La historia de Ester, segunda parte
Tesoros
[The Story of Esther—Part 2]
Hace aproximadamente 2500 años, durante el reinado de Asuero en el Imperio medo persa, el rey decidió imprudentemente nombrar primer ministro a un hombre llamado Amán, un enemigo de los judíos. Era descendiente de Agag, rey de Amalec, que fue derrotado por Saúl (ver 1 Samuel 15). Los amalecitas habían sido acérrimos enemigos de Israel durante siglos.
Debido a que el puesto de Amán era de mayor jerarquía que el de los demás funcionarios, todos debían inclinarse ante él y honrarle cada vez que pasaba por la puerta del palacio. Pero Mardoqueo, el padre adoptivo de la reina Ester, se resistía a hacerlo, por más que fuera un requerimiento de la ley (Ester 3:1–3). Sabía que a pesar de su importante puesto, Amán era un hombre cruel e inexorablemente ambicioso.
Algunos de los siervos del rey le advirtieron: «Te estás metiendo en problemas. ¡El rey ha decretado que todos deben inclinarse ante Amán y tú no eres excepción!» Mardoqueo respondió: «¡No puedo inclinarme ante él! ¡Soy judío! (Ester 3:3–5). Día tras día, trataron de convencer a Mardoqueo de que cediera, pero al ver que no se doblegaba, informaron a Amán.
Al enterarse de que Mardoqueo se negaba a obedecer el decreto, y que era judío, Amán vio la oportunidad de destruir no solo a Mardoqueo, sino a los judíos que se encontraban en el reino (Ester 3:6). Con el fin de asegurar el éxito de su plan, Amán fue a ver a los sacerdotes de los dioses paganos para que tiraran los dados y según su resultado determinaran el mejor momento para purgar al Imperio persa de los judíos. Le dijeron que el día ideal sería el 13 de marzo (Ester 3:7).
Amán fue entonces a ver al rey y le explicó lo que se proponía, planteándolo de manera que pareciera servir los intereses del rey y del imperio. Evitando sutilmente mencionar a los judíos por nombre, Amán dijo: «Hay un pueblo esparcido y diseminado entre los pueblos en todas las provincias del reino, cuyas leyes son diferentes de las de todos los demás. No obedecen las leyes del rey y a Su Majestad no le conviene tolerarlos. Si al rey le parece bien, que se decrete que sean destruidos».
Para evitar que el rey objetara el costo de semejante operativo, Amán ofreció correr con los gastos: «Yo depositaré en manos de los administradores diez mil talentos de plata (una suma de dinero equivalente a decenas de millones de dólares)» (Ester 3:9).
Tal era la confianza que el rey había depositado en su primer ministro, que se quitó el anillo real de la mano y se lo dio, diciéndole: «Quédate con el dinero, y haz con ese pueblo lo que mejor te parezca. Redacta tú mismo el decreto y fírmalo en mi nombre» (Ester 3:10–11). Amán estaba encantado mientras consideraba lo que le haría a Mardoqueo.
Llamó a los escribas del rey y les mandó preparar el decreto, que luego fue enviado a los gobernadores de las 127 provincias. La orden era «destruir, matar y exterminar a todos los judíos, jóvenes y ancianos, niños y mujeres, en un solo día» y apoderarse de todos sus bienes. Eso significaría la aniquilación de toda la población de Israel. Después de que se envió el decreto, el rey y Amán se sentaron a beber, diciendo «hasta nunca» a los enemigos del imperio (Ester 3:12–15).
Cuando Mardoqueo se enteró del decreto del rey, «rasgó sus vestidos, se vistió de cilicio y ceniza, y salió por la ciudad, lamentándose con grande y amargo clamor». Por todo Medo Persia, en todas las aldeas, «había entre los judíos gran duelo y ayuno, llanto y lamento. Muchos se acostaban sobre cilicio y ceniza» (Ester 4:1–3). Incluso la ciudad de Susa estaba turbada ante aquel alarmante decreto, pues los residentes no compartían el odio de Amán (Ester 3:15).
Al enterarse Ester de la congoja de Mardoqueo, se preguntó qué le pasaría. «Debe de ocurrir algo muy grave», le dijo a Hatac, su sirviente más fiel. «Tienes que ir a verlo y averiguar qué pasa».
Mardoqueo le contó al sirviente lo de la suma que Amán había prometido depositar en el tesoro del rey por la destrucción del pueblo judío. Le dijo que Ester fuera a ver al rey y que le rogara por su pueblo (Ester 4:4–8). Pero Ester le respondió que no podía. «A nadie, ni siquiera a la reina misma, se le permite presentarse ante el rey sin ser llamada. ¡Es una ley y la pena por desobedecerla es la muerte!, a menos que el rey extienda su cetro real y le perdone la vida» (Ester 4:9–11).
