La historia más grande jamás contada
David Brandt Berg
Los principales acontecimientos, personajes y condiciones de vida del mundo del mañana ya están revelados en la Biblia, por intermedio de los profetas de Dios, los vaticinadores del futuro[1]. Dios ya los ha revelado en Su Palabra, al igual que en las profecías, que en algunos casos ya han llegado a acontecer, cumpliéndose lo que anunciaban, y demostrando que la Palabra de Dios es cierta. Teniendo esa seguridad, podemos dar por hecho que las otras profecías sobre el futuro que aparecen en la Palabra de Dios también se cumplirán todas sin falta, tal y como ocurrió con las que se han cumplido en otras épocas[2].
En la Biblia hay miles y miles de profecías cuyo cumplimiento ya se ha visto. Entre ellas se cuentan predicciones sobre la historia de los países, la grandeza y decadencia de los imperios, y las que presagiaron los nombres de grandes reyes. Entre las más destacadas están las que se cumplieron de manera extraordinaria en la pequeñísima tierra de Israel, y muy particularmente las referentes a Jesucristo, el Mesías. En torno a Él, existen en los escritos de los profetas centenares de profecías, todas ellas cumplidas durante Su nacimiento, Su vida y Su muerte, que sufrió por ti y por mí[3].
¡Fue la Suya una vida de amor! Nació en amor, vivió en amor y murió en amor para que tú y yo también pudiéramos vivir en amor por Él y por los demás[4]. Su historia, sin embargo, no termina ahí, ¡porque poco después resucitó! Y antes de ascender finalmente a los cielos —arrebatado en las nubes, por los aires, cuando salió de este mundo para reencontrarse con Dios, Su Padre celestial, y con Su precioso Espíritu Santo—, Jesús mismo hizo muchas otras promesas y predicciones a Sus discípulos[5].
Antes de marcharse, prometió a Sus discípulos: «Voy a preparar lugar para vosotros, para que donde Yo estoy, vosotros también estéis». Pues les había asegurado: «En la casa de Mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, Yo os lo hubiera dicho»[6]. Ese lugar que Él ha ido a prepararnos —aquella ciudad celestial— está descrito de forma detallada en Su sagrado libro, la Biblia, en su último libro, en las profecías de Apocalipsis[7].
Juan, Su amado discípulo —San Juan, el Revelador—, describió en profecía las dimensiones exactas: 2.400 kilómetros de alto, largo y ancho. En esencia, es la ciudad más enorme y grandiosa que se haya construido jamás. El propio Dios fue el único que pudo haber edificado algo semejante. Está rodeada de una muralla de gran belleza, de más de 60 metros de altura, compuesta de 12 capas de joyas preciosas. La muralla tiene 12 entradas, cada una de las cuales es una sola perla gigantesca. Toda la ciudad está llena de moradas bellas, reservadas por Dios para Sus queridos hijos que le hayan amado y se hayan salvado tras creer con fe el hecho de que Jesús murió por ellos en la cruz.
Ellos serán los únicos a los que se les permitirá vivir en el interior de aquel paraíso, ¡en medio de su belleza celestial y magnífico esplendor! Libres estarán para siempre del dolor, de la enfermedad, de la muerte y del mal, y convivirán entre sí y con Él en eterna felicidad[8]. Solo ellos podrán recorrer sus calles de oro cristalino y habitar sus estupendas mansiones, en la presencia de Dios eternamente[9].
Cada una de las entradas o pórticos de la ciudad estará custodiada por un poderoso ángel, ya que en el exterior, sobre la superficie de la nueva tierra —en la cual ya no existirán los mares, sino que estará bañada únicamente por ríos y lagos— todavía habrá naciones con sus respectivos reyes, cuyos habitantes aún no estarán preparados para entrar en esa ciudad divina[10]. Todavía no estarán preparados para su pureza y santidad, toda vez que al principio no recibieron a Jesús como su Salvador porque no oyeron hablar nunca de Él[11]. Son la gente buena de todos los siglos que fue resucitada, pero no durante la primera resurrección cuando Jesucristo vino por segunda vez y arrebató de manera extraordinaria a Sus santos —la esposa de Cristo— luego de la atroz Tribulación[12].
