesús es el único Ser que haya estado jamás dotado de dos naturalezas: la de Dios y la del hombre. Por eso no es tan descabellado que nos resulte difícil, cuando no imposible, entender cómo operaron en Él esas cosas.
Fue tentado en todo del mismo modo que nosotros y, sin embargo, en todos los casos resistió la tentación, y por tanto no pecó. Tuvo que combatir toda tentación a fin de resistirse al pecado. La atracción de pecar que experimentó fue idéntica a la que sentimos nosotros. La diferencia estriba en que nunca cedió a la tentación y por eso no pecó.
Como Jesús no pecó, no era necesario que muriera por Sus propios pecados, y pudo más bien morir por los pecados de la humanidad. Cuando tomamos en consideración que Dios Hijo optó por rebajarse, revistiéndose de la naturaleza humana y de todo lo que entrañó adoptar la condición humana a fin de que cada uno de nosotros tuviese la oportunidad de obtener el perdón de sus pecados y vivir eternamente, no podemos menos que amarlo y agradecerle ese acto de abnegada entrega.
Artículo publicado por primera vez el 28 de junio de 2011. Texto adaptado y publicado de nuevo en marzo de 2019.
[1] 1 Corintios 15:21-22 (NVI).
[2] Lucas 24:39.
[3] Hebreos 2:14 (NVI).
[4] Juan 8:40 (N-C).
[5] Hechos 2:22 (NVI).
[6] Lucas 2:7.
[7] Lucas 2:40.
[8] Lucas 2:52.
[9] Hebreos 5:8.
[10] Mateo 4:2; Juan 4:6-7.
[11] Mateo 8:24.
[12] Mateo 9:36 (NVI).
[13] Juan 11:35.
[14] Mateo 8:10; Juan 11:33.
[15] Lucas 22:44; Juan 12:27.
[16] Juan 11:5.
[17] Mateo 13:53-58.
[18] Juan 7:5.
[19] 1 Pedro 2:22.
[20] V. Hebreos 4:15.
[21] Santiago 1:13.
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