A esto respondió Mardoqueo: «¡No creas que porque vives en el palacio del rey escaparás de la muerte! Si guardas silencio en este tiempo, la liberación vendrá de alguna otra parte, ¡pero tú y la casa de tu padre perecerán!» Luego Mardoqueo agregó: «¿Quién sabe si para una ocasión como esta tú habrás llegado a ser reina?» (Ester 4:12–14).
De pronto Ester comprendió por qué ella, una pobre huérfana, se había convertido en reina. Había sido parte del propósito de Dios. Sabía que se produciría aquella terrible crisis y la había hecho reina para salvar a Su pueblo. Sin duda, había llegado al reino para una ocasión como esa. Ester decidió: «¡Debo ir a ver al rey, aunque me cueste la vida!»
Ester envió a su sirviente a ver a Mardoqueo con su respuesta urgente: «Reúne a todos los judíos que se encuentran en Susa y ayunen por mí por tres días. Después iré a ver al rey, lo cual no es conforme a la ley; y si perezco, perezco» (Ester 4:15,16). En esos tres días todos oraron con gran fervor. Clamaron a Dios de todo corazón y le rogaron que velara por su reina mientras intercedía por la liberación de Sus hijos.
La postura de Ester
Al llegar el día en que Ester iría a ver al rey, oró con fervor para que el Señor le mostrara cómo debía abordarlo y lo que podría decirle para que cambiara de parecer. Sabía que los reyes persas jamás alteraban sus decretos. De pronto se le ocurrió una idea.
Llamó a sus sirvientes y les ordenó que prepararan un banquete. Luego se vistió con sus túnicas reales, se acercó a la entrada de la corte del rey Asuero y allí aguardó respetuosamente. Cuando la vio el rey Asuero, extendió su cetro de oro y la saludó afectuosamente. Al extender Ester la mano para tocar la punta del cetro, el rey le preguntó: «¿Cuál es tu petición, mi hermosa reina? ¡Se te dará hasta la mitad de mi reino!» (Ester 5:1–3).
Ester había decidido con prudencia que pediría algo sencillo, algo que el rey no pudiera negarse a cumplir. Le dijo: «Si le parece bien al rey, venga hoy el rey con Amán al banquete que le he preparado». El rey aceptó de inmediato y envió un mensajero a decirle a Amán que se apresurara a hacer lo que había pedido la reina (Ester 5:4,5).
Aquella noche, cuando el rey y el primer ministro asistieron al suntuoso banquete que les había preparado Ester, el rey volvió a preguntarle a ella: «Sin duda hay algo que deseas. ¡Por favor dímelo y te lo daré! ¡Aunque se trate de la mitad de mi reino, te lo daré!»
Ester respondió: «Hay algo que me gustaría pedirte; pero por ahora mi único deseo es que ambos vuelvan mañana a cenar conmigo y entonces te lo diré» (Esther 5:6–8). El rey aceptó y Amán estaba lleno de alegría... hasta que al pasar por la puerta vio a Mardoqueo, que de nuevo no se inclinó ante él. Amán se llenó de ira.
Se apresuró a llegar a su casa. Allí reunió a su mujer y a sus amigos, les habló de los honores que le había conferido el rey y exclamó: «Fui el único invitado a acompañar al rey al banquete de la reina Ester. Y mañana volveré a cenar con ellos. Sin embargo, todo ello no logrará satisfacerme mientras vea al judío Mardoqueo sentado a la puerta del rey» (Ester 5:9–13).
Su mujer, Zeres, lo reprendió diciendo: «¿Por qué te preocupas por él? ¿Por qué no te libras de él de una vez por todas?» Sus amigos estuvieron de acuerdo y le sugirieron que hiciera construir una horca muy alta. A Amán le pareció bien aquella sugerencia y ordenó que se construyera una horca de más de 20 metros de alto a fin de hacer de Mardoqueo un espectáculo público (Ester 5:14). ¡No sabía cómo se utilizaría esa horca!
Aquella noche el rey no podía conciliar el sueño, así que ordenó que le leyeran el libro de las crónicas de sus hazañas memorables, en el que constaban los hechos de su reinado. Aconteció que el capítulo que le leyó el sirviente era el que relataba el episodio de los dos traidores que habían procurado asesinar al rey; y contaba que Mardoqueo había descubierto el plan a tiempo para salvar la vida del rey. «¿Qué honra o distinción se le ha dado a Mardoqueo por esto?», preguntó el rey. «Hasta ahora, ninguna», respondió el sirviente (Ester 6:1–3).
