La diferencia
Maria Silva
«No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.» Romanos 12:2
Los pensamientos. Son tantos los que corren por mi mente, casi como persiguiéndose unos a otros. Parecieran estar formados en fila detrás de algún viso imaginario esperando con ansias poder inundarme con lo que tienen para decirme en cuanto logren penetrar por alguna rendija. Y por alguna razón, muchos de mis pensamientos tienden a ser negativos, notando las fallas y las faltas de alguna situación, persona o cosa.
Han pasado muchos años desde la primera vez que aprendí sobre el poder de mis pensamientos y sobre el control que pueden ejercer sobre mí. Le he pedido al Señor que me ayudara a mantener mis pensamientos en Él, siendo totalmente consciente de que solo con Él puedo tener éxito en el emprendimiento de cambiar mi conducta pensativa. Luego procedí a entrenarme para visibilizar mis pensamientos en cuanto asomaran a mi mente, procurando discernir si son pensamientos de «cosas lindas». «Por último, hermanos, consideren bien todo lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo digno de admiración, en fin, todo lo que sea excelente o merezca elogio»[1]. Si un pensamiento me trae algo que es digno de alabanza, me quedo en ello; de lo contrario, rápidamente lo descarto y pienso en algo positivo.
Lo interesante es que sin importar cuánto tiempo lleve intentándolo, todavía sigo sorprendiéndome a mí misma con pensamientos no tan positivos. Es algo en lo que debo seguir trabajando. Con razón la Biblia está llena de advertencias de mantener nuestra mente y corazón en el Señor, tales como: «Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente»[2]. Tal vez se deba a que lo que está en nuestra mente tarde o temprano sale de nuestra boca; lo que pensamos, lo decimos. Además de que nuestra mente es el primer lugar desde el cual expresamos nuestra fe. Afortunadamente, nuestra mente también es una plataforma desde la cual Dios puede hablarnos con Su suave susurro y devolvernos nuevamente la fe.
Recientemente estuve leyendo sobre el gran éxodo de los judíos desde Egipto, y el consiguiente azaroso trayecto a través de tierras desconocidas, lleno de obvias señales y milagros del Señor. A pesar de la clara presencia de Dios, hay cantidad de referencias de sus murmuraciones y quejas. Pareciera ser que hay un ciclo de murmuración-castigo-arrepentimiento que empapa toda la historia.
Descubrí que cuando leo esta historia tiendo a reaccionar de tres posibles maneras. Cuando siento que estoy cerca del Señor, suelo preguntarme cómo es que pudieron estar tan ciegos a su ingratitud. Si estoy atravesando un momento difícil, y hasta tal vez dudando de la justicia de Dios, casi que entiendo su predisposición y apruebo su falta de confianza en el plan de Dios y en Su cuidado. Pero hay otras veces en que lo tomo como un recordatorio de que debo ser agradecida y no pensar negativamente, y mucho menos expresarlo con palabras.
El otro día me pesqué a mí misma yendo contra mi propia prédica. Había empezado a quejarme por algo, y Dios se encargó de exponerlo justo cuando lo estaba diciendo, y fueron puestas de manifiesto mi negatividad y falta de fe. Justo en ese momento en que estaba refunfuñando sobre un tema en particular que no estaba mirando desde Su perspectiva, Dios dio la vuelta al tapiz y permitió que aquellos que escucharon mis quejas vieran el diseño perfecto sobre el cual Él estaba trabajando. Me quedé muda, y mis sentimientos luchaban dentro de mí. ¿Cuál iba a ganar? ¿La humildad al reconocer mi error, o mi orgullo y alguna excusa con muy buen razonamiento?
Entonces se me vino a la mente el versículo: «Ni murmuren, como algunos de ellos murmuraron y perecieron por el destructor»[3].
Me preguntaba si Dios estaba intentando prepararme para algún castigo de algún tipo, pero en cambio, una dulce y apacible voz se hizo escuchar en mi mente, en respuesta a mi pregunta:
—No. No te recordé este versículo para aleccionarte.
—¿Entonces por qué? ¿Cuál es la diferencia entre yo y los judíos en el desierto?
La respuesta fue clara y estaba envuelta en un amor humilde:
«La diferencia es Mi muerte, el hecho de que di mi vida por tus pecados mucho después de que lo sucedido en el desierto terminara y mucho antes de que tú nacieras. Cuando di mi vida por ti, te doté con el regalo de la salvación. Pagué por tus pecados mucho antes de que los cometieras. Por eso, ahora no tienes que pagar por ellos. Yo ya lo hice. Esa es la diferencia. La Pascua es la diferencia. La Pascua fue el momento de pagar.
»Lamentablemente, muchas personas no entienden todavía que el regalo de Mi muerte en la cruz ya pagó por sus pecados del pasado, los del presente y los del futuro. Algunas personas piensan que fueron perdonadas por los que cometieron en el pasado, pero sienten que todavía deben ser castigadas por sus errores actuales. Pero Yo quiero que comprendas que el pago ya está hecho, y que no es necesario pagar nada más, todo gracias a la Pascua.
»Por eso, ¡feliz pascua! Que ésta sirva como recordatorio de Mi amor. Morí por ti y fui victoriosamente resucitado de la tumba en Pascua. Tus pecados te son perdonados, lavados con Mi sangre, la cual derramé libremente por ti.»
*
«Les escribo a ustedes, hijitos, porque los pecados de ustedes han sido perdonados por causa de Su nombre.» 1 Juan 2:12
«Porque no nos ha puesto Dios para ira sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo.» 1 Tesalonicenses 5:9
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