Son los que murieron sin ser salvos durante los primeros 6.000 años de historia del mundo, pero que fueron devueltos a la vida y situados en la nueva superficie paradisíaca de la tierra porque sus nombres se encontraron escritos en el libro de la vida y, por tanto, merecen que se les dé su primera oportunidad de escuchar el evangelio de Jesús y de Su amor, al igual que del fantástico amor de Dios —el Padre de Jesús— que creó todas las cosas y las concibió todas para el placer y beneficio nuestro a fin de que lo conociéramos a Él y lo amáramos.
Aquí mismo en la superficie de la nueva tierra se les enseñará a conocer al Señor[13]. Entretanto morarán en esta paradisíaca nueva tierra rodeados de una belleza natural, la cual habrá sido restaurada al esplendor del primer Paraíso Terrenal, perfecto en todo sentido. No habrá ya mal alguno, ni maldición, ni espinos, ni ningún bicho nocivo, ni serpientes o insectos venenosos, ni los horrores de la tierra que existió antes[14]. Aquí, en este ambiente perfecto, aprenderán acerca de Jesús y encontrarán a Cristo como Hijo de Dios[15].
Antes de llegar a ese hermoso paraíso de Dios, deberán haber transcurrido varias grandes épocas de la historia del mundo. El hombre y la mujer —Adán y Eva— ya habían sido destituidos de la gracia de Dios y expulsados del Edén por su desobediencia al haber comido del fruto del Árbol de la Ciencia del bien y de mal[16]. Al ser arrojados entonces a un mundo hostil, plagado de maldiciones, y en un ambiente poco acogedor, tuvieron que procurarse el pan con el sudor de la frente y trabajar duro para ganarse la vida, pues habiendo cometido desobediencia, habían perdido el favor del Señor. Tentados por Satanás, rey del mal, contagiaron a toda la humanidad el maligno pecado de incredulidad y desobediencia a Dios[17].
Por último, el hombre se pervirtió tanto que Dios resolvió que tenía que descargar un gran diluvio sobre la tierra para destruirlos a todos. Mejor dicho, a todos menos a un hombre y su familia. Aquel hombre era Noé, que junto con su esposa y sus tres hijos y sus mujeres —ocho almas en total— fueron los únicos que se salvaron del gran Diluvio Universal abordando un arca que Dios le había revelado a Noé cómo construir[18]. Poco más de un año después del diluvio, el arca se posó sobre la cima del monte Ararat en la frontera de Turquía y Rusia. A medida que la superficie de la tierra quedó bastante seca como para caminar sobre ella, Noé y su familia, al igual que todos los animales que habían salvado, abandonaron el arca y se esparcieron por las riberas del río Éufrates en dirección al Golfo Pérsico.
Sin embargo, no habían ido muy lejos ni habían vivido mucho, cuando la gente ya se había vuelto a envilecer. En esta ocasión construyeron una imponente torre que se figuraron llegaría hasta los cielos, lo cual los colocaría a la altura de los dioses, ¡encumbrados en su soberbia y poderío terrenal! Aquello irritó a Dios, que en pago les confundió sus lenguas y sus idiomas, y los disgregó dando origen a todos los distintos idiomas que hoy en día se hablan en el mundo. Así ya no podrían comunicarse entre sí ni entenderse para culminar la torre. Abandonaron, pues, la construcción de la torre de Babel y siguieron merodeando río abajo por las riberas del Éufrates. De ahí empezaron a desparramarse sobre toda la faz de la tierra en todas direcciones[19].
Y parecía que cuanto más se multiplicaba y poblaba el hombre la tierra, más perverso se volvía, al extremo de adorar dioses diabólicos, ídolos y fetiches, rindiendo culto a aquellos demonios, haciendo, entre otros, sacrificios humanos, y hasta ofrendando a sus propios hijos a aquellos dioses falsos[20].