Al día siguiente, el rey estaba dispuesto a honrar de alguna manera a Mardoqueo. En ese momento, Amán entró al atrio para pedir al rey para que hiciera colgar a Mardoqueo. Al enterarse el rey de su llegada, lo hizo llamar y le preguntó: «¿Qué se debe hacer para el hombre a quien el rey quiere honrar?»
Amán pensó que el rey quería honrarle y respondió: «Que se le vista con las túnicas reales y la corona del rey en su cabeza; y que cabalgue por la ciudad en el caballo del rey, y que uno de los príncipes más nobles del rey corra delante de él pregonando: “¡Así se hace al hombre a quien el rey quiere honrar!”» (Ester 6:4–9).
El rey le dijo: «Muy bien, ve de inmediato y haz como has sugerido con el judío Mardoqueo, que está sentado a la puerta del rey». «¿Mardoqueo?», exclamó perplejo Amán mientras pensaba: «¡No puede ser!» Pero no se atrevía a desobedecer. Y sucedió que Mardoqueo, vestido con las túnicas del rey de Persia, fue paseado por las calles y Amán, su enemigo, iba delante de él proclamando el reconocimiento del rey a Mardoqueo (Ester 6:10,11).
Cuando Amán contó a su esposa y amigos lo que había sucedido, sus consejeros le advirtieron: «Como Mardoqueo es judío, nunca tendrás éxito en tus planes contra él. Será mortal seguir luchando contra él» (Ester 6:13). Incluso la esposa de Amán y sus consejeros sentían que un poder mayor protegía al pueblo judío.
Mientras todavía hablaban, llegaron los asistentes del rey para escoltar a Amán al banquete. Durante la fiesta, el rey no podía contener su curiosidad. Preguntó: «¿Cuál es tu petición, reina Ester? Te la concederé».
Ester habló al rey con valentía: «Si he hallado gracia ante sus ojos, que me sea concedida la vida según mi petición, y la de mi pueblo. Porque hemos sido vendidos, yo y mi pueblo, para el exterminio, para la matanza y para la destrucción» (Ester 7:1–4). Atónito, el rey exigió una respuesta: «¿Quién es y dónde está el que pretende hacer tal cosa?» Ester levantó la mano y señalando a Amán, declaró: «¡El adversario y enemigo es este malvado Amán!»
Lleno de ira, el rey salió a los jardines del palacio dejando a Amán a solas con la reina. Amán comenzó a implorar desesperadamente que le perdonaran la vida. Presa del temor, se arrojó sobre el lecho donde se hallaba recostada la reina. En ese momento, el rey regresó y al verlo, exclamó indignado: «¿Querrás también violar a la reina en mi presencia y en mi propia casa?» (Ester 7:5–8).
De inmediato, el rey llamó a sus sirvientes para que arrestaran a Amán. Mientras se lo llevaban a rastras, uno de los sirvientes le habló al rey de la horca que había construido Amán para Mardoqueo. El rey, furioso ante la perfidia de su primer ministro, ordenó: «Ahórquenlo en ella». Y Amán fue colgado en la misma horca que había construido para Mardoqueo (Ester 7:9,10).
Gracias a la valiente intervención de Ester, se frustraron los malvados planes de Amán. Luego de la muerte de Amán, a Mardoqueo le dieron autoridad real y el cargo que tenía Amán, garantizando la protección del pueblo judío (Ester 8:1,2). Sin embargo, la muerte de Amán no acabó con la amenaza que pendía sobre el pueblo judío, pues el decreto del rey seguía vigente y no podía ser cambiado.
Como el rey no podía revocar un decreto real, les dijo a Ester y Mardoqueo que podían redactar su propio decreto, sellarlo con el anillo del rey y enviarlo a todas las provincias (Ester 8:3–8). En todas las tierras donde llegaba el decreto hubo alegría y regocijo entre los pueblos, pues evidentemente el odio de Amán no era compartido por la gente (Ester 8:9–17).
Mardoqueo llegó a ser importante, el segundo después del rey Asuero. Además, los suyos lo tenían en gran estima, pues trabajó por el bienestar de su pueblo (Ester 10:3). La diligencia de un hombre y la obediencia y el valor de una joven los puso a los dos en el centro de la corte del Imperio medo persa. Como resultado, a la postre el pueblo judío restauró y reparó Jerusalén, preparando así el camino para la venida de Jesucristo, el Mesías.
Tomado de un artículo de Tesoros, publicado por La Familia Internacional en 1987. Adaptado y publicado de nuevo en julio de 2025.
Artículos recientes
- Cómo llorar con los que lloran
- La historia de Ester, segunda parte
- «Estoy haciendo algo nuevo»
- La historia de Ester, primera parte
- Él siempre está contigo
- La bendición de los recordatorios
- Alaba donde estés
- Vienen mejores días (6ª parte)
- ¿Por qué no interviene Dios?
- Cultivar una vibrante vida de oración