La evidencia
Sharon Galambos
Debo admitir que los métodos de curación milagrosos me resultan difíciles de creer. A decir verdad, me enorgullece considerarme una mujer racional y lógica, características afines al escepticismo. En parte se debe a la sensación de que todo lo que ocurre forma parte de un plan general, llámese fortuna o destino. También me parece que —al igual que los judíos de la época bíblica— necesitaba ver para creer.
Cuando uno se encuentra bien, es fácil pensar que la buena salud es lo más normal del mundo. No es sino hasta que sucede algo que nos damos cuenta de la realidad. Los padecimientos físicos siempre nos toman por sorpresa, sin importar en cuántas ocasiones hayamos pasado por experiencias similares.
En cierto punto de mi vida, trabajé como profesora en un centro de voluntariado, donde tuve la divertida experiencia de compartir la habitación de un ático con una misionera voluntaria proveniente del Reino Unido. La convivencia entre las dos fue fantástica. Pero el techo de la habitación era tan bajo que apenas podíamos enderezarnos. Cada vez que entrabamos a la habitación, debíamos agacharnos o caminar con la cabeza ladeada. La verdad es que no le di mayor importancia, puesto que solo usábamos el cuarto para dormir.
Sin embargo, con el paso del tiempo empecé a sentir dolor y rigidez en el cuello. Todos los días tenía tortícolis,como cuando pasas la noche en una mala postura. Por supuesto que a todos se nos agarrotan los músculos de vez en cuando, pero el dolor en mi cuello era continuo. En vez de disminuir, se intensificó al punto de volverse insoportable. La revisión médica y los rayos X no indicaban el motivo, pero sabía que se trataba de un problema grave.
Un amigo me sugirió visitar a un doctor quiropráctico, el cual me indicó que realizara una TAC (tomografía axial computarizada). Aún recuerdo que al terminar me explicó —con la mayor gentileza posible— que tenía una hernia discal en las vértebras del cuello. El disco presionaba varios nervios y cualquier movimiento abrupto amenazaba con seccionarlos. El resultado: sufriría parálisis. Una opción era someterme a cirugía para corregir el daño. El proceso consiste en remover parte del hueso de la cadera e insertarlo en el cuello. Ello inmovilizaría las vértebras y me impediría mover el cuello. Lo que es más, esa clase de cirugía no promete resultados completos y permanentes. La segunda opción era continuar sufriendo mucho dolor y esperar a que en cualquier momento sufriera una parálisis total. De más está decir que escogí la intervención quirúrgica, la cual accedió a realizar el principal neurocirujano del hospital.
Todo estaba preparado para la intervención médica. Los eventos se desencadenaban de forma lógica. Pero la noche anterior, mis amigos y colegas se reunieron para orar por mí. En el curso de la oración, el Señor le indicó a uno de los presentes que me curaría por completo y que no requeriría de la intervención. Madre mía. Eso sí que no cabía en el orden lógico de las cosas. Pasé la noche en vela, naturalmente. Daba vueltas en la cama y discutía una y otra vez con Dios. Habría sido mucho más fácil si se hubiera presentado ante mí en un haz de luz y con potente voz que resuena desde el Cielo. Pero en vez de ello, me pedía que confiara en una voz delicada y apacible, que ni siquiera era la mía. No habló a través de mí.
Lo más sorprendente es que a primera hora de la mañana, sentí una inexplicable sensación de paz que me embargaba la mente y el corazón. La inminente y milagrosa curación de Dios se volvió una certeza. Llamé al hospital para cancelar la intervención. Poco después me llamó el neurocirujano. Me preguntó si el dolor me había causado una crisis mental. Estaba absolutamente seguro que había perdido la cordura, en especial cuando atiné a responder: «Dios dijo que me va a curar».
El siguiente desafío que tuve que enfrentar fue el dolor. Hasta ese momento me inyectaba analgésicos y calmantes cada seis horas para sobrellevar el dolor. Razonaba que si bien podía no requerir de una intervención quirúrgica, lo más probable es que terminara muriendo de una sobredosis de medicamentos. Pero entonces yo misma escuché la voz del Señor. Me indicó, con tranquilidad y seguridad, que si tenía fe para recibir curación, también debía confiar en que Él se encargaría del dolor. No me puse la siguiente inyección.
La verdad es que no sé a ciencia cierta lo que sucedió en el transcurso de los meses siguientes. Lo que sí sé es que no fue una curación inmediata. El dolor no desapareció en ese momento. Sin embargo, de alguna manera, obtuve la gracia y las fuerzas necesarias para continuar. El proceso de curación continuó hasta que mi cuerpo volvió por completo a la normalidad. Un momento, me decía. ¿A la normalidad? ¿Qué pasaría si la hernia discal sencillamente había remitido y que, con un tirón, volvería el dolor? Aquellos pensamientos me asediaban y procuraba medir mis movimientos. Por otra parte, ¿qué pensaría el Señor si en Su misericordia realmente me había curado por completo? Era incapaz de demostrar ingratitud y menospreciar el milagro.
Obedecí el impulso lógico y volví a realizar otro TAC. Sería la evidencia que necesitaba. Dicho y hecho, el segundo TAC no reveló absolutamente nada. ¡Era como si nunca hubiera tenido nada! ¿Había sido real el primer examen? No cabía en mí de alegría.
La primera persona a la que quise mostrarle los resultados fue el neurocirujano. Me dirigí a su oficina y le mostré los resultados que arrojó el TAC. Entre sonrisas, le pregunté: «Doctor, ¿qué me dice de esto?»
El doctor estudió los resultados por largo rato. Finalmente me respondió: «Bien sabes que soy ateo. Desde ese punto de vista, mi respuesta sería que es un fenómeno con incidencia de una en un millón. Pero por lo que veo, lo único que atino a decir es que se trata de un milagro.»
Han pasado muchos años desde aquel episodio y continúo sirviendo al Señor. Cada vez que muevo la cabeza o me estiro, sonrío al recordar que soy mi propia evidencia, la señal de que Dios puede hacer milagros. Él no solo restableció las vértebras de mi cuello, sino que transformó mi vida todos estos años.
Traducción: Sam de la Vega y Antonia López.
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