Finalmente Dios decidió que no podía quedarse con los brazos cruzados ante lo que hacían los descendientes de las dos criaturas que Él había creado en el principio. Fue así que eligió a un pueblo —los judíos de Israel— que recibiría Sus palabras y escribiría la Biblia; y con el tiempo, de ese pueblo saldría el Mesías, Jesucristo. Por otro lado, los dirigentes religiosos de ese mismo pueblo escogido —hijos e hijas de Abraham el fiel— hicieron que el Hijo de Dios fuera crucificado, ¡el cual había sido enviado solo para mostrarles amor y explicarles las cosas de Dios! También intentaron acabar con Sus discípulos[21]. Pero Dios bendijo a los discípulos de Jesús, y los cristianos se multiplicaron y se propagaron por todo el mundo hasta que el evangelio que pregonaban terminó por conquistar el imperio romano. Y el cristianismo se convirtió en la religión oficial del mundo occidental[22].
No obstante, conforme los cristianos se fueron corrompiendo y amasando riquezas y poder, ellos también se pusieron a construir templos para adorar a su Dios —como los templos de otros dioses— y organizaron un sacerdocio que dictó sus propias leyes, reglas y tradiciones[23]. Dios volvió a enviar a grandes hombres de Dios y a reformadores como Martín Lutero para que predicaran la verdad por todo el mundo y revelaran una vez más el regalo de la salvación divina por gracia a través de la fe: que no era obra de ellos mismos sino un regalo de Dios; que no es por obras para que nadie se gloríe, sino un regalo de salvación saldado por Jesucristo mediante Su sangre derramada en la cruz del Calvario[24].
Esos nuevos cristianos protestantes empezaron a difundirse a lo largo y ancho del Imperio Romano y por toda Europa, Norte y Sudamérica, y por el mundo que se conocía en aquella época, al punto en que muchos misioneros arribaron a países paganos en tierras que la iglesia no había evangelizado. Allí, aquellos misioneros ganaron muchos conversos; y conquistaron a muchos de ellos con el amor de Dios, llevándolos así al verdadero credo del auténtico Mesías, el legítimo Salvador del mundo: Jesucristo[25].
A pesar de todo, parecía que el pecado y el mal se multiplicaban con más agilidad aún y se dispersaban por todos los países de la tierra. Por último, el mundo elegirá un gobierno completamente ateo, un régimen anticristo encabezado por un dictador Anticristo, un falso mesías que simulará ser su salvador, ¡pero que en realidad no es otro que el Diablo encarnado! En seguida se declarará a sí mismo Dios y exigirá que todos le rindan culto o mueran[26]. Implantará entonces un gobierno mundial e insistirá en que sean extinguidas todas las demás religiones salvo la adoración de su persona y de su imagen, la cual manda erigir junto al templo judío de Jerusalén, ya reconstruido, donde él mismo se sienta en un trono, haciéndose pasar por Dios.
Ese tirano impío comenzará en aquel momento a perseguir a todos los que se nieguen a venerarlo, matándolos, aniquilándolos y martirizándolos. Desata grandes guerras contra los países religiosos que se le opongan, y se empeña en conquistar el mundo entero, causando gran Tribulación sobre la Tierra[27].
Súbitamente, aparecerá en los cielos la señal del Hijo del Hombre, Jesucristo, y Él mismo aparecerá en persona en las nubes del cielo. En seguida se oirá un grito atronador y la trompeta divina y la voz de los arcángeles que convocan al pueblo de Dios, diciendo: «Subid a recibir vuestro galardón celestial, a vivir por siempre con vuestro Rey».
De pronto, todos aquellos que habían muerto siendo cristianos se elevarán de sus tumbas dotados de flamantes cuerpos celestiales y levantarán vuelo hacia los cielos, seguidos de los cristianos que se hallen vivos, cuyos cuerpos son transformados instantáneamente, en un abrir y cerrar de ojos, a la trompeta final. Y serán arrebatados junto con los primeros para recibir al Señor en el aire: Jesús con Su esposa, la legítima iglesia de Jesucristo, integrada por personas de todos los credos religiosos y de todas partes del mundo[28].
Mientras ellos se encuentran allí festejando y regocijándose de su portentosa salvación, y recibiendo sus recompensas por su fidelidad en el cumplimiento de la voluntad de su Maestro, Dios hace llover Sus juicios y Su gran cólera sobre los impíos que quedaron abandonados en la faz de la tierra, a quienes azota por medio de tremendos juicios y plagas. Los impíos llegan a morderse la lengua de dolor pero ni aun así se arrepienten de sus malas obras[29].
Dios monta a Sus hijos en corceles celestiales blancos provistos de grandes poderes y de fuerzas sobrenaturales, y secundado por ese gran ejército de santos y ángeles. En la gran Batalla de Armagedón, ¡salen cabalgando de la ciudad celestial a través de los cielos para destruir al maligno imperio del Anticristo! Finalmente, solo sobreviven las personas buenas que se habían resistido al Anticristo, rechazando su marca, a pesar de que todavía no conocían a Jesús ni se habían salvado previamente. Así y todo, el Señor concederá a todos aquellos vivientes la oportunidad de escuchar el evangelio y saber de Jesús, de Su amor y de Su salvación[30].
Enviará a Sus ángeles y Sus santos a gobernar sobre la tierra y a limpiar todo el revoltijo y la porquería que dejó atrás el Anticristo y su reino y todos los vestigios de la iniquidad del hombre, para luego transformarlo en un mundo nuevo, un mundo purificado. Es la misma tierra, solo que su superficie habrá sido depurada, la maldición divina que existía contra el mal habrá desaparecido, y el Diablo y los demonios habrán sido sentenciados a mil años de cárcel en el infierno. Se restablece entonces en la tierra la belleza y perfección del Edén[31]. Por espacio de mil años, la tierra es restituida a la belleza, pureza, maravillas y placeres originales, de tal manera que toda la humanidad se regocija en el Reino de Dios sobre la tierra regido por el Rey de reyes, Jesucristo, y Sus Santos y ángeles[32].
Al mismo tiempo se concede a todos los hombres que aun vivan la oportunidad de conocer, de amar y de seguir al Señor. Muchas personas son entonces salvadas, regeneradas y transformadas en criaturas nuevas que llevan vidas maravillosas de justicia, abnegación y amor por sus semejantes[33].
Aun en medio de ese mundo perfecto, con el perfecto Rey de reyes, aun allí hay muchos que todavía lo rechazan y le guardan rencor y ansían seguir obstinadamente por sus propios caminos perversos, como lo habían hecho antes. De modo que al término de aquellos mil años, muchos seguirán sin regenerarse, habrán rechazado al Señor y no admitirán Su voluntad[34]. Permite entonces que Satanás sea soltado del abismo infernal y retorne con sus malvados ángeles para que recorran la tierra y engañen a cuantos hombres y naciones puedan, hasta que Satanás haya atraído seguidores de todas las naciones para que lo secunden en una gran guerra contra los santos de Dios, los dirigentes de la tierra.
Dios rescata nuevamente a Sus Santos de la tierra. En esta ocasión, sin embargo, Él remata de una vez y para siempre a Satanás y sus seguidores y demonios. Mediante un gran diluvio de fuego, arrasa la superficie de la tierra y acaba con todos los rebeldes nefastos de Satanás. Ese gran diluvio de fuego devora la superficie de la tierra y la atmósfera, los cielos viciados y envenenados por el hombre, y el espacio lleno de escombros[35].
A partir de ahí Él renueva completamente el planeta y lo vuelve a crear, formando una tierra nueva, más hermosa y más perfecta que nunca[36].
Una vez que ya se haya depurado y perfeccionado la superficie de la tierra, el Señor finalmente estimará oportuno dejar que Su maravillosa ciudad celestial descienda de los cielos y se pose sobre la tierra para que Su morada pueda estar entre Su pueblo amado, sobre la faz misma de la nueva tierra, en la Nueva Jerusalén, la ciudad celestial, que les servirá de hogar eterno[37].
Durante el Juicio del gran Trono Blanco de Dios, Él resucita de los muertos a todas las otras personas de la tierra que habían fallecido en milenios anteriores, y, enviando a los malignos a los fuegos del infierno, salva a los justos para que vivan sobre la superficie de la tierra y allí aprendan acerca de Él, de Su amor, de Su Hijo Jesús y de Su formidable salvación de los pecados, para que ellos también puedan salvarse[38].
Y todas las personas salvas de la tierra y del Cielo viven dichosas para siempre con el Señor y Sus ángeles en el Paraíso encantador de la nueva tierra y la ciudad de Dios en una eternidad de amor y vida infinita[39].
Esa ha sido en breves palabras la historia de Dios y del mundo, la historia del hombre y del tiempo del fin del régimen del hombre sobre la tierra, del establecimiento del reino de Dios por espacio de mil años —lo que se llama el Milenio— y la destrucción final de la superficie terrestre y su atmósfera por medio de un torrente de fuego que arrasa consigo todos los contaminantes, y los males, para que Dios rehaga completamente la tierra, ¡dejándola como nueva para Él y Sus hijos y su ciudad celestial para siempre!
Sin embargo, todavía faltan por esclarecer muchos de los detalles y experiencias concretas que vivirán Sus hijos durante algunos de estos periodos. No han sido revelados todavía algunos de los secretos relacionados con las experiencias prácticas que llegaremos a pasar, a sentir y a ver en el fantástico mundo del futuro[40].
Artículo publicado por primera vez en 1985. Texto adaptado y publicado de nuevo en agosto de 2017.
[1] Efesios 1:9; Isaías 42:9; Números 12:6.
[2] 2 Crónicas 20:20b; Juan 16:4a; Isaías 34:16, 40:8; Ezequiel 33:33.
[3] Isaías 44:28; Daniel 8:20–21; Isaías 9:6; 11:1–5; 53:2–4.
[4] Juan 3:16; 1 Juan 4:9–10; Efesios 3:19; Romanos 8:38–39; 1 Juan 3:16.
[5] Mateo 28:1–7, 18–20; Marcos 16:16–18; Juan 11:25, 26.
[6] Juan 14:2–3.
[7] Apocalipsis 21–22.
[8] Apocalipsis 21:4; 22:5,14.
[9] Apocalipsis 21:24, 27.
[10] Apocalipsis 21:24–26.
[11] Juan 1:12; 3:16–17; Hechos 4:12; 10:35; Romanos 6:23; Hebreos 11:13, 16.
[12] 1 Tesalonicenses 4:16–17; Apocalipsis 20:4–5.
[13] 2 Pedro 3:9; 1 Timoteo 2:4; Filipenses 2:10–11; Hebreos 13:14.
[14] Apocalipsis 22:3.
[15] Juan 14:3; 1 Corintios 2:9–10.
[16] Génesis 3; Romanos 5:12–14.
[17] Génesis 3:19; Hebreos 3:12, 19; 10:35–39; Romanos 5:12.
[18] Génesis 7; 1 Pedro 3:20.
[19] Génesis 8, 11:1–9.
[20] Levítico 18:21; 2 Reyes 17:14–17; Jeremías 32:35; Salmo 106:35–39.
[21] Mateo 27:17–25; Hechos 8:1.
[22] Hechos 8:4; 28:30–31.
[23] Hechos 7:48–50; 17:24–25; Marcos 7:6–13.
[24] Romanos 10:9–10; Efesios 2:8–9; 2 Timoteo 1:9; Tito 3:5; Apocalipsis 3:20.
[25] Juan 14:6; Hechos 10:34–35.
[26] 2 Tesalonicenses 2:3–4.
[27] Mateo 24:15, 21; Daniel 11:31–37; Apocalipsis 12:13–17, 13:6–7.
[28] Mateo 24:29–31; 1 Corintios 15:51–52; 1 Tesalonicenses 4:16–17.
[29] Apocalipsis 19:6–9; Apocalipsis 15–16; Isaías 13:11–13.
[30] Apocalipsis 19:11–21; 2 Pedro 3:9; 1 Timoteo 2:4; Filipenses 2:10–11.
[31] Apocalipsis 20:1–4.
[32] Apocalipsis 2:26–27; Apocalipsis 5:10, 20:4.
[33] 2 Corintios 5:17.
[34] Isaías 26:10.
[35] Apocalipsis 20:7–10; 2 Pedro 3:10–13.
[36] Apocalipsis 21:1–5; Isaías 60:19–22, 65:17–25.
[37] Apocalipsis 21:2; Hebreos 12:22–23.
[38] Juan 10:16, 27–29; Hechos 3:21; 2 Corintios 5:19; Efesios 1:10; 2:7.
[39] Apocalipsis 22:3–5.
[40] Deuteronomio 29:29; 1 Corintios 13:12